Este artículo forma parte de nuestra revista especial sobre la Comisión de la Verdad. Haga clic aquí para ver todos los contenidos. La voz me pregunta dónde me queda bien que nos veamos. “En cualquier lugar –le digo–. Incluso en tu casa”. Me contesta que por seguridad prefiere mantener alejada a su familia, que nos veamos por Ciudad del Río. Me parece bien. De los pocos lugares que conozco de Medellín, ese es uno. Al otro día, estoy en la ciudad. Nos hemos comunicado por mensaje de texto. “Ya estoy acá. En la entrada del museo”. Es él quien me encuentra. Segundos antes podía ser cualquier persona, pero el gesto lo revela: soy el único que busca a otro. Es pequeño, delgado. Su cuerpo denota agilidad. Pienso en el entrenamiento que habrá recibido, en las largas caminatas patrullando el país que sueña liberar. De necesitarlo, tendría todas las herramientas para someterme. “¿A dónde vamos?”, pregunta después de estrecharme la mano. Nos decidimos por el Crepes & Waffles de la esquina. Mientras buscamos una mesa, me fijo en sus cicatrices: un testimonio del fuego y del estigma que crearon los medios con su nombre. De entrada, asumo que son heridas de guerra, pero su cuerpo derretido es anterior. Una explosión en el Bloque 1 de la Universidad de Antioquia le quemó, durante una protesta, el 73% del cuerpo. “Usted veía de todo: encapuchados, estudiantes, profesores agarrados con la policía. Ellos tirando gases y nosotros tirando piedras, pí, pí, pá, pá. Y ocurrió una explosión. Fue el 10 de febrero de 2005. Ahí murieron dos muchachas: Paula y Magaly. Las dos estaban al lado mío. Yo recuerdo un cimbronazo, y ya, quedar ahí”. Lo llevaron al hospital, donde estuvo casi tres meses como “una momia”. Tras varios injertos y operaciones logró recuperarse, a pesar del veredicto de los médicos, que fueron claros con su madre: vaya y entierre a ese muchacho porque no vive. Pero vivió y volvió a su casa. Dos días después, la Fiscalía lo acusó de rebelión, terrorismo y hurto agravado, delitos cuyas condenas en esa época sumaban 38 años de cárcel. Eran los tiempos de las capturas masivas en las comunas de Medellín, de la Operación Orión. Eran días en que bastaba ser sindicado para pasar un tiempo largo en la cárcel, a la espera de una sentencia. Él pasó dos años en Bellavista. Fue capturado con otros muchachos en la Operación Álgebra I. Demandaron al Estado; lo obligaron a pedir perdón por una captura injustificada y a indemnizarlos con 400 millones de pesos. Pero de esa plata a él no le tocó un peso, pues el día en que salió en libertad ya andaba batallando. “Para ser franco, yo no conocía las Farc. El argumento de la Fiscalía era que habíamos salido heridos en una explosión de veinte metros de radio por estar manipulando bombas. Afortunadamente, a nosotros nos defendieron unos profes de la Facultad de Derecho. Agarraron a la Fiscalía y pum, pum: le dieron tres vueltas”, dice, como si esa hubiera sido la primera victoria de la lucha que había asumido de por vida. El proceso duró dos años, no así su presunción de inocencia. La opinión pública lo condenó y los paras hicieron cálculos. A su madre, varias veces desplazada, la sacaron de su casa. El único lugar seguro para él era la cárcel. En Bellavista lo pusieron en el patio de presos políticos. “Uno no se imagina que pueda existir un espacio en donde no entra la guardia; en donde a la entrada hay un Che grandísimo y está el escudo de las Farc y del ELN; en donde incluso forman militarmente. Yo pensaba mal de ellos, pero ahí me di cuenta de que realmente hay un compromiso político. Una gente disciplinada, estudiosa, autocrítica”. “¿En qué momento se volvió una opción para vos?”, le pregunto. “Hermano...”, suspira. Su rostro me recuerda al de un pit bull. Los ojos chinos, el mentón ancho delineado por una barba bien delimitada; lo noble en una cara que inspira respeto. “Al sentir el monstruo del Estado sobre mí y sobre mi familia, ver que yo era un muchacho que quería hacer las vainas a través de la música y de la academia y que estaba en la cárcel, dije: ‘Si esto es peleando, pues entonces vamos a pelear’”. Prohibido olvidar Pero su verdadera lucha ya había comenzado en 1998, cuando tenía trece años y se empezó a juntar con otros muchachos: raperos que componían con lo que veían en las calles de la Comuna 6 y otros barrios. Más que inventar, dejaban registro de lo que pasaba. “Hacíamos rima con la realidad”. Él tenía talento para eso. No venía de una familia de músicos, pero cantaba. “Y tín... Me vinculo con el hip hop”. Lo que no dice con palabras, lo dice con sonidos, como si hablara haciendo beatbox. “El rap viene de un proceso de resistencia de los negros en Estados Unidos. Y yo también empiezo a analizar esa convulsión social acá, a observar los problemas de los barrios. Donde yo vivía cuidaban las Convivir. Un día nos cerraron la casa de cultura en la que nos reuníamos. Nos mandaron decir: ‘Ustedes aquí no pueden entrar, no cuenten con ese espacio’”. Él, que tomó el nombre de Martín Hernández Gaviria, un estudiante de la Universidad Nacional, se hace llamar Martín Batalla. “Martín era como el papá de todos nosotros; un muchacho comprometido, serio y estudioso –me dice–. El trabajo que hacíamos era en las universidades, alrededor del tema político, académico y de derechos humanos. Nada violento”. A su amigo lo mataron en Castilla. Se hizo un entierro simbólico en la Universidad de Antioquia, y su rostro quedó en un mural en la Nacional. Él, por su parte, le grabó un tema que tituló “Martín Batalla”. “Es una afirmación: Martín Batalla vive, siente. Y estando allá arriba, decido ponerme ese nombre artístico para no olvidarlo. Del tema hicimos un video. Deberías verlo”. El video lo subieron a YouTube en 2009. El personaje principal es un amasijo de recortes: la cabeza, un sombrero vueltiao; el cuerpo, un grano de café con alas. También aparece el mural de Martín Hernández detrás de alguien con un cartel que dice “prohibido olvidar”. Martín Batalla entra a escena en el último tercio, flotando en un cielo verde. Rapea con gestos que a lo mejor aprendió de referentes como Wu-Tang Clan o Eazy-E. Es él, el estudiante que abandonó Filosofía y Derecho, el muchacho de la Comuna 6, el rapero. Al salir de la cárcel intentó seguir con una vida normal, pero su vida ya no era normal. Se había unido a las Farc y desarrollaba movimientos urbanos. Pasó un año y entonces se enteró de que se había emitido otra orden de captura en su contra. Ese mismo día se fue para el frente con la maleta que tenía puesta para la universidad. Pasaron diez años. La mesera del Crepes & Waffles nos trae los platos. Pienso en lo que me contó Martín unos minutos atrás, de cuando quedó disgregado con otros cinco camaradas por culpa de un enfrentamiento con el ejército. Pasaron dos meses escondidos. De no haber sido por un campesino que les subía plátano y yuca, no habrían sobrevivido y Martín no sería un excombatiente. “No me imaginaba una salida política para esto”, me dice en una de las zonas más gentrificadas de Medellín. “No, hermano. Yo me había preparado para no volver a la ciudad”. Martín se reagrupó en la zona veredal de Pondores. Allá comenzó su proceso de reintegración (algo que lo llevaría a ser amnistiado en el marco de la paz, razón por la que no ha sido llamado ante la JEP). Le hicieron una encuesta que incluía preguntas sobre lo que quería hacer en el futuro. Las opciones eran: enfermero, comunicador, escolta… Martín quería algo que no fue contemplado por ninguno de los bandos: artista. “Ojalá esto quede ahí grabado”, dice señalando mi celular. “Ni las Farc ni el Estado le han dado al arte la importancia que se merece. Con Inty, una compañera que es pintora, entendimos que la verdad iba a ser un escenario de disputa. El gobierno siempre ha mostrado una verdad oficial, y nosotros tenemos que relatar nuestra memoria, pero vamos a hacerlo a partir de las expresiones artísticas”. En el cd que me regala hay dos canciones que tienen que ver con eso: “Desenterrando memorias I” y “Desenterrando memorias II”. La primera cubre el lapso entre la Masacre de las Bananeras en 1928 y el nacimiento de las Farc en Marquetalia en 1964; la segunda narra el conflicto desde los años cincuenta. De ambas canciones hay video en YouTube. En “Desenterrando memorias I”, Martín aparece uniformado, una imagen que comprueba que el hombre que tengo al frente fue un soldado. En el otro aparece en el Cementerio Central de Bogotá. De un video a otro, Martín pasa de la guerra a la ciudad y vuelve a ser testigo de esta. Su música no promete objetividad. Por el contrario, ofrece una versión sincera. Narra la historia de las Farc y su experiencia, pues a Martín le ha tocado la guerra desde niño. Su música lo vuelve cognoscible, una persona más que almuerza un domingo en el mamm. De la sombra a la luz Martín me cuenta que en Pondores convirtieron una de las casas en un estudio de grabación poniendo colchones contra las paredes. “Estábamos ahí y empezamos a escuchar las ranas, los alcaravanes, un poco de sonidos de la naturaleza. Y se nos ocurrió: vamos a grabar eso para meterlo. En esa canción, las ranas del campamento son las que empiezan”. Pero ocho años antes, Martín debía pedir permiso para hacer música. “Robarle tiempo a la guerra”, dice. No le molestaba porque sabía que esa disciplina militar era lo que lo mantenía vivo y porque ellos le tenían confianza. El comandante le daba la autorización y él se alejaba. El ruido del campamento no le permitía grabar. Caminaba unos minutos selva adentro, se ponía los audífonos del mp3 en que tenía las pistas, ponía rec y rodeaba la grabadora con sus manos, como si necesitara calentarse. Entonces, sus palmas eran el estudio de grabación. En ninguno de los temas del álbum se oyen interferencias, pese a lo que señala la carátula: “Las canciones realizadas entre 2008 y 2017 fueron escritas, grabadas, producidas y mezcladas en las montañas de Colombia en los campamentos de las Farc-ep”. Los temas tienen un sonido bastante aceptable, si se tienen en cuenta las condiciones. No hay ruido de fondo y, por lo mismo, el lugar donde fueron grabados ha sido borrado de las pistas. Además de la radio, hacía Resistencia, una publicación de las Farc. Según él, contaban con la tecnología para robarle la señal a la radio del ejército y transmitir encima de esta; incluso hizo páginas web para las Farc en Publisher. En ese computador editaba los audios de voz de Resistencia y, por supuesto, sus temas. Trabajaba después de prestar guardia. Se encerraba en una carpa negra para que la luz no alertara a nadie. “Siempre he sido vampiro que trabaja en la noche”, me dice. De a poco ha salido de las sombras. Lo he escuchado por casi tres horas. Aún no se siente seguro en la luz. Cada vez que dice “Farc”, baja la voz para que los comensales no se alerten. También ha confundido los tiempos verbales. Por momentos habla en presente, como si una parte de él siguiera en el Frente 36. Me cae bien y creo que le caigo bien. No soy el único: “A mí me han dicho: ‘Cuando usted dijo que era de las Farc, yo lo odié. Pero cuando usted empezó a cantar, yo reconocí en usted a ese otro ser humano’”. Al final de nuestra charla le digo que lo entiendo. Horas después, en mi casa, me doy cuenta de que me ha quedado sonando algo que dijo: “El plan del gobierno es derrotar a las Farc en 2022; el proceso de paz es una estrategia para que las Farc no existan, ni siquiera políticamente. Pero nosotros tenemos otros planes”. El tiempo dará sentido a sus palabras. El tiempo y quienes escuchamos. Pues el monstruo ha salido de la selva y habla nuestro idioma. En el video de Desenterrando memorias II, Martín Batalla aparece en una tarima en la Plaza de Bolívar. Es 2016 y denuncia con rabia el dolor de sus muertos. En una mano sostiene el micrófono y con la otra rodea el cuello de un Alfonso Cano de cartón. La policía custodia la tarima. Martín Batalla da su testimonio en el ombligo del sistema que quiso derrocar. Detrás está el Palacio de Justicia; a la izquierda, la Catedral Primada de Bogotá, y al frente, el Congreso. Lo escuchan algunos curiosos y otros que cargan símbolos guerrilleros. Lo parece escuchar también la estatua de Bolívar, figura épica de la historia oficial de Colombia. Otra figura subversiva, dos siglos atrás. *Escritor. Autor de Nadie grita tu nombre, libro con el que ganó el Premio Nacional de Novela Nuevas Voces Emecé-Idartes en 2017