Rodrigo Pardo fue no solamente un gran amigo, sino un extraordinario periodista y un brillante internacionalista. Se incorporó a la campaña de ese gran colombiano que fue Virgilio Barco y se constituyó, cuando éste fue presidente, en su principal asesor en asuntos internacionales.
Tuve el privilegio de estar en ese entonces en la Cancillería. Fue siempre un leal y acertado consejero. Estuvimos siempre identificados en momentos cruciales de la política exterior colombiana, además en épocas en que ser funcionario del Estado era casi tener firmada la sentencia de muerte.
Siempre estuvimos de acuerdo en proyectar a Colombia ante el mundo, sacándola de ese ‘parroquialismo’ ancestral que nos tuvo prisioneros durante muchos años.
Como canciller de Colombia durante la administración de Ernesto Samper, fue actor fundamental en la presidencia de Colombia de los 116 países del Movimiento No Alienado y lideró la reunión de los jefes de Estado que se celebró en Cartagena. Además, en la época en el que todas las baterías apuntaron contra Ernesto Samper durante el llamado Proceso 8000, en el que al jefe de estado los Estados Unidos le retiraron la visa y adelantaron todas las gestiones posibles para aislar a internacionalmente a Colombia, Rodrigo le dio una proyección extraordinaria al país en el mundo.
Con él recorrimos países africanos y asiáticos, en donde Colombia era recibido con entusiasmo y respeto. Es bien sabido que en Naciones Unidas, Colombia tenía un extraordinario liderazgo. No obstante las difíciles circunstancias que vivía el país, supo manejar las crisis con inteligencia y tino, no con discursos demagógicos: nunca generó odios y resentimiento. Por el contrario, siempre irradió entendimiento y optimismo.
Recuerdo muy bien el día en que me dijo a manera confidencial: “Sabes que después de muchos años en la política exterior, me he dado cuenta de que mi mas grande pasión es el periodismo”. ¡Y qué forma! Estuvo al frente de todos los grandes órganos de difusión del país, incluyendo a la revista SEMANA.
Hace ya bastante tiempo fuimos sorprendidos sus amigos con la noticia de que Rodrigo estaba padeciendo una enfermedad terminal e incurable y que sus días estaban contados. Para sorpresa de todos, para él ese anuncio fue como si se le hubiera inyectado una enorme dosis de optimismo y fuerza, que lo mantuvo muy bien para sorpresa de todos. Jamás le oí quejarse y siempre se proyectaba hacia el futuro. Eso fue lo que le prolongó su vida.
Como me decía una común amiga: “Su vida fue el mayor milagro del mundo”. ¡Qué maravilla!