Las noticias de Bogotá en las últimas semanas se han centrado en la crisis de Transmilenio. Efectivamente, el sistema de transporte masivo está llegando a un punto cercano al colapso.   Si hacemos historia, tenemos que reconocer que la implantación del sistema significó un cambio profundo en la movilidad de los bogotanos. Padecíamos los usuarios de unos enormes trancones de buses viejos, atestados de pasajeros –en horas pico se observaban personas que viajaban literalmente colgadas en sus puertas-; estos buses paraban para recoger y dejar pasajeros en cualquier parte, no respetaban los paraderos, cuando estos existían, sometiendo a los pasajeros a mayores peligros en la vía; hacían recorridos en medio de las carreras que propiciaba la llamada “Guerra del Centavo” y estos eran casi eternos; por ejemplo, un trayecto entre los puntos en los que hoy funcionan el portal del Tunal y el del Norte podía tomar más de dos horas y media mientras hoy puede durar cuarenta y cinco minutos. El Transmilenio, entonces, emergió como un sistema de transporte masivo que ordenaba el caos que en esta materia regía con mayor preponderancia en la ciudad; las ventajas que trajo el nuevo sistema fueron evidentes que se pueden traducir en: la disminución del tiempo en los trayectos; una nueva cultura ciudadana: asientos y entradas exclusivas para personas de la llamada “tercera edad”, zonas para que las personas que se desplazan en  sillas de ruedas puedan acomodarse con seguridad en los buses, entre otras;  las estaciones fijas  acabaron con la “cultura” que las personas tenían de hacer detener el bus cada media cuadra – con el debido “madrazo” hacia el chofer si no paraba en el lugar en el que querían  que lo hiciera- y se acabó con la informalidad laboral de los conductores y de su permanente lucha por obtener el mayor número de pasajeros, sometiendo a estos últimos a peligros adicionales.   Algunos han dicho que el éxito del sistema ha sido la causa de la crisis. Discrepo. El estado actual resulta de la falta de gerencia y de liderazgo político de las administraciones y de las autoridades ejecutivas de la ciudad. Desde el punto de vista operativo el momento crítico se presenta por el retraso en la entrada en operación de la Fase Tres,  la troncal de la Séptima y la troncal de la Boyacá. Estos retrasos hicieron que la Caracas (incluyendo la Autopista Norte) se convirtiese en la arteria principal del sistema sin que esta contara con la capacidad instalada necesaria para serlo; cada vez más buses rojos circulan por allí enfrentándose a una restricción en el número y distribución de las estaciones. Las restricciones se manifiestan fundamentalmente en la generación de colas en los buses que tienen que parar allí para dejar y recoger pasajeros (por eso no es práctico habilitar más carriles exclusivos por la troncal). En las horas picos se observa, desde las alturas, a la Caracas como una larga mancha roja que no evidencia una velocidad media alta. Las resquebrajadas losas hacen que en unos tramos los buses tengan que disminuir la velocidad y pasar con cuidado y cuando las están reparando se inhabilitan segmentos de los carriles contribuyendo así a la degradación del servicio. Adicionalmente, algo debió quedar mal en los estudios de demanda en los puntos donde se instalaron las estaciones, o si fue correcta su evaluación  los diseños de las estaciones  no correspondieron a los resultados, de tal forma que se construyeron estaciones incomodas que contribuyen más a fomentar el caos que el orden al interior de ellas, sobre todo en las horas pico y donde existe una mayor demanda. Si la situación pinta muy difícil esta puede empeorar. La demanda del portal del 20 de Julio (carrera Décima) es similar a la del Tunal o Usme; es decir, que para satisfacerla, cuando entre en operación, tendrían que salir a operar tantos buses como los que atienden hoy a los dos últimos portales mencionados y si estos van a ir posteriormente por la Caracas no me imagino el caos que se formará y si los desvían por la NQS se tendría que calcular bien el nuevo en trayecto en función del tiempo de desplazamiento de los usuarios, ya que no se pude diseñar una solución de transporte que haga que para los pasajeros el trancón de la décima, con el sistema actual de buses, sea menor del que se necesita para cubrir la ruta de Transmilenio que se desviaría por la NQS, teniendo en cuenta que esta troncal tiene un solo carril exclusivo para los buses rojos.   A los problemas operativos se les deben sumar el del modelo de negocios para la ciudad.  Se ha descubierto que la zanahoria con la que se convenció a los empresarios del transporte, en ese entonces, para que se sumaran a la solución Transmilenio fue muy generosa y Bogotá se quedó con un porcentaje muy bajito en las utilidades, con la obligación de construir y mantener la totalidad de la red de troncales  y una limitada capacidad de gestión por parte de la administración de la capital en el sistema.   Lo antes mencionado debe plantear al Alcalde y a los ciudadanos unos retos. Para el primero recuperar la equidad en los contratos con los operadores del sistema, el desequilibrio económico contractual de la ciudad debe ser corregido; segundo, definir de una vez por todas el diseño del sistema de transporte público y dejar esa hoja de ruta en funcionamiento y como solución a corto plazo  implementar cuanto antes el Sistema Integrado de Transporte (SITP) para que los pasajeros al menos no tengan que pagar pasajes adicionales por los transbordos que necesariamente van a tener que hacer, hasta que no se implemente una solución por la carrera Séptima y las otras obras complementarias. Los ciudadanos debemos aceptar que estamos utilizando un sistema de transporte público masivo para una metrópoli que fácilmente podría estar llegando a los ocho millones de habitantes, que conlleva algunas incomodidades, podemos mirar como acomodan a los pasajeros del metro de Tokio en las horas pico, de tal suerte que llevemos los reclamos a la justa medida.