El caso de la economía de las plataformas es evidente. Aquí la noticia no es que Uber ya está probando helicópteros en EE.UU para dar un servicio distinto: aquí impera el paro de taxistas. Mientras que se conmemoraba la gran hazaña del Apollo 11, aquí la noticia es que un grupo de políticos fueron a bloquear el avance del metro. El día que soñemos y nos acerquemos a algo así como una misión espacial en Colombia, ¿saltarán algunos a hablar de irregularidades premeditadamente?, ¿se tomarán fotos con carteles impresos para buscar réditos políticos? En el debate de las plataformas, años después estamos empezando a mirar si se formalizan los rappitenderos o no se hace nada. Que vivan los extremos. Si los formalizamos como empleados, es porque no entendimos nada de la economía de las plataformas y mucho menos de lo que implica crear empresa. Esa es la receta para destruir las plataformas legales y abrirle la puerta al mercado negro. Si no hacemos nada, seguirá la tradicional ceguera institucional que tiene como efecto una informalidad pronunciada, aunada a la economía del pesar. De aquí solo podemos esperar movimientos populistas, que aprovecharán la entropía para acumular su provecho politiquero.
Esto pasa porque las instituciones de este país fueron criadas, como animalitos obedientes a los designios de los abogados decimonónicos, a vivir en el paraíso telúrico de la burocracia desinformada. No hemos sido capaces de regular flexible y pragmáticamente algo como Rappi, porque las discusiones se van por otro lado. Hay que ser pragmáticos y no rogarles a todos que estén de acuerdo. Son decenas de miles de personas que han encontrado trabajo en las plataformas, y no querer ver la realidad de ellas puede terminar hundiendo un modelo que en otros países ha cambiado la economía y la mentalidad. Hay otra realidad que tampoco queremos entender para cambiarla. Lo nuestro es la resignación y el triunfo de la delincuencia. Hablemos del problema de los rompevidrios. Por un lado, si el ciudadano se defiende, está mal. Si no se defiende y denuncia, salen libres los criminales y el costo social del trauma se derrite en el aire, como escribió Shakespeare en The Tempest. Y en redes vemos que el Congreso, el principal responsable de expedir leyes para que esto no pase, cita al alcalde de Bogotá a que responda. Colombia siempre ha encontrado una ventaja competitiva mundial en echarle culpa a los que no originan los problemas. En ello somos pioneros.
La misma policía está llena de desincentivos para actuar: por un lado, mueren los policías cumpliendo su deber y no pasa nada, y por el otro, hacen su trabajo cogiendo a los delincuentes, pero el sistema se burla de ellos. No hay nada peor que un trabajo que le destruya los méritos logrados a sus empleados. Esto se da porque estamos en un país legalista que no entiende nada sobre incentivos y desincentivos. Cuando hablábamos en la Alcaldía de incentivar emprendedores, las discusiones se volvían legales, los abogados eran los que tenían la palabra, y los que sabían de emprendimiento se tenían que quedar callados. A Demócrito se le atribuye haber dicho que en realidad no reconocemos nada, pues la verdad queda en la profundidad. Para que estas cosas no sigan pasando, necesitamos más profundidad en los debates, y ojalá, en los que diseñan las soluciones. Luego de tanto atropello en el sector público, entendí por qué muchos prefieren trabajar en lo privado y no dilapidar sus talentos en lo público. En estos debates de superficie, me preocupan los microciclos mediáticos. Roban a alguien, quizá lo matan, todos revisan e investigan, queda libre el criminal y así sucesivamente. ¿En cuántos escritos de historia y sociología colombiana hemos visto que aquello que falta es la voluntad? Aquí domina la inercia, el no hacer nada, el cerrar la puerta de la cocina porque algo se quema, “a ver qué pasa”. No aceptar, entender y cambiar la realidad nos sigue pasando factura, pero teniendo tanta indiferencia, el sufrimiento se atomiza en el silencio de la invisibilidad. Por eso, citando a Carl Gustav Jung, le digo a las instituciones y a las mentes del Estado colombiano, algunas de ellas oportunistas y arcaicas: “Lo que niegas te somete, lo que aceptas te transforma”. Ojalá lo entendieran.