En la extensa charla que tuvo Álvaro Uribe con el padre Francisco de Roux y otros miembros de la Comisión de la Verdad, el exmandatario relató uno de los momentos más dolorosos de su vida: la tarde del 14 de julio de 1983 cuando las Farc asesinaron a su padre, Alberto Uribe.
El expresidente habló del dolor que él ha llevado toda su vida por cuenta de la guerra. “Yo nací en medio de la violencia política, me crié en el suroeste de Antioquia. Mi llegada al uso de razón es oyendo esos asesinatos de la violencia política, viendo a mis padres desesperados por eso, a mi madre luchando por la paz que traería el Frente Nacional y por los derechos políticos de la mujer. Nos tocan todas las violencias en el campo, en la vida universitaria”, dijo al iniciar su relato ante al padre De Roux.
Vea la conversación del expresidente con el padre De Roux
El exmandatario le reclamó al presidente de la Comisión de la Verdad, quien en el inicio de la conversación aseguró que “el dolor que hemos vivido ha sido muy profundo y es lo que nos trae a esta conversación”. Ante esa reflexión, el expresidente contestó: “mi familia es víctima aunque nunca se ha declarado como tal, cuántas personas han asesinado estando a mi lado, cuánto dolor me ha causado eso.... aquí advertencias de dolor no tenemos qué hacer”.
“A mí no me tienen que pedir que sienta dolor porque la vida me lo ha hecho sentir”, agregó el expresidente. Relató que ese día el vio a su hermano al borde de la muerte pues “una bala de fusil le atravesó un pulmón”, mientras su hermana se salvó porque una maestra la escondió en la escuela.
El expresidente no suele hablar en sus actos en la vida pública de sus tragedias personales. Pero mencionó lo que vivió en esta conversación en su finca en Rionegro para explicar que él a su vez también ha sufrido los estragos del inclemente conflicto armado del país.
Lo había hecho en una oportunidad en su libro ‘No hay causa perdida‘, que publicó en el año 2012.
“Amaba a mi padre y lo extraño todos los días”
“Mi padre fue asesinado en la tarde del 14 de junio de 1983 durante un intento de secuestro. Le dispararon dos veces; una en la garganta y otra en el pecho, el disparo que lo mató. Tenía 50 años. De acuerdo con los testimonios de nuestros vecinos y de los trabajadores de Guacharacas, el crimen fue cometido por cerca de 12 hombres del llamado frente 36 de las Farc. Esa noche creímos que los sicarios habían secuestrado a mi hermana, pero para nuestro alivio descubrimos que una profesora la protegió por varias horas; la lealtad hacia mi padre la llevó a arriesgar su propia vida. Santiago permaneció varios días en estado crítico en el hospital; fue un milagro que hubiera sobrevivido. Los criminales responsables del ataque nunca fueron capturados.
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Quienes conocieron la amabilidad y la generosidad de mi padre lamentaron la tragedia y cerca de 10.000 personas de todo el país asistieron a su entierro. En mi familia su asesinato tuvo, a través del tiempo, consecuencias desgarradoras e impredecibles: Jaime –el único hermano a quien la gente solía describir como el heredero del sentido del humor y la alegría de vivir de mi padre–, incapaz de aceptar su muerte no volvió a ser el mismo; murió de cáncer de garganta en 2001. Mi medio hermano Camilo creció sin su padre: solo tenía diez meses en el momento del asesinato. En el entierro, mi esposa Lina se sintió mal; días después nació nuestro segundo hijo tres meses prematuro y con muy pocas probabilidades de sobrevivir. Trece años después llegó la tragedia final a Guacharacas. El 25 de febrero de 1996 –yo ejercía entonces como gobernador de Antioquia– militantes del Ejército de Liberación Nacional (ELN) irrumpieron en la finca y quemaron la casa. Unos días después un trabajador que había crecido en la finca y amado a mi padre nos propuso quedarse en la propiedad y hacerse cargo de lo poco que quedaba. Le dijimos que sí. El ELN lo mató el 31 de mayo de ese mismo año.
Amaba a mi padre y lo extraño todos los días. La tragedia de Guacharacas marcó en mi vida personal y profesional un punto de quiebre cuya influencia tal vez sea inconmensurable. Pero no en la forma en que muchas personas afirman. En ocasiones se me ha descrito como una especie de Bruce Wayne suramericano: un niño privilegiado que juró vengar la muerte de su padre asesinado por unos bandidos. Dispuesto a hacer pactos con el diablo y a tolerar todo tipo de abusos con el fin de llevar a cabo mi “misión” sin importar el precio, entré a la política y llegué a la Presidencia –según quienes así piensan– para vengarme de las Farc y de todos los grupos de izquierda.
Recomendamos: Lina Moreno, la gloria y el dolor de la exprimera dama Debo admitir que esa interpretación, si bien es falsa, no es del todo irracional si se tiene en cuenta el pasado de Colombia. Muchos de los capítulos más tristes de su historia se han escrito con la sangre de aquellos que buscaban vengarse. Desde las guerras civiles del siglo XIX hasta la Violencia de la década de los cincuenta y, en los últimos tiempos, las muertes generadas por el narcotráfico, muchas milicias y grupos armados han engrosado sus filas con personas que tomaron las armas para vengar a un padre asesinado, una hermana violada, un familiar o amigo al que robaron sus tierras. También viví tan dolorosa tragedia y sentí la intensidad de las emociones que produce, en particular la rabia. Creo que quienes sufren una pérdida por causa de la violencia tienen que tomar una decisión y que la mayoría de los colombianos optaron por tomar el mismo camino que yo seguí. (…)
En 1983 cuando mi padre fue asesinado, yo tenía 30 años. Comenzaba a ascender en la vida pública: había desempeñado ya varios cargos, entre ellos el de la Alcaldía de Medellín. (…) En los años siguientes hablé lo menos posible del asesinato de mi padre. Fui elegido concejal y senador, llegué a gobernador de Antioquia y luego a presidente de Colombia, y muy rara vez mencioné a mi padre en discursos y reuniones.
Quería evitar que mi imagen pública fuera asociada con una idea de martirio o con la falsa impresión de haber incursionado en la política motivado por la tragedia familiar. En una entrevista concedida después de dejar la presidencia de los Estados Unidos, George W. Bush anotaba que en ninguna de nuestras múltiples reuniones se había mencionado el tema de mi padre. Creí suficiente decirle que soy uno de los muchos colombianos que ha sufrido por culpa de la violencia”.