Me inquieta que haya gente que pueda hacer las cosas sin terror. Caminar por los pasillos de un hospital, así sea para asistir a la revisión médica más rutinaria, terminar sobre una camilla cubierta con una sábana muy delgada color azul, con un estetoscopio helado en la espalda y los dedos largos y grises de un médico en la garganta. Llamar desde Skype. Ver cómo las nubes oscuras y cargadas se toman las cimas de las montañas como si fueran garras de algodón. De repente el mundo se hace impenetrable. O ver caer el sol. Oír silbidos en las cañerías, el agua que hierve en la estufa, los pasos de una paloma extraviada en el techo. El terror es un sentimiento natural porque es evidente que todas las cosas están vivas, como está viva la almohada cuando el sonido del propio corazón se abre paso entre las plumas. Veo gente que puede manipular linternas en la más profunda oscuridad sin temblar, sin que el haz de luz que cava un túnel en lo negro los haga estremecerse en lo más mínimo. No sé cómo hacen. Es como encontrar ropa tirada al lado de la cama y no pensar que ese montoncito arrugado en el suelo es un espectro encogido y vacío esperando por un cuerpo que pueda animarlo, una especie de cascarón que nos recuerda que ahí dentro había algo y que ahora ya no hay nada. El terror envuelve las cosas con su aliento y desde ellas nos llega entonces una clave intermitente, una respiración que se agita también en el cuerpo flotante que duerme sobre la cama y que en la mañana animará los restos de ropa hueca arrumada, quién sabe cómo, porque todo cuerpo durmiente es también un espectro desanimado, solo que a otra escala. Al menos en mi caso, el terror puede irrumpir siempre de manera inesperada en el trato con los objetos cotidiandos, incluso a plena luz del día. A lo mejor es culpa de mi imaginación exaltada.

Pero el terror puede no tener que ver nada con la exaltación. En su forma más permanente aparece más bien como un sentimiento sosegado, silencioso y tranquilo. Es tan fundamental y estructural que vive en nosotros como nuestro esqueleto. Aparece como nuestra más íntima compañía anímica, la base soluble en la que se disuelven todos los demás sentimientos. Incluso el sentimiento de futuro, iridiscente y de colores transparentes, se sostiene sobre el fondo opaco del terror. Todas las emociones que forman una vida humana se diluyen en esta especie de río afectivo primitivo de nuestra existencia. Por eso creo que no hay afección alguna que no esté compuesta, aunque sea en un porcentaje bajo, por algo de terror. La concentración de terror en nuestros afectos fluctúa. Pero nunca es igual a cero.

Por eso resulta extraño que el terror haya llegado a territorializarse hasta quedar cercado dentro de un género. Como si solo pudiéramos encontrarlo en los libros y en las películas “de terror”. O en esos lugares de los parques de diversiones que se llaman –si es que todavía existen– casas, o castillos, o cuevas, o mansiones del terror, donde se alojan suspiros, gemidos y cadenas arrastrando el peso de lo invisible, y en los que, por razones obvias, me fue siempre imposible entrar, como tampoco podía soportar ver el video del primer hombre caminando sobre la Luna. Estaba segura de que dentro de ese traje de astronauta no había nadie, solo un radio emitiendo una voz metálica arañada de interferencias.

La literatura gótica es tan pregnante y universal porque ilumina el afecto que colorea todos los paisajes y que sopla en los resquicios de las almas de los vivos y los muertos. El terror no es un género. Es la tabla sobre la que hacemos la taxonomía cotidiana de nuestras pasiones y nuestras afecciones. Es lo que está antes de todo género y de toda especie emocional. Es nuestra primera y última determinación sentimental. La emoción primigenia y primera. Y no está nada mal sentirlo. Es una buena señal. La señal sonora del transistor oculto en el fondo de todo lo que existe.