Este artículo forma parte de nuestra revista especial sobre la Comisión de la Verdad. Haga clic aquí para ver todos los contenidos. La paz más injusta, dice Erasmo de Róterdam, es siempre preferible a la más justa de las guerras. Tal aseveración pareciera advertir que todos los acuerdos de paz, y entre ellos los del gobierno colombiano y las Farc, están de tal modo diseñados que merecen reproches y deberían ser modificados para el beneficio no de los poderosos de un lado y otro, sino de los derechos de las víctimas. La sociedad civil, y en especial los sectores más injuriados por la violencia, casi siempre ha estado ausente de estos diálogos. Con todo, Erasmo es claro cuando anota que las legalizaciones de la paz, así estén plagadas de trampas legales, son mejores que la locura de la guerra. Y si bien es cierto que estos acuerdos firmados en La Habana fueron dando un espacio progresivo a la voz de las víctimas, es con la Comisión de la Verdad donde se espera que ellas tengan un espacio de reconocimiento. Hay un apunte de Hermann Hesse que es oportuno para entender esa suerte de paz que respiran los países que han salido de largos periodos de violencia. Dice el escritor alemán que, recuérdese, fue un pacifista en la línea de Erasmo, de Tolstói, de Gandhi: “La paz no es un estado paradisíaco, ni una convivencia regulada por un acuerdo. La paz es algo que no conocemos, que solamente buscamos. La paz es un ideal. Es algo indescriptiblemente complicado, amenazado, frágil, un aliento basta para comprometerla”. Convéngase en que Hesse tiene razón, al menos en la segunda parte de su aserto. Pero en lo que respecta a la forma de convivencia regulada por un acuerdo, podría rebatírsele si se piensa en lo que está pasando en Colombia. Porque resulta que la paz de ahora, aunque no es de índole paradisíaca, sí está modelada por las leyes. Valdría la pena preguntarse entonces: ¿qué tipo de paz es esta a la luz de los pensamientos éticos formulados por los grandes pacifistas que nos han antecedido? Probablemente ellos concluirían que se trata de una paz viciada. Si a ella la abordamos como noción venerable, transparente, honesta; una paz que, además, no solo ayude al progreso material de una comunidad humana, y respete su entorno natural, sino que reconforte espiritualmente a quienes han de vivirla, sería difícil enaltecer del todo los procesos de paz firmados en La Habana. En primer lugar, porque ellos han sido negociados por victimarios, y estos victimarios –el gobierno estatal y la guerrilla de las Farc– han sido ejemplarmente brutales. Se sabe también que estos acuerdos han sido legitimados por las leyes mediante el diálogo, y no a través de victorias militares. Aspecto plausible y que demuestra una cierta evolución mental en los guerreros colombianos. Sin embargo, una legalización así no nos exime de sospechar que nuestra paz, como todas las de este tipo que se han firmado, hunde sus pilares en aguas cenagosas. Y es que una paz negociada por asesinos no garantiza ninguna magnanimidad, salvo que entendamos su anhelo de paz y su contrición por tanto sufrimiento causado como una de las formas de esa perfectibilidad humana que las sociedades buscan. La paz, esa paz que se nos ha venido encima como un reto tremendo de cara al mundo, ante nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro, debe estar iluminada por la adquisición de un solo objetivo: no más retaliaciones militares. Y, en cambio, una voluntad general cuya aspiración sea una reconciliación que saque a Colombia del fango histórico de sus guerras injustas. Una paz que forje, ante todo, la consolidación de una cultura donde la política y la economía se abracen con el respeto hacia la naturaleza y un sentido genuino de la solidaridad humana. Porque una paz que siga sumiendo a tantas personas en la pobreza y les niegue apoyo a los más desfavorecidos, y se afiance en una economía que prefiere el oro y otros minerales por encima de la defensa del agua y el aire, es una paz débil. Le puede interesar: El arduo camino a la verdad Una literatura "pacífica" Por primera vez en la historia de Colombia hay muchas personas e instituciones que están trabajando para edificar esta paz. El precedente más cercano de un entusiasmo parecido fue lo que sucedió con la Constitución de 1991. Pero entonces esa constitución altruista –si Víctor Hugo la hubiera leído volvería a sonreír y calificar a los leguleyos colombianos como criaturas angelicales–, no fue suficiente para detener los demonios del paramilitarismo y la guerrilla, y para que no se diera la temible ventisca, insuflada por el narcotráfico, que habría de lanzar a este país a una época de gran penumbra. De ella, por supuesto, no hemos salido porque no hemos sido capaces ni de erradicar la inequidad social, ni la miseria material y espiritual, ni el narcotráfico, ni el paramilitarismo, ni las guerrillas, ni la corrupción, ni la impunidad, ni el miedo. Como vemos, Hesse tiene razón: la paz es un asunto demasiado frágil y complicado, más todavía en una Colombia como la que hemos edificado con tanta torpeza. La pregunta que, por lo tanto, me concierne en tanto escritor es: ¿cómo la literatura podría participar en esta confluencia de múltiples inquietudes desprendidas por el acuerdo de paz firmado en La Habana? Debe sustentarse en un credo que ha movido la escritura literaria más arrojadiza: ha de hundirse en zonas turbias. En el caso colombiano significa sumergirse en el pavor de la guerra de estos últimos cincuenta años, que es una consecuencia de la guerra de la violencia partidista, y esta de la Guerra de los Mil Días, y esta de las guerras civiles del siglo xix, y estas de las guerras de la Colonia y la Conquista. Guerras que han tenido, por lo general, como piedra de toque la repartición de las tierras y sus riquezas en manos de unos pocos. Porque la historia de Colombia y de América Latina no es más que la historia de esa distribución maltrecha de unos bienes que, en principio, deberían ser patrimonio de todos. Habrá que imaginar una literatura “pacífica” que rastree los vestigios traumáticos de tantas confrontaciones. Y esto debería ser así porque hay, entre nosotros, demasiados terrenos lóbregos que permanecen escondidos, o que se han ignorado a punta de la inveterada amnesia, o a causa de la inveterada represión estatal o paraestatal que hemos soportado. La guerra de la que el país está saliendo ha dejado cientos de miles de muertos y millones de víctimas y una naturaleza afrentada por los numerosos ataques de los bandos en pugna; y la inmensa mayoría de estas muertes siguen envueltas en una impunidad vergonzosa. La literatura debe entrar en esos territorios del desdén y el desprecio, de la ofensa y el salvajismo, para que luego, desde su recinto de palabras, pueda divisarse un horizonte de comprensión y perdón. Algo semejante es lo que la Comisión de la Verdad pretende hacer. Hay que reconocer, con David Rieff, que hay momentos en la historia de las sociedades en que lo mejor es practicar no la remembranza de un pasado tortuoso, sino un olvido sanador. Pero en nuestro caso, donde hay tantas víctimas que han sido despojadas de su dignidad con ensañamiento, nuestra obligación es más recordar que olvidar, más remover los escombros del ayer que ocultarlos o ignorarlos. Y debemos penetrar en lo abominable, no para enarbolar una parafernalia obscena, corriéndose el riesgo así de banalizar los tormentos, sino para rescatar, desde el ejercicio de la escritura y la memoria, al ser humano pisoteado. Le puede interesar: Víctima y victimario Todas las exhumaciones La literatura colombiana escrita en el siglo XX, ciertamente, no ha permanecido impasible ante esas coordenadas del vejamen. Empero, es a los escritores de hoy a quienes les corresponde prender una vez más la cerilla de la que hablaba William Faulkner. Esa cerilla cuya intención es alumbrar las tinieblas circundantes. Pero me permito precisar que esto habrá de hacerse para incidir, particularmente, en la sensibilidad de los lectores. No hay que escribir solo pensando en los llamamientos, en las protestas, en las cartas de los intelectuales, en los editoriales de los periódicos, sino para salvaguardar a la criatura humana. Hace poco hubo una petición de un colectivo no gubernamental. Sus integrantes exigían la apertura de los archivos del Estado colombiano para que la sociedad civil pueda hurgar en ellos. La tarea busca revelar lo que ocultan esos archivos. Así se sabría, además de la responsabilidad de los insurgentes, de la de políticos, de empresarios y de mandos castrenses en actos criminales, de las alianzas efectuadas entre unos y otros. Unos versos de Antonio Gamoneda me vienen a la memoria: “Pálidos judiciales: ¿qué sois, qué sostenéis ante los muros aborrecibles?”. Pues bien, la Comisión de la Verdad, en su ir y venir por los diferentes sectores que provocaron el conflicto armado o lo sufrieron, afrontará el develamiento de esas situaciones aborrecibles, y su labor será sacar de ellas la verdad que tanto necesitamos. Me parece que hay una literatura que, ante los episodios de gran violencia y el deseo de los regímenes de borrar sus huellas, se podría delimitar con esta frase: “Soy el lugar de todas las exhumaciones”. La frase es, en efecto, como un baluarte frente al panorama que enfrenta la paz en Colombia. Un horizonte de más de ochenta mil desaparecidos, una cartografía escalofriante de fosas comunes, una cifra de siete millones de desplazados internos y otro tanto de exiliados. Y en medio de este paisaje, enfrentar, porque esos eventos no se han clarificado, el fantasma del Palacio de Justicia, el del exterminio de la up y el de la aniquilación de jóvenes, llamada con lenguaje sórdido “falsos positivos”. ¿Y cómo olvidar la naturaleza, nuestra casa en común, para utilizar una expresión cara a Leonardo Boff y al papa Francisco? Ella, que representa la esencia femenina nutricia, ofendida sin cesar por las múltiples guisas de los mercenarios. Cuando se propone una exhumación de esta índole, se está entonces ante una vía que se inclina más hacia el respaldo de las víctimas que hacia el de los victimarios. Pero el asunto, en casos como la guerra colombiana, no es tan simple y más bien asume los rasgos de un enrevesamiento tremendo, porque hay victimarios que han sido víctimas y el odio es lo que los ha llevado a las armas. Una exhumación sin memoria y sin sanciones, no obstante, sería un acto fallido, por no decir inútil. Y lo que esperamos de la Comisión de la Verdad es que ella contribuya a que esta exhumación dolorosa conduzca a la reconciliación de que tanto urgimos, como individuos y colectividad, en Colombia. *Escritor. Autor de Tríptico de la infamia (2015), novela con la que ganó el Premio Internacional Rómulo Gallegos, y La escuela de música (2018), entre otros libros.