La ciudad es un valle (Tal) y está atravesada por el río Wupper, de ahí su nombre. Si bien este río no llegaba a los niveles de contaminación a los que ha registrado por décadas nuestro río Bogotá, si estuvo muy aporreado por las prácticas de la explotación minera durante los años cincuenta, sesenta y setenta. En otras palabras, Wuppertal era un pueblucho descuidado hace más de 40 años. En esta ciudad en la cual me encontraba en aquel bus en el año 2011, el liderazgo de los políticos (entre ellos el ex-presidente de Alemania Johannes Rau, oriundo de Wuppertal) permitió que el río y sus afluyentes se recuperaran, se embelleciera el paisaje y que se creara uno de los principales centros de investigación en temas ambientales para el mundo (Instituto Wuppertal para el Clima, Energía y el Medio Ambiente). Hoy Wuppertal es un santuario de naturaleza en donde se vive, respira, observa y debate sobre medioambiente. Esa fue mi ciudad durante tres años entre 2008 y 2011. Pero bueno, más allá de esta anécdota de restauración ambiental, hubo otro hecho que me impresionó cuando viajaba en aquel bus con el que comencé la primera frase. Sentado en una de las sillas de la parte trasera, escuché a dos niños de 12-13 años hablar. La conversación tenía un cierto grado de profundidad que me sorprendió: hablaban sobre el impuesto de solidaridad que pagan aún los contribuyentes de la ex-Alemania Occidental (capitalista) para fortalecer el desarrollo de la ex-Alemania Oriental (comunista). Era una conversación equiparable a que dos niños colombianos hoy por hoy hablaran sobre la ley de financiamiento que aún sigue embolatada.
Pensé que esa conversación se trataba de un hecho aislado por parte de un par de estudiantes que trabajaban una tarea para el colegio. Y bueno, a lo mejor sí era así. No obstante, quería validar por mera curiosidad si “a lo mejor no era así”. Los meses siguientes de aquel 2011 interactué con varios jóvenes alemanes entre los 13 y los 18 años debido a mi trabajo y me impresionó saber que casi todos tenían conocimientos esenciales y capacidad de análisis sobre una gran diversidad de hechos de la historia alemana de los últimos 100 años. Al notar esto, entré en autorreflexión y concluí que a mis 28 años de aquel entonces, sabía tan poco sobre Colombia como lo que hoy sé sobre física cuántica. Hoy que disfruto de mi trabajo compartiendo con diferentes personas de todas las edades en zonas urbanas y rurales, encuentro que mi conocimiento sobre nuestra historia estaba hace 11 años incluso por encima del promedio de mis compatriotas (haciendo la salvedad de que mi conocimiento de aquel entonces era evidentemente mediocre). Esta columna que de momento usted está leyendo, refuerza aquella que recientemente escribí y que titulé ‘El mejor libro que he leído en los últimos 10 años‘ (recomiendo releerla). Hago un llamado a la atención a conocer y analizar nuestra historia. Me parece increíble que en cada curso o charla que doy en Bogotá, Medellín o Bucaramanga sobre nuestra amazonía, la mayoría de las personas en los colegios y universidades no sepan qué es, dónde queda y qué sucedió en San Vicente del Caguán hace un par de décadas, por ejemplo. O que los niños y jóvenes de aquel municipio y de los otros municipios del piedemonte amazónico, vean en su imaginario de vida como “correcto” el repetir la historia colonizadora y devastadora contra los ecosistemas de sus abuelos y padres (potrerizar el territorio). En conclusión, los colombianos, independientemente de donde se encuentren, saben poco o nada sobre lo que ha ocurrido en su región o en el país. Esto conlleva a que sigamos cometiendo los mismos errores y eligiendo a los mismos que se traen las mismas, por dar otro ejemplo.
Retomo un lugar común que nunca dejará de serlo si seguimos sumidos en esta apatía histórico-contextual: “Quien no conoce su historia, está condenado a repetirla”. Comprendí por qué los jóvenes alemanes conocen y sobre todo logran niveles de análisis más avanzados sobre su historia que los nuestros: sencillo, porque el sistema se preocupa y ocupa en que sus habitantes comprendan el papel que ha desarrollado Alemania en el mundo y los hechos que en aquel país han sucedido para garantizar que lo bueno se potencie y evitar que se repita lo indeseado (como es el caso del holocausto). ¿Por qué los colombianos sabemos tan poco sobre nuestra historia? No logro responder a la pregunta con la cual titulé mi columna. Sin embargo, por pura obviedad, encuentro razones en las cuales no profundizaré aquí pero que quiero mencionar: debilidad de nuestros pensums educativos desde los grados primaria y secundaria, desatención social sobre nuestra construcción como nación y un alto grado de desinterés colectivo sobre lo público. En la historia se esconden las respuestas que buscamos para construirnos como sociedad. A parte del libro de Molano que recomiendo en mi anterior columna, quiero lanzarme con otros dos libros que nos ayudan a comprender quienes hemos sido, quienes somos y hacia dónde vamos como colectivo. El primero lo llevo por la mitad y me ha enganchado por todo lo que me ha enseñado sobre los hechos más determinantes de la política económica colombiana desde los años 70s hasta el presente (“Me atrevía a contarlo” de Guillermo Perry); y el segundo, que aún no leo pero que promete, lo recibí con cariño por parte de la sonrisa más dulce que he visto en los últimos años de mi historia reciente (“Huellas”de Germán Castro Caicedo).
Indagar y analizar nuestra historia nos permitirá encontrar las respuestas que necesitamos para comprender(nos) y avanzar como país. Ignorarla, será el yugo que nos impedirá transitar hacia las sendas del desarrollo social, ambiental y económico del cual todos hablan hoy, así sea de manera descontextualizada. Hasta el próximo jueves, @julioandresrozogrisales