Discutiendo la memoria, acabando con la verdad. Pocas personas discuten la importancia de estos tópicos en el entendimiento de la historia del conflicto armado no internacional colombiano (Canic); sin embargo, esto que es un logro ha venido a ser piedra de tropiezo, ya que su mal manejo está precipitando a un problema mayor al que se propuso solucionar.
No existe la verdad. Lo verídico es relativo y depende de la perspectiva del observador, máxime en un conflicto donde los conocimientos, los intereses y las capacidades no son los mismos para todas las partes. ¿Conoce lo mismo un general que un soldado, pese a que participan en la misma guerra? ¿Tiene la misma responsabilidad un guerrillero reclutado en zona rural a los 15 años, que el comandante guerrillero que lo seduce con bulo? Por supuesto que no, por lo que la realidad es un cúmulo de perspectivas, singularidades y subjetividades en el cual el valor de la verdad puede ser fáctico o relativo.
Así entonces, partimos del hecho de que la historia no es un hecho unívoco inmaculado, sino que ella esconde intereses y posiciones, en las que se engrandecen, exaltan e inmortalizan hechos y personajes; en otros casos, sepulta con olvido y desolación.
Al final, es un relato que reposa en la conciencia de la sociedad y vive en la medida que es reproducido; he ahí la trascendental batalla. Por lo general, esto es difícil de apreciar en lo coyuntural, pero es un hecho que se hace más evidente con los años.
Colombia posee cientos de ejemplos, que en su coyuntura histórica no se discuten por lo evidente, pero que con los años pueden ser reevaluados, reinterpretados y reformulados.
A nuestro gusto, un buen ejemplo es la mal construida retórica del caso de la toma del Palacio de Justicia a manos del M-19, del cual se ha construido toda una narrativa judicial, política e histórica en torno a la retoma del Palacio y a las infracciones al DIH por parte de las autoridades, y, tras de ello, se ha ocultado o invisibilizado el hecho primigenio: la toma misma a manos de un grupo armado ilegal que desembocó en la muerte de decenas de personas y la destrucción de valiosísima información, en un momento neural de nuestra historia contemporánea.
De manera pues que estamos ante una auténtica batalla por la memoria y la historia, en la cual se adoptan posiciones, se defienden relatos y se acallan otros. En teoría, esto no debería suceder, porque se supone que está en manos de la academia y del método científico; sin embargo, esto no es completamente fiable.
Por el contrario, una buena parte de los investigadores sociales ha sucumbido a la presión y la seducción de la política y la ideología, conllevando a la construcción de cientos de documentos que son una espantosa aplicación de métodos investigativos, muchos de ellos aunando esfuerzos para la consolidación de narrativas. Es decir, no se investiga para esclarecer, sino que se trabaja para comprobar tesis previamente construidas.
Así pues, en este, como en muchos otros casos, la academia y los académicos tendremos mucho que explicar en el futuro, porque con intención, o no, se ha facilitado la apología al odio y la instigación a la guerra. Sin embargo, eso será un tema que no podrá trabajar la ciencia política actual, sino que será tarea de los historiadores del futuro.
La crisis de las instituciones. En las últimas décadas se han creado diversos centros de pensamiento, organizaciones, programas universitarios, diplomados y conversatorios alrededor del asunto de la historia-memoria, tantos que aturden y copan el intelecto. Sin embargo, sobresale el trabajo de entidades públicas que han sido constituidas con recursos públicos, como el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), la Unidad para las Víctimas y la Comisión de la Verdad (CEV), que ciertamente han brindado un resultado agridulce con logros relativos y acciones reprochables.
Su principal logro ha sido gestionar recursos y esfuerzos para estudiar un tema oculto, tradicionalmente minimizado y pormenorizado, y desde una perspectiva académica responder a millones de víctimas al proporcionarles voz y espacio.
No obstante, y pese a que en principio la apuesta y el mandato son claros y sencillos (esclarecer lo sucedido en el Canic, a partir del estudio de sus causas, actores e implicaciones en la sociedad, particularmente desde el eje central de las víctimas como argumento para promover una catarsis social que evite repeticiones de la violencia en el futuro, que hasta ahí el objetivo es loable), el problema es que el camino a la redención es sinuoso y la tarea se enredó en medio de las espinas del camino, precipitando una estela de duda sobre sus resultados y un sinsabor de fracaso difícil de ignorar.
Fortín político y no académico. Quizás el mejor resultado es el que deja a todos insatisfechos, aunque, para el caso de la CEV y el CNMH, su trabajo se volvió más una extensión del debate político que un refugio de la academia. Desafortunadamente, los directores de estas entidades, sin excepción, han trabajado más con ascendencia política que social. Particularmente, para el caso del CNMH, es una dependencia directa del Ejecutivo, por lo que su designación corresponde a la línea política del gobernante y a su visión política del pasado. Para el caso de la CEV, aunque la elección de los comisionados fue independiente y autónoma, no fue garantía para la idoneidad de los funcionarios. Así, en ambos casos, el trabajo se contaminó con las mismas aguas y se dejaron cautivar por el canto de sirena de lo político, y lo que es más grave, por las inclinaciones personales de la ideología, por lo que lentamente llevaron el debate a la esquina de sus postulados e intereses y se alejaron de la ecuanimidad.
Problema metodológico. Si bien estas entidades están compuestas por excelentes profesionales, en su dirección se concentran sus más gravosos males, y pese a que en el Canic presenta una infinidad de temas por estudiar y esclarecer, y aunque existe una importante cantidad de escritos, libros e investigaciones con múltiples y diversas teorías (orígenes del conflicto, actores armados, decenas de hitos, víctimas-hechos victimizantes), el problema no es ¿qué estudiar?, sino ¿por dónde iniciar? y ¿qué priorizar?
Aquí viene el lío en el asunto, ya que todo proceso de selección implica una exclusión implícita, que lleva a que unas cosas sean profundamente estudiadas y otras completamente olvidadas. Por lo general esta selección ha estado condicionada por el carácter de los dirigentes que ante esta diatriba deciden optar por los temas que según sus intereses son los más relevantes, particularmente obedeciendo a los intereses del gobierno de turno o de la línea política de los comisionados.
Este problema ha sido notorio en los últimos dos períodos presidenciales y en el actual se ve agudizado.
Unos exaltados, otros acallados. Producto de lo anterior, algunas veces de forma arbitraria, otras de forma calculada, o por impericia, se han estudiado algunos temas y se han olvidado otros, lo que lleva a que se sobreestudien algunos casos, como los de infracciones al DIH de agentes de Estado, procesos sindicales y de luchas sociales, paramilitarismo, orígenes del conflicto, entre otros que, si bien son pertinentes, no son exclusivos y conducen a una verdad parcial presentada como única y oficial.
Esto se extiende en el proceso de reconocimiento y exclusión de los afectados, imponiendo un discurso vedado de víctimas de primera y segunda categoría; ni qué decir las que han sido olvidadas e invisibilizadas, donde dependiendo del actor o perpetrador se tiene más o menos mérito, o se es más o menos víctima.
Particularmente, hemos visto de primera mano cómo se ha excluido conscientemente a las víctimas de las Farc-EP y de las guerrillas de las matrices de análisis, o el ya conocido caso de las víctimas pertenecientes a la Fuerza Pública, que pese a ser reconocidas oficialmente, algunos académicos y funcionarios relativizan su condición o existencia, ignorando el principio fundamental y con ello su carácter humano.
Los números no lo son todo. Recientemente presentamos una ponencia en el doctorado de justicia transicional en la Universidad McMaster sobre los problemas metodológicos en los procesos de escucha oral, ya que se ha querido construir una verdad detrás de las cifras y los volúmenes, particularmente en las entrevistas a las víctimas.
Partamos de que escuchar a los afectados per se no es un problema, por el contrario, es lo más valioso de todo este proceso; sin embargo, en ello se ha caído en varios vicios.
De primera mano, hemos presenciado cómo se hacen convocatorias dirigidas a grupos exclusivos de víctimas, particularmente del Estado; se prohíbe la entrada a otros grupos de víctimas a los eventos públicos; se limitan las convocatorias; se concentra el trabajo en determinadas zonas o regiones, por lo que las convocatorias son más homogéneas que diversas y en las que se concentran argumentos en contra del Estado y sus agentes, mientras se censura la crítica a los grupos armados ilegales.
Profundo debate hay que hacer a muchos “líderes” que se refugian tras oenegés que han instrumentalizado y monopolizado el debate, promoviendo en algunas regiones una endogamia organizativa, o redes de cientos de organizaciones, algunas ficticias, para crear una falsa percepción de unidad, pero que en el fondo desdeñan la discusión o la diferencia, entre otras, para beneficiarse de los recursos del posacuerdo.
Adicional al problema de las convocatorias, está el vicio en la construcción de cuestionarios, formulación de preguntas y construcción de conclusiones.
Hemos presenciado cómo muchos investigadores (algunos de ellos que vienen de procesos políticos) consiguen contratos en entidades públicas y su trabajo se convierte en la extensión de sus ideas y precondicionamientos político-ideológicos, y hacen una evaluación de las víctimas y de sus relatos con base en su agenda y la imposición de una narrativa particular.
En ese proceso, de forma dolosa, o no, se está revictimizando y reacomodando la verdad.
Muchos de estos procesos están soportados bajo un falso argumento y es que las víctimas del Estado son más importantes que las de los grupos armados ilegales, y esto es una línea del derecho que desde la perspectiva humanística es debatible, ya que el dolor no puede ser supeditado al derecho y una víctima es una víctima sin importar su precedencia, máxime si se vulneraron sus derechos fundamentales.
¿Acaso el dolor de una madre al perder su hijo puede ser catalogado si este fue soldado o guerrillero? Todo esto conduce a que veamos informes finales, procesos de verdad y narrativas históricas muy limitadas, que no responden a preguntas estructurales y que no arrojan respuestas para la no repetición; por el contrario, se vuelven munición de partidos y tendencias políticas que las usan para acusar a sus oponentes y avivar la polarización.
Grandes presupuestos, pobres resultados. Así entonces, la verdad y la historia están presas de la política y la polarización. Como resultado, vemos trabajos que impresionan por el presupuesto y los voluminosos resultados.
Franca representación de un queso emmental suizo que, aunque parece una estructura sólida, está lleno de vacíos metodológicos, preguntas sin respuesta, cientos de víctimas y afectados que no fueron escuchados, varias preguntas tendenciosas y, particularmente, que no soporta la crítica de nadie, ni de las víctimas, ni de la política, ni de la sociedad ni del método académico.
Como resultado: bibliotecas repletas de documentos inacabados y mal concebidos; ni mencionar el Informe final de la Comisión de la Verdad que logró una valiosísima biblioteca de relatos y entrevistas en territorio, pero que posee tremendos problemas metodológicos y de fondo.
Situación agravada es la del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH). Aunque ha contado con valiosísimos investigadores, su dirigencia política ha dejado demasiadas deudas con la sociedad, ya que se ha comportado más como una trinchera político-ideológica, que como un centro de pensamiento académico, por lo que sus directores parecen más preocupados por hacer eco de los debates del Congreso que de construir una respuesta consistente y estructural al complejo conflicto armado colombiano.
Por su parte, las ultimas noticias sobre el Museo de la Memoria preocupan, ya que se ha transformado en una novela política que utiliza de forma utilitaria la memoria de las víctimas para tratar de imponer narrativas particulares, avivada por intrigas legales y fallos judiciales que desfiguran lo que debería ser un proceso nacional de reparación y reflexión.
Lastimosamente, se ha transformado en una puja de sectores que invisibilizan a las víctimas y niegan el reconocimiento y la participación a otras, absolutamente triste. Ni qué decir de trabajos claramente censurables como el Basta Ya y otros informes que brillan por sus limitaciones y sectarismos.
El problema, pues, está en que nada de lo construido logra explicarles a los jóvenes en las aulas qué fue lo que pasó, de forma estructural, holística y reflexiva. Por el contrario, seguimos la senda de España y Argentina, que han hecho de su pasado causa de su división y no de su unidad. Lo cierto es que los jóvenes se enteran más de lo sucedido por manos de youtubers, memes e influencers, que por las decenas libros que se han financiado con recursos públicos.
Para la reflexión. Todos los esfuerzos de reconstrucción del pasado deben conducir a la catarsis, y no necesariamente a la condenación, porque se está alimentando una cadena de odios que recicla la violencia política. Estos trabajos deben conducir a responder preguntas sencillas, como: ¿qué nos ha dejado la guerra como sociedad?, ¿son las armas un medio efectivo para promover ideas políticas?, ¿es la coca o los dineros ilícitos un medio moralmente de enriquecimiento?, ¿qué vale más, la plata o la vida?, entre otras, que permitan dar un paso hacia adelante. En el tono actual, el futuro factible es el del odio y la repetición de la violencia.
Por favor, debe haber más responsabilidad política en los directores de entidades como el CNMH. Necesitamos personas que entiendan la importancia de la catarsis como sociedad y que actúen bajo el principio de unidad, no como lo que se está promoviendo en la actualidad, en la que hay una narrativa de héroes y villanos que se cimienta sobre la base de la exclusión y la extrasobresimplificación de la realidad.
Ninguna víctima, ni sector, puede tener la puerta cerrada en el Museo de la Memoria, porque este conflicto nos ha afectado a todos (directa o indirectamente). Al final, el problema no está en el trabajo o el director, sino que ha perdido credibilidad: ¿necesita Colombia una comisión internacional para el esclarecimiento del conflicto colombiano?