“Los discos no suenan igual cuando otros los ponen a sonar… Al igual que la lectura escuchar música es una experiencia íntima e intransferible.” Eliseo Cardona Hay algo en el ambiente que tiembla, algo que rompe el silencio y escupe la soledad virgen de las horas y también la tan querida soledad de la cuadra. Un aparato electrónico, denominado picó, irrumpe altanero y grosero, y es espoleado por la inconsciencia y la manía insensible de la piel-armadura de un coterráneo de barrio, que cree que su pequeño mundo es el mundo de los demás. Esta confusión mundanal de las fronteras de los otros y de todos, cruzado y atravesado por la ignorancia pública del picotero, hace que éste invada, como un ejército extranjero, el espacio, el aire, la soledad y la intimidad vecina. Es un agravio a la respiración tranquila de todos, espina que atraviesa el cuerpo y el silencio de la cuadra. Algo extraño le ocurre a quien se cree dueño del aire y del espacio físico de los otros; quizás sea la espiga de una perturbación lógica, o el defecto marcado del aprendizaje deficiente de las matemáticas. Porque sumar es una operación de consecuencias y efectos interegolátricos, inferencias racionales de posibles eventos felices realizados por los demás. Y es que la suma conduce al talismán y al agua dulce del amor. Porque sumar tiene su lógica, igual el amor: la cordura del otro. Prender un picó a todo volumen es una pretensión que desarmoniza en el conjunto construido con los otros, una imposición de los gustos musicales del individuo al resto del mundo; un olvido triste de las razones de los placeres vecinos. Por eso el grito de la música, es la señal de la fuga del otro, la tortura que aniquila el silencio y la libertad de la conviviente alma vecina. El ruido es entonces, la bazofia de la voz de una trompeta, o de un piano herido. Y la razón atrevida tiene razones que la razón no entiende, un trabalenguas para congelar la incomprensión del picotero, pensando en comprender la estación terca de sus creencias. Un modelo de vida que dio vueltas alrededor del grito y el ruido y la conversa formación de un alma, que aspiraba, quizás en la infancia, a la melancolía y al arrobo del cielo. Pero el ciclo se repitió en los espirales de días y años amargos, hasta alcanzar la locura de los arbitrarios ruidos de los fines de semana, que enrarecen el barrio con el martirio sónico. Me gustaría que los vecinos comprendieran que mi casa tiembla, que el vidrio de mi alma sufre, que la nada invade mi estancia íntima, que la angustia desplaza el placer y algo empieza a surgir entre los dos, algo que nos separa como un río intrusivo y profundo. Me gustaría que los vecinos comprendieran que el aire no es absolutamente de ellos, incluso que el silencio no es un atributo exclusivo de los animales, que algo de ese misterio natural, nos pertenece a pedazos, a ratos, por cubículos y arquitecturas sociales, lo que no da lugar a violarlos con impunidad pública. Me gustaría que comprendieran que la música no requiere parlantes ni altavoces, sólo la serenidad del alma y el silencio imperturbable de todos, porque ni el barrio es una fiesta ni la música es sorda.