No escapó al cliché de las vanidades, lujos, excentricidades y mujeres bellas de cualquier capo. Carlos Lehder, el narcotraficante que fraguó junto con Pablo Escobar el cartel de Medellín, se confesó en su más reciente libro de Penguin Random House, que conoció en primicia SEMANA, y que tituló Vida y muerte del cartel de Medellín.
En un relato profundo, cargado de anécdotas y más de un secreto, develó sus caprichos, que van desde lanchas, aviones y hasta una isla en las Bahamas, Cayo Norman, un islote paradisiaco y famoso de más de 3 kilómetros cuadrados, que terminó inundado de coca y fue celestino de centenares de faenas y escenas de sexo y licor.
El lugar –donde se resisten a desaparecer los restos del avión Curtiss C-46, una de las aeronaves más grandes del mundo, de propiedad de Pablo Escobar y que se hundió al no poder aterrizar con cocaína en Norman–, estuvo a disposición del cartel de Medellín y por allí, tras la orden de Lehder, pasaron innumerables cargamentos de droga que tenían un único destino: Estados Unidos. Lehder, en su libro de 416 páginas que ya está a la venta en las librerías del país, conserva su memoria prodigiosa.
Recuerda, por ejemplo, la flota de aviones de su propiedad y las pistas de aterrizaje que improvisó en distintos lugares del país y Latinoamérica y que, en algunos casos, se resisten a desaparecer entre el olvido. En más de una oportunidad –narró– burló a la justicia. Lanzó desde una aeronave 30.000 volantes con 60.000 dólares en billetes de todas las denominaciones con propaganda contra la DEA, que lo buscaba como aguja en un pajar. Una avioneta de matrícula HK342 formó parte de sus vehículos aéreos.
Su primer dueño –lo dijo sin recelo– fue el expresidente Gustavo Rojas Pinilla. Entre sus pertenencias lucía su pistola Browning 9 milímetros, una de las más sofisticadas de la década de los ochenta, y es fiel seguidor de los artistas musicales Iron Butterfly, Janis Joplin, Carlos Santana, Led Zeppelin, Pink Floyd, los Rolling Stones, entre otros. Los vallenatos nunca han estado entre sus preferencias.
Se ufana de los clósets de su apartamento en Estados Unidos que, sorpresivamente, pasaron de guardar ropa a proteger la droga y maletas de dinero. Igualmente, de prestarle una limusina Mercedes-Benz 600 a Pablo Escobar Gaviria, que lo movilizó hasta el Congreso cuando se posesionó como representante a la Cámara. Sus amoríos eran casi proporcionales a su poderío en el mundo del narcotráfico en Colombia.
En el libro, por ejemplo, habla de algunos de sus deseos desenfrenados que lo llevaron a cometer locuras y también lo sometieron a más de una desilusión. Melody fue una de ellas. Una mujer con voz de reina –como la describe–, casera, discreta. “Discreción y bajo perfil eran mi consigna: cero clubes, cero discotecas: fumábamos hierba, tomábamos ron y los astros musicales siempre estaban arrullando nuestros oídos”, narra. La conquistó en Nueva York, su tierra de origen, y la llevó a vivir a Miami, donde él coordinaba la llegada de droga.
“Convencí a mi novia neoyorquina, Melody, para que viniera a disfrutar las playas de Miami por unos meses. Pronto la recogí en el aeropuerto y nos instalamos románticamente bajo el mismo techo una vez más, ya no en un cuarto alquilado en una casa de Long Island, como cuando vivíamos juntos en mis años juveniles en Nueva York. Ahora disfrutaba de una espléndida vista del océano Atlántico con ella, que había sido mi amiga preferida”, relató.
Melody era experta en gestionar permisos de viaje. Y tras acompañarlo a Canadá, Estados Unidos y La Habana, huyó de los encantos de Lehder porque no compartía el negocio del narcotráfico. Se refugió con su familia en Nueva York.
Frustrada luna de miel
Esperanza, una bellísima y dulce jovencita, fue otra de las mujeres que le robaron el corazón al colombo-alemán. “Aterrizó mi helicóptero en una de las casas del río, con Beltrán y la bellísima y dulce jovencita Esperanza a bordo. Su cariñoso saludo y el plácido tono de su acento paisa en unos labios tan perfectos me recordaban mi juventud en los clubes de Armenia”, narró. Fue un nuevo amor a primera vista, reconoció.
“Rápidamente, nos acomodamos en una acogedora casa, donde nos atendían la cocinera y la camarera. A las seis de la tarde apagábamos la planta eléctrica y continuábamos nuestro romántico esparcimiento a la luz de velas y lámparas Coleman. El idilio se prolongó por un mes. Recorríamos las veredas juntos, a caballo o en moto, con dos guardias motorizados, equipados con radioteléfono y con sus armas listas”.
Fabio Ochoa –otro fundador del cartel de Medellín– “me había enviado desde Antioquia doscientas yeguas que le pedí que me vendiera, pues quería que se reprodujeran. Esperanza, hija del ganadero, recorría el territorio con la confianza de una buena chalana. Era valiente, no le molestaban mis armas. Yo las mantenía constantemente cerca de mí, acostumbrado a vivir con el temor de que en cualquier momento llegaría la policía a buscarme”, dijo.
El cuadro amoroso no duró mucho. “Más temprano que tarde, Esperanza amaneció con dolor de cabeza y después de haber desayunado vomitó todo lo que había ingerido. Se sintió un poco mareada y la recosté en la cama. Noté al rato que sudaba mucho, demasiado, y más tarde le comenzaron los escalofríos. Las muchachas entraron a verla, le examinaron los brazos y las piernas, y encontraron que tenía varias picaduras de zancudo enconadas”, escribió. “–Don Carlos, creo que a la señora Esperanza la cogió la malaria; eso es una semana de malestar –me dijo una de ellas. Yo sabía que el llanero es casi inmune a la malaria por sus fuertes e innatos anticuerpos, que Esperanza no tenía”.
Pidió a uno de sus hombres que llamara una avioneta para devolverla inmediatamente a Armenia. “Un comando de venenosos zancudos me había arruinado mi luna de miel. Descorazonado, la subí al pequeño avión y, cubriéndola de besos, le juré amor eterno”.Volvieron a encontrarse con el paso de los meses. Y Esperanza, ya embarazada, tuvo que partir con los días en un vuelo comercial con destino a Managua, luego viajó a Panamá y por último a Medellín, donde la recibió su familia. Problemas de seguridad fueron, entre otras, las razones. Él se refugió en El Venado, una hacienda más inhóspita y lejana que Airapua, en el Meta.
“Mi Lulú”
Dentro de su vida amorosa, Lulú, otra de sus mujeres, marcó su existencia. “Era la primera que no jugaba a ser princesa en su castillo, sino que madrugaba a administrar la casa y a todos los empleados. Conocía toda mi ropa y zapatos, mis gustos y necesidades de vestimenta, todo lo tenía listo de antemano. El mercado era exactamente lo que ella necesitaba para su menú, era maestra en la cocina”.
Su carro preferido –narró Lehder– era un Porsche, y ella revisaba cada mañana que estuviera impecable por dentro y por fuera. “Su nariz perfecta y sus hipnotizantes ojos castaños me prodigaban intenso cariño. Sus preciosas facciones, adornadas por su brillante cabellera castaña, eran todo para mí”, describió el entonces inmensamente enamorado. Pero la relación cambió de rumbo cuando él empezó a notar comportamientos extraños en la mujer. Y después de espiarla por medio de su esquema de seguridad, se encontró con una temida verdad: estaba consumida por la droga.
“Patrón, ya resolví el caso y no tiene que pagarme nada. Su señora no tiene un amante, sino un vicio: fumar bazuco. Eso me lo dijo así, a secas. No sentí una patada en el estómago, como se dice popularmente, sino una patada en el corazón”, describió. La mujer terminó recibiendo tratamiento.
Su lista de enamoradas es larga. Y está Ojitos, a quien él describe como una mujer que conoció mientras estuvo en Bahamas, que navegaba y lo hacía bien. En medio de sus desenfrenadas locuras, ella quedó embarazada. Y él, a sus 30 años, esquivando la paternidad, prefirió que ella se marchara a España a tener a su hijo, del que no tiene noticias.
Lehder vive hoy en Alemania, su segunda patria, que lo recibió tras pagar su condena de 33 años en una cárcel estadounidense.