Las bombas explotaron poco antes de la media noche, justo cuando la rumba en Paddles y Sari Club, en la localidad de Kuta, comenzaba a tomar vuelo. Los dos sitios más in de la isla de Bali, repletos de ricos turistas extranjeros y sobre todo australianos, se convirtieron en un infierno. En sus llamas se consumieron no sólo 187 personas que perdieron la vida sino la industria balinesa del turismo, la principal fuente de ingresos de sus tres millones de habitantes. No sólo la magnitud de la tragedia hizo que la noticia le diera la vuelta al mundo. Como era de esperarse, todas las sospechas se dirigieron hacia el grupo Al Qaeda y su líder, el saudí Osama Ben Laden, el hombre a quien Occidente considera el máximo terrorista del mundo. No era difícil que ello sucediera pues desde varias semanas atrás el embajador de Estados Unidos en Indonesia, Ralph Boyce, había venido advirtiendo sobre la existencia de indicios de que un golpe terrorista de grandes proporciones se iba a producir en ese país. Pero los repetidos llamados del diplomático se encontraron consistentemente con una agria respuesta del gobierno de la presidenta Megawati Sukarnoputri, según el cual la actitud del embajador evidenciaba que era antiindonesio y antiislámico. Esa reacción se explica en el temor de reconocer que Indonesia, el país musulmán más poblado del mundo, sufre una aguda crisis política iniciada desde la presidencia de Abdurrahman Wahid, quien le dio espacio a los grupos islámicos más militantes en desmedro de las demás religiones, de las cuales el hinduísmo es la más importante. Para nadie es un secreto en Yakarta que Abu Bakar Baasyir, un confeso admirador de Ben Laden, quien según las autoridades malasias y filipinas es el líder del grupo Jemaah Islamiya, anda como Pedro por su casa por las calles. Fue necesario el atentado para que el gobierno de Yakarta aceptara que Indonesia se ha convertido en uno de los centros neurálgicos de las actividades de grupos afines a Al Qaeda, que florecen al amparo de la crisis interna de un país compuesto por 13.000 islas y varias culturas antagónicas. Y lo cierto es que el atentado de Bali podría encajar perfectamente en los propósitos de alguien como Ben Laden. Para el saudí sería un escenario ideal desestabilizar a Indonesia para encauzar a sus millones de musulmanes hacia la guerra santa. De hecho, Bali es una isla poblada en un 95 por ciento por hinduístas que ya muestran su ira contra los musulmanes por un atentado que podría dar al traste con su principal forma de ganarse la vida. Y está también el valor simbólico de destruir uno de los lugares más paradisíacos para los turistas internacionales, un sitio de lujo y placer al estilo occidental capaz de evocar para los fundamentalistas islámicos todas las perversiones del mundo cristiano. Por último, para algunos expertos el ataque de Bali, de confirmarse la participación, así sea indirecta, de Ben Laden, podría implicar un viraje en las estrategias de Al Qaeda. Si hasta ahora los objetivos eran principalmente de significado político o militar, el de Indonesia estaría dirigido a producir un efecto no sólo en esos ámbitos, sino sobre todo en el económico. Los recientes hechos de Yemen, en el que fue atacado un buque petrolero, y de Filipinas, en el que los bombazos se dirigieron contra centros comerciales, podrían ser la demostración. Pero, por encima de todo, los ataques de la última semana podrían ser una estrategia de Ben Laden para demostrar que su organización está viva y combatiendo. El comunicado atribuido a su autoría, en el que congratula a la "nación islámica" por los ataques recientes y menciona las amenazas norteamericanas contra Irak, podría indicar que el inminente ataque contra ese país sería respondido con actos de terrorismo alrededor del mundo.