Mónica Murcia cuenta detalles de la tragedia a SEMANA para el especial Palacio de Justicia: 30 años, 30 rostros. “Antes de venir a hablar me senté con mis hermanas a ver cómo cada una recordaba esos dos días de 1985. Somos cinco hijas. Hoy en día, tres médicas y dos abogadas. Yo soy la menor, y en ese entonces tenía 17 años. Era miércoles. Mi papá ya había renunciado a ser magistrado y ese día iba a entregarle la oficina a su reemplazo, Héctor Marín. Nunca iba a trabajar los miércoles, y ya no estaba yendo a trabajar en absoluto porque había entregado el puesto. Ese día, casualmente, tenía una cita con Marín a las 10 de la mañana, quien iba tarde. Estaba en la esquina del palacio cuando pasó lo que pasó. Mi papá lo estaba esperando adentro. Al principio no sabíamos mucho. Nadie sabía nada de lo que estaba pasando. Cuenta que estuvo escondido bastante tiempo en la oficina, tirado en el piso, junto a su secretaria. Se comunicaba con golpecitos en la pared con el magistrado Horacio Montoya. Mi mamá estaba completamente angustiada en la casa. Se reunió con las esposas de los magistrados, pero en esas las llamaron y les dijeron que todos sabían que ellas estaban juntas y podía ser peligroso. En televisión estaban pasando un partido de fútbol, así que la gravedad del tema no se supo sino hasta que empezó a incendiarse todo. Una de mis hermanas es médica, y en ese entonces trabajaba en el Hospital San José. Ella fue la que se dio cuenta de que el palacio se había incendiado. La angustia mayor era que a mi papá le faltaba una pierna y usaba una pata de palo para ir a trabajar. Él cuenta que cuando se tiró al piso la pierna se le zafó, y que en uno de los intercambios de balas, una golpeó contra la prótesis. Tuvo que quitársela. Cuando empezó el fuego se salió de la oficina con su secretaria y Horacio Montoya. En el camino se encontraron con Almarales, que los llevó al famoso baño donde murió Manuel Gaona. Almarales había sido alumno de mi papá. Lo hizo sentar en el inodoro, le prometió que a él no le pasaría nada. Le ofreció una fécula que comían ellos. Digamos que lo atendió bien, por decirlo de alguna manera. Mientras tanto en mi casa la angustia era total. Mi hermana mayor trabajaba cerca al palacio. Ella quería salir corriendo, atravesar la plaza. Obviamente no la dejaron. Otra estaba en el hospital, nunca quiso ir a la casa. Ninguno sabía nada de mi papá. Otra de mis hermanas vivía en Estados Unidos. La pobre veía todo en las noticias, y no era mucho lo que se le podía decir por teléfono. Las dos menores estuvimos siempre en la casa. Mi papá y Horacio Montoya pudieron salir del baño. Subían al cuarto piso cuando una granada le cayó a Horacio. Ambos cayeron al piso. Él alcanzó a decirle a mi papá que estaba herido, que estaba mal. Después murió en sus brazos. Eran muy amigos. Mi papá se quedó quieto, casi que con el cuerpo de Horacio encima de él. Pasaron los guerrilleros, con la culata del fusil lo empujaron y él se dejó rodar por las esclareas. Llegó a un sótano y se arrastró, no sabe con qué fuerzas, hasta el primer piso, donde estaba la salida. Allí se encontró con un soldado en cuyo rostro vio la posibilidad de salir con vida. Levantó las manos y gritó ‘Soy el magistrado Murcia, por favor no dispare’. Así fue que logró salir. Estuvo las 28 horas en el palacio. El 7 de noviembre no fui al colegio, mis compañeras del colegio y mucha gente estuvieron con nosotras en la casa, acompañándonos. En la radio se oyó que pedían muletas. En ese momento mi mamá y mi tía se encerraron en un cuarto a rezar, y mientras estaban allí –por eso dicen que todo es obra de Dios– salió mi papá. ‘Salió un señor sin pierna’, decían por radio. Luego Juan Gossaín lo reconoció y dijo ‘¡Es el magistrado Humberto Murcia!’. Lo llevaron a la Casa del Florero y luego al Hospital Militar. Mis hermanas mayores salieron hacia allá con sus batas blancas. Encontraron la forma de entrar a la sala donde estaban los magistrados sobrevivientes. Cuentan que deliraba, que decía ‘Ven, Horacio, corre, salvémonos’. A él no le pasó nada. Solo tenía heridas de esquirlas, pero estaba tan angustiado que la anestesia no le cogía. Estuvo allí hasta el viernes. Cuando yo lo vi lloré de emoción y de angustia. Durante todo el miércoles pensamos que mi papá estaba muerto. Si uno se pone a pensar, un señor con una sola pierna tenía cero posibilidades de vivir. La emoción cuando lo tuvimos de vuelta fue absoluta. No se me olvida cuando salió, no se me olvida cuando lo vi. Al año siguiente –yo estudiaba Derecho en el Rosario–, un día estábamos en clase y sonó algo arriba, como si soltaran un mueble. Él se metió debajo del escritorio. El resto de los alumnos lo vieron como algo chistoso, para mí fue muy duro. Se levantó y dijo ‘Qué pena, pero yo todavía no supero la angustia, no supero la toma’. Partió la vida de la familia en dos. Para mis papás ese es el antes y el después. A pesar de que han pasado 30 años, mi papá sigue prefiriendo que nosotros, y no él, contemos la historia”.