Prólogo
La mayoría de nuestros instantes son instantes de prefacio. Emily Dickinson
La mayoría de nuestros instantes son instantes de prefacio. Emily Dickinson Vivir en una isla es un acto de fe. Se aprende a prescindir, a apreciar lo suficiente, se difumina lo accesorio y accidental. Las islas ofrecen racimos de tiempo, adiestran en paciencia y renuncias, acostumbran a entenderse con la incertidumbre, alejan la palabra de la dilapidación. Lanzarote fue una epifanía para Saramago, el umbral que atravesó, cruzando el Atlántico, para inaugurar su segunda existencia, en simbiosis con Pilar del Río, a quien había conocido seis años antes. Ese «portugués de Lanzarote», como se refirió a sí mismo en sus diarios, llegó a la isla más oriental de Canarias en 1992 transterrado por la ofensa de la censura y la casualidad del azar. A pesar del malestar originario y de la incomodidad, su gran mudanza no le provocó pesadumbre, antes al contrario, la consideraba «una de las decisiones más sensatas» que había tomado (1995).
El alma esencial de la isla y la elegancia austera de sus tierras le conmovieron y cautivaron desde el principio: «Pasión es evidentemente una palabra exagerada, pero eso fue lo que sentí [por Lanzarote]. Y las circunstancias quisieron que viniéramos para aquí. […] Hoy creo que fue una de las mejores cosas que sucedieron en mi vida. Porque esta isla, además de las bellezas naturales, permite que se viva bien» (1998). La serenidad, la soberanía, el tiempo manso y la estabilidad del amor que le brindó su residencia de ultramar abonaron el humus de vida buena que creció a su alrededor para amparar la felicidad y liberar de broza el entorno de la escritura: «… en Lanzarote, cada nuevo día me parece como un inmenso espacio en blanco, y el tiempo como un camino que por él va discurriendo lentamente…» (1993).
El contacto con la soberbia naturaleza insular acrecentó la sensación de privilegio y bienestar, alejado, en su refugio casero, de intrigas urbanas, tranquilo, aunque siempre sujeto a un palpitante ir y venir por el mundo. El contexto se mostraba favorable para construir desde el interior —personal y de la palabra—, para penetrar en uno mismo y acotar la necesidad, a pesar de que sentía la isla como «una tentación a todas horas», seducido por su hechizo visual. Esa afinidad caracteriza una vertiente sustantiva de su vinculación al lugar que decidió compartir con Pilar del Río para cimentar su convivencia. En el pliegue flamante de Lanzarote, Saramago restauró el lazo sensible de la infancia con el patrimonio natural e, inopinadamente, experimentó un pródigo tiempo recobrado: «Un súbito pensamiento: ¿será Lanzarote, a estas alturas de la vida, la Azinhaga recuperada?» (1993). Gertrude Stein, la madrina y mecenas de las vanguardias artísticas, escribió: «Los Estados Unidos son mi país, pero París es mi hogar», una declaración que, trasladada a su caso, Saramago podría haber firmado. Por voluntad propia, convirtió la isla de César Manrique en hogar y tierra suya: «Mi casa es Lanzarote», concluyó, sin titubeos, en 1998. La isla-casa alumbró sus días, una suerte de paraíso fortuito que el laberíntico destino le había reservado, a sus setenta años, en el estratégico intersticio sur de su mapa transibérico: «Pienso: “Una vida entera para llegar aquí”. Pero aquí estoy» (1993). Si bien se mira, en su anclaje aflora el patrón de un simbolismo esclarecedor: la sinécdoque de Lanzarote como eje tricontinental de la cuenca cultural atlántica, cuya energía y pertinencia reivindicó con imaginación y persuasión. Su deriva física descentrada parecía llevar implícita la advertencia de una perseverante actitud, de una firme convicción, materializada a partir de 1992: dirigirse al Sur, poner en valor el Sur, ser Sur. El viaje de ficción emprendido en 1986 con La balsa de piedra encontraba prolongación objetiva en su movimiento austral. El destino, «que no conoce la línea recta», se encarnó en Pilar del Río y la fortuna tomó cuerpo en una mujer y una isla que afloraron un impensado modo de vivir, de resurgir, entre lavas, arenas y cenizas: «Una relación que quizá yo estaba esperando toda mi vida; es decir, un lugar, la tierra quemada, como si fuera el principio del mundo o el final de estos dos extremos: esto, a lo mejor, es lo que siempre he querido tener para mí...» (1995). Saramago pensaba que Lanzarote era «un lugar muy serio».
El aire metafísico insular, la vibración telúrica, el tenaz silencio de la noche y el mediodía, la fusta purificadora de los alisios y la materia genuina, lacónica, deshidratada de la tierra volcánica alimentaron el signo de su escritura, contribuyeron a imprimir un renovado ajuste mineral, más ascético, tanto a la forma como a sus preocupaciones: «[Lanzarote] tiene una belleza de otro tipo, una belleza áspera, dura… Aquellos basaltos, aquellos barrancos… A veces, he pensado que, si yo hubiera buscado un paisaje que se correspondiese con una necesidad interior mía, creo que ese paisaje sería Lanzarote» (1998). Atemperó, en efecto, su estilo barroco, efusivo y serpenteante, lo filtró y ahondó, a corazón abierto, en la condición individual, pero también comunitaria, de nuestra desamparada especie: qué es esto de ser humano, qué significa estar aquí, qué hacemos en nuestro mundo, cómo vivimos… Interiorizaría, pues, un paisaje primordial, severo, que se emparejó con su alma y acabó por permeabilizar su obra, inaugurando, a partir de Ensayo sobre la ceguera (1995), una nueva «andadura literaria», que denominaría metafóricamente etapa de «la piedra». De la mano de una expresión matizada, se aleja de las relaciones entre ficción e historia para fondear en el presente y concentrarse en la lectura de la realidad desviada. Mientras tanto, progresivamente, amplifica su intervención en la esfera pública como intelectual de alcance global, concernido por su tiempo, inmiscuido en el latido del momento civil contemporáneo. Se alza así como un referente engagé, un escritor que proyecta su robusta figura sin orillar su condición ciudadana, mientras reclama con vehemencia un sentido general de dignidad y compasión, de respeto y solidaridad. Incómodo con el «espectáculo del mundo», en Lanzarote inició una obra de indagación esencial, emprendió una búsqueda ontológica sobre la base de una razón ciega y una pulsión moral que identificaba al ser humano como prioridad absoluta. La perturbadora preocupación por el fondo de nuestra sustantividad y los atributos de nuestros comportamientos le condujo a «penetrar más profundamente en la piedra oscura del ser», a construir una novela entendida como herramienta de conocimiento y «meditación sobre el error». Literatura de orfandad, que hunde sus raíces en el gran relato humanista.
De modo que, desde la isla, a lomos del pensamiento, la ironía escéptica, el compromiso activo y la deliberación pública, elaboró y comunicó un copioso y variado tejido narrativo, ético y reflexivo, una obra de amplio aliento y ambición, no solo en sus argumentos, sino también en la aspiración a cimentar una novela total. «Regreso a Lanzarote. La impresión, intensísima, de estar volviendo a casa», anotó en sus diarios (1993). Comenzaba pronto a reconocerse en el territorio presente. A sentirlo, a habitarlo. Quizá porque el desplazamiento al archipiélago canario consolidaba, asimismo, un nuevo orden en la vida sentimental y la práctica material del escritor. El renovado paisaje físico que se acomodó en su percepción diaria hallaría correlato analógico en un recién estrenado paisaje interior, cuyo eje de rotación descansaba sobre su mujer, Pilar del Río: «A Pilar, hasta el último instante» (El hombre duplicado, 2002), «A Pilar, todos los días» (Ensayo sobre la lucidez, 2004), «A Pilar, mi casa» (Las intermitencias de la muerte, 2005), «A Pilar, que no dejó que yo muriera» (El viaje del elefante, 2008), «A Pilar, como si dijera agua» (Caín, 2009)… La benévola y tónica luz insular se asentaba sobre una iluminación emocional en proceso de construcción que determinaría un desconocido modo de vivir: «Lanzarote es así: o todo o nada» (1994). «Preparo las yemas de huevos para las tortas… y zurzo los talones de las medias. Cociné los duraznos como usted me dijo y las mitades se inflaron y quedaron hermosas. Tenían un gusto absolutamente mágico». Emily Dickinson compaginaba, en sus cartas, deliciosas anotaciones sobre sus tareas hogareñas con delicadas y penetrantes observaciones sobre la poesía.
En La intuición de la isla, Pilar del Río da forma centelleante a la épica cotidiana de Saramago en Lanzarote, mientras compone un himno a la cultura de la hospitalidad cultivada en su casa, donde compartir se cinceló con los caracteres de una ley. El lector recibe un libro sutil, primoroso, configurado como un cofre en cuyo interior se desdobla una interfaz de encuentros y literatura, de naturalidad y pensamiento social, de afectos y relaciones de cooperación y amistad, de trabajo, valores, sensibilidad y episodios domésticos. No es otra cosa que la vida común en su versión de grandeza o, si se prefiere, la normalización de lo extraordinario, para retornarlo aún más inusual. Así sucedía en Tías, el pueblo que acogió al nobel, donde el acontecer insólito, sobresaliente, se confundía con la alternancia mecánica del día y la noche, a fuerza de hábito y sencillez. Pilar del Río narra el mito como si abordase una crónica de lo habitual, como si la realidad de A Casa, el faro que manufacturó y compartió con Saramago, donde el escritor volvió a nacer y eclosionó un mundo poliédrico de resonancia global, solo hubiera alimentado el trajín indistinto de cualquier domicilio y no el signo de un milagro, la manifestación de un privilegio.
A Casa de Lanzarote afianzó un lugar de encuentro y conversación, de amparo y alegría, de ilustración y amistad, de conciencia, participación y solidaridad. Un lugar con alma, en definitiva, de ventanas abiertas, compendio de generosidad, ofrecido al mundo, que cada jornada entraba y salía por su puerta revestido de su diversidad y polifonía. «Las casas donde no hay generosidad son casas muertas», despejó en algún momento Pilar del Río, y de esa extinción se alejaron Pilar y José con vocación diligente y militante, como podrá leerse en estas irremplazables páginas. Su residencia familiar fue una fiesta de la palabra, de la plática sin confines, favorecida por el carácter propicio de las islas al intercambio, tal y como ilustró el autor de Ensayo sobre la ceguera en sus diarios: «Una isla, incluso no estando desierta, es un buen sitio para hablar, es como si estuviese diciéndonos: “No hay más mundo, aprovechad antes de que este resto se acabe”» (1995).
En los capítulos de La intuición de la isla se desglosan, con frescura, agasajo verbal y empatía afectiva, los sabores, ingredientes y texturas sensoriales de un mundo consuetudinario, efusivo y prolífico. Y se recorren también las narraciones que Saramago alumbró en el último ciclo de su vida, una aportación que provee de estimables pormenores sobre el origen y circunstancias que intervinieron en su concreción. La autora —sin duda, el punto de vista más legitimado y competente para hilvanar este relato— detalla un mosaico de fragmentos complementarios que remiten a un todo compartido, un imaginario completo cuya gramática y atributos desvelan el fuste de una fascinante arquitectura del día a día doméstica. Secuencia tras secuencia, al modo de planos cinematográficos encadenados, Pilar del Río honra y da cuenta de las emociones que sustentan, protegen y fundamentan los episodios y las cosas de A Casa, convertidas en presencias, en seres sujetos al estatuto de la biografía porque responden a un destino compartido, fundamentado en la lógica del amor, la convivencia y el proyecto común. Su «testimonio de campo» aporta una forma de organización biográfica, un conjunto de acontecimientos y prácticas, valores y comparecencias que generan contexto, identidad significativa.
En el levantamiento topográfico sentimental que sustenta este relato privilegiado, se aprecia una patria plena de libros y creación literaria, pero, por encima de cualquier consideración, el pulso existencial irrumpe, con llaneza, en medio de todo, atraviesa la jerarquía de la literatura y la celebridad. Su aliento modela la respiración tanto de la costumbre como del hecho inusual, impregna el tráfico de las rutinas diarias, por singulares y abrumadoras que estas fueran. Y lo eran. Una auténtica embajada cultural se instaló en la casa de José Saramago y Pilar del Río, en Lanzarote, rebosante tanto de interacciones sociales como de imaginación creadora, pensamiento político-social y ciudadanía concernida por el bien común. Para calibrar su dimensión, basta con leer La intuición de la isla. La autora de estas páginas rinde tributo al flujo de la vida a través de evidencias expresas, del concurso de los ámbitos domésticos y la revelación ponderada de la privacidad. La apertura se inició con la conversión de su vivienda en casa-museo (2011) y se completa ahora con esta publicación. Un proceso de construcción de la memoria fecundo, alentador, que desentraña lazos vitales, construye una identidad ligada a un paisaje y a un entorno propio altamente connotado, respeta con benevolencia los nombres de los compañeros de viaje, muestra objetos impregnados con fuerte poder alusivo y recrea ambientes precisos, con fuerte carga semántica. A hacer tangible la atmósfera de la intrahistoria contribuye la prosa fresca, plástica y eficiente de Pilar del Río, siempre cálida y chispeante, plena de inteligencia emocional, talento y sensibilidad. La presencia y la ausencia de quien vivió en la casa y en la isla se equilibran en el preciado documento que se entrega, impagable, sin duda, para quienes se consagran al fetichismo de los espacios preservados por las defensas de la intimidad, pero, en particular, para quienes se interesan por los rasgos idiosincráticos de las casas y la personalidad más resguardada de los grandes creadores. Si se atiende al propósito manifiesto de su autora, La intuición de la isla se presenta como un «libro para amigos», un inspirador argumento para, una vez más, compartir y celebrar los bienes de la memoria.
Pero lo cierto es que su alcance desborda con creces esa voluntad: modela el mito de A Casa en Lanzarote, practica calas variadas en la esfera de la agencia privada y configura un mapa de evocaciones e información que hacen tangible un verdadero patrimonio inmaterial de la subjetividad saramaguiana, valores que, sin duda, auguran su continuidad como una valiosa referencia sociológico-literaria. En realidad, La intuición de la isla encuentra su plena dimensión en la perspectiva del memorial, aun cuando la narradora se someta voluntariamente a una explícita elipsis, un descarte que desaloja del relato a la auténtica coprotagonista de la historia referida. Esa volatilización, que, con desprendimiento, sortea la autorreferencialidad, priva a la crónica de un personaje central, sin cuya comparecencia, bombeando el flujo sanguíneo de A Casa, ni el firmamento que se dibuja ni el universo performativo mostrado habrían adquirido su forma definitiva: Pilar del Río, capaz de crear, entre galernas y aguaceros, un refugio protector a cielo descubierto. Pilar tejía redes infinitas de afinidades y encuentros.
Pilar del Río engrasaba cada mañana las poleas, los engranajes y las turbinas de A Casa y del mundo, aquellos que, con el atisbo del sol, comenzaban a agitarse o a rehacerse bajo su empuje. Pilar limpiaba las válvulas del amanecer para que Saramago respirase orillando su escepticismo y suturase palabras y fantasía, también para que las aguas de los ríos alterasen su cauce y humedecieran los eriales y gargantas secas de los continentes. Los días de Saramago en Lanzarote fueron los días de Pilar y José: como una matrioshka, tiempo de muchos tiempos. Tiempo de Todos los nombres y de bacalao con todos. Tiempo de Ensayo sobre la lucidez y de una cocina-consulado que acogía sin tregua hasta confundirse, por momentos, con la dependencia más dinámica de Naciones Unidas. Tiempo de El viaje del elefante y de cuidados infatigables, creativos, bondadosos, cuando la enfermedad debilitó, pero no pudo abatir la determinación de apurar la vida hasta las últimas gotas. Tiempo de Caín y de altruismo perseverante, de amistad y protecciones incalculables. Tiempo, en fin, de tanta naturalidad y excepción que la vida de José Saramago y Pilar del Río en su casa de Lanzarote convoca, con pertinente vigor, los versos de Roberto Juarroz: «¿Tal vez nos defina, / como la luz al día, / no tener lugar en ningún sitio. / Pero también nos define que podemos / crear un lugar. // Y solo se encuentra algo / en un lugar que se crea. / Hasta se encuentra uno a sí mismo, / si es posible encontrarse».
Fernando Gómez Aguilera
* Con autorización de Penguin Random House