Seguí de principio a fin la posesión de Claudia López, como si se tratara de un partido de fútbol: saqué picadas, saqué cerveza y observé paso a paso los pormenores de la transmisión: la llegada en bicicleta de la alcaldesa al parque Simón Bolívar; el canto de Totó La Momposina; la rechifla de los concurrentes cuando se enteraron de que Iván Duque envió carta, pero no asistió, pese a que los organizadores habían cambiado la tradicional ceremonia solemne por un divertido pícnic al aire libre como carnada para que el presidente se acercara. Suponían que de ese modo se haría presente, guitarra en mano, para reclamar una cesta generosa en viandas y jamones, y una pelota con la cual jugar después.
Pero el presidente en ese momento se encontraba posando con lugareños en una playa de Cartagena, mientras en las redes reclamaban su presencia en Bojayá, como si no fuera peligroso: ¿no se dan cuenta, acaso, que a Bojayá regresaron 300 paramilitares esta semana, y que resultaba más seguro confinar al primer mandatario en Bocagrande? Lo imaginaba tendido al sol –el esqueleto del América, el bafle con canciones de Lucas Arnau, el abdomen embadurnado de bloqueador–, mientras aguantaba el asedio de los vendedores ambulantes: Lea la columna completa aquí