Unas palabras previas
¿Para qué escribir un nuevo libro sobre la conquista española? A primera vista ya se tienen todas las respuestas. No obstante, aunque existen muchas obras que tratan el tema, por lo general son muy especializadas o están dedicadas casi por completo a México y Perú, donde la conquista tuvo características distintas a las del trópico donde vivimos. Además, es cierto que se han dicho muchas cosas sobre la conquista pero la mayor parte de ellas se basa en mitos que vale la pena cuestionar. Es verdad que parecería un tema fácil: un pequeño grupo de conquistadores motivados por su excesiva ambición se impuso sobre los indios del Nuevo Mundo gracias a su superioridad y al arte del engaño. No obstante, las cosas no son tan sencillas. Nunca lo son y menos en este caso. Los principales mitos que tenemos sobre la conquista española son tres. Para empezar, casi todos los textos sobre el tema de la conquista suelen presentar a los españoles como dueños de toda iniciativa, mientras que los indios y los negros fueron víctimas pasivas, apenas espectadores incapaces de cualquier cosa. Se les imagina como personas desprovistas de capacidad de actuar; independientemente de si se les considera buenos o malos, caníbales o pacíficos sabios ambientales, siempre se asume que la conquista cayó sobre ellos sin que pudieran hacer nada.
En esos términos, todas las comunidades indígenas, desde la Patagonia hasta Alaska, reaccionaron ante la llegada de los europeos de la misma manera: con inmensa resignación e impotencia. El segundo mito es que la conquista solo se puede entender a partir del choque entre valores culturales rígidos, representados por una cultura superior, la española, a la cual le quedaba imposible negociar con culturas supuestamente inferiores. Dos mundos muy diferentes, el de los indios y el de los españoles, cada uno de ellos tomado como un universo homogéneo y sin desviaciones, entraron en contacto teniendo como resultado la imposición de una cultura sobre la otra. A veces el tema se reduce a que la sociedad española de la época era etnocentrista, es decir, creía que su cultura era superior, lo cual le impidió apreciar la existencia de sociedades con valores diferentes a los suyos. No hay un ápice de equivocación en esta idea aunque lamentablemente ha llevado a pensar que la conquista solo se puede entender desde identidades culturales absolutas (indios, negros, europeos cada uno de ellos dueño de una cultura determinada), una de las cuales, la española, no sufrió ninguna modificación porque tuvo como propósito exclusivo imponerse sobre las demás. El tercer mito de la conquista es que las sociedades indígenas son vistas, no solo como un conjunto homogéneo, sino también completamente carentes de historia. Es verdad que, siguiendo una lógica bastante colonial, unos piensan el mundo prehispánico como una suerte de arcadia feliz y otros prefieren imaginarlo como un infierno caníbal. No obstante, en ambos casos, la conquista se imagina como el principio del fin de esas sociedades, las cuales durante los últimos quinientos años no habrían hecho más que perder su cultura. De alguna manera, ha hecho carrera la idea de que las sociedades indígenas comenzaron a ser “contaminadas” por valores externos a partir de la llegada de los españoles y que todo lo que no tengan de “auténticas” es resultado de la imposición de valores externos. Antes de la conquista las sociedades indígenas, únicas poseedoras de culturas milenarias, estaban atrapadas en el tiempo, dominadas por su propia y ancestral tradición. Cambio y “progreso” pueden ser palabras buenas para nuestra sociedad, aunque no sepamos qué implican y generalmente nos lleven por un mal camino.
No obstante, para las sociedades indígenas cualquier transformación es siempre mala: es mejor que no cambien y es lamentable que se hayan visto obligadas a hacerlo y “perder su cultura”. Así las cosas, los indios de hoy se pueden considerar como si fuesen los restos de un naufragio; o mejor, como una versión empobrecida de lo que algún día fueron. Debo admitir que se trata de una idea que hemos inventado los antropólogos. Durante años, reconocidos etnólogos se adentraron en la selva, buscando indios cuyas costumbres no hubieran sido alteradas por los europeos y no dejaron de mostrar su desagrado cuando encontraron que alguna costumbre no era totalmente auténtica. Para muchos, los indios no pueden ser modernos. A los indígenas se les ha impuesto una suerte de cultura de la eterna desaparición. Siempre asistimos a su irremediable extinción. El propósito de este libro es demostrar lo equivocado de los tres mitos que acabo de mencionar. Los indios y los negros no fueron siempre víctimas pasivas de la conquista y respondieron de la mejor manera al reto. Fueron capaces de defender sus intereses, trataron de negociar lo mejor que pudieron y muchas veces tuvieron éxito. Su cultura fue dinámica y permitió hacer ajustes y fue eso lo que ayudó a que muchas de ellas sobrevivieran. Por su parte, la sociedad conquistadora no fue homogénea; no todos los españoles que llegaron a estas tierras en el siglo xvi fueron conquistadores, ni pelearon contra los indios. Muy pocos se dedicaron a especular sobre si los indios eran humanos o tenían alma; de hecho, ese problema se lo dejaron a teólogos y letrados que desde sus escritorios escribían cosas que los hombres de guerra que llegaron a estas tierras nunca leyeron, o si lo hicieron, no les dieron la más mínima trascendencia. Este es un punto muy importante: indios y españoles fueron categorías de identidad cultural que se desarrollaron con la invasión. De hecho, se puede afirmar que antes del siglo xvi no había indios en el Nuevo Mundo, ni españoles en el Viejo: ambas son categorías bastante imprecisas que se han ido construyendo con el tiempo. Tanto los diversos grupos humanos que vivían en estas tierras antes de la llegada de Colón, como los recién llegados fueron etnocentristas, es decir, veían el mundo de la forma que cada grupo consideraban natural, y tuvieron serias dificultades para comprender al otro. Los españoles y los indios tenían culturas igualmente milenarias, pero sus formas de ver el mundo no eran iguales, ni se pueden medir hoy bajo los mismos parámetros, lo cual significa que no es posible entender la conquista sin tener en cuenta la diferencia cultural. Aun así la invasión europea abrió los espacios para que, a partir de la invasión, españoles e indios nunca más fueran los mismos. No hay culturas puras ni sagradas que permanezcan iguales por miles de años; todas cambian, todas lo hacen permanentemente y gracias a ello es que logran perpetuarse.
Además de deshacer esos tres mitos, tengo razones un poco más mundanas para escribir este libro. Desde hace treinta años, intermitentemente, he dictado un curso que se llama etnohistoria. A pesar de que el curso, en teoría, se limita al encuentro entre indígenas y españoles en el siglo xvi, no he encontrado mejor espacio para reflexionar sobre nuestro presente y futuro. Los acontecimientos ocurridos en estas tierras a lo largo de dicho siglo no fueron más que el inicio de un proceso que no ha sanado. No es solo cuestión de la maldad o bondad de quienes fueron victimarios o víctimas, ni de cálculos sobre el trauma demográfico o el monto del saqueo. No es solo cosa de tablas y cuadros. Es también cuestión de una reflexión sobre lo que significó y aún significa la diferencia cultural en una sociedad poco dada a reflexionar sobre ese tema. El curso de etnohistoria me alejó, en buena hora, de la formación estrictamente disciplinar orientada a especializar prematuramente a los estudiantes. Es un curso que he gozado enormemente porque he aprendido mucho de jóvenes interesados en conocer un poco más la historia de la conquista y de los pueblos indígenas que encontraron los españoles. A ellos, a mis estudiantes, les tengo una enorme deuda de gratitud. Muchas de las ideas expuestas en este libro son resultado de sus aportes. Para escribir este libro tuve, como si necesitara otra, una motivación más. Hace unos pocos años, en pleno proceso de discusión sobre la formación sociohumanística en la Universidad de los Andes, se decidió incluir un curso obligatorio para todos los estudiantes llamado Colombia. Fue el resultado de la propuesta de varios docentes, de distintas disciplinas, interesados en que se explicara la conformación del país a través del cambio social y ambiental desde la conquista hasta nuestros días.
La idea fue recibida de forma entusiasta por la mayor parte de los colegas, pero no por todos. Un pequeño grupo de profesores de la Facultad de Economía manifestó, de forma bastante elocuente, que un curso de esa naturaleza era completamente innecesario. “¿Para qué un curso de Colombia?”, preguntaron. Su exigencia fue clara: era necesario eliminar ese curso. Es comprensible. No se trata de un tema de arrogancia disciplinar, o de ignorancia, como podría pensarse. Es un tema de cómo se ve el mundo. Si el comportamiento humano se rige siempre por las mismas reglas —el deseo de maximizar beneficios y minimizar costos—, la historia no sería más que la repetición de lo mismo en diferentes circunstancias. Es decir, una comedia de actos reiterativos siempre comprensibles desde una misma óptica y punto. El problema, por supuesto, es que el estudio de la historia y el de otras culturas es el que pone en duda que esos principios tan elementales sean válidos. Este libro es una reivindicación del curso Colombia, pero, más que eso, de la idea de que la historia no se puede comprender sin la diferencia cultural. No se trata de quejarme de quienes desprecian las humanidades y la historia de su propio país, aunque sí creo que es hora de dejar en claro que las disciplinas donde se prefiere cuestionar principios universales juegan y jugarán un papel central en la construcción de sociedades justas. Es preferible cuestionar la supuesta “naturaleza humana” universal orientada a ganar por encima de cualquier consideración y no vivir cómodamente sobre la base de falsas certezas. Más allá de una academia engolosinada consigo misma, dominada por el negocio de las revistas especializadas, los rankings, los estímulos monetarios, los viajes y los congresos, existe un compromiso ineludible con esta pequeña parte del mundo que poblamos y con su gente. No se trata de plantear supuestas verdades incómodas, si es que ellas existen, sino, más interesante aún, de hacer preguntas difíciles. Ojalá este libro sea un modesto aporte en esa dirección.
* Con autorización de Penguin Random House