Esta semana debe terminar la conversación nacional que el presidente Iván Duque convocó para tratar los grandes problemas del país. Esa era la respuesta del Gobierno a las protestas en las calles que desembocaron en las 130 peticiones del Comité del Paro. Frente a la crisis económica global producida por el coronavirus, muchos temas pasan a segunda línea, pero permanece la necesidad urgente de adelantar reformas estructurales. En 1970, Michel Crozier, un sociólogo francés, publicó un libro titulado La sociedad bloqueada. La tesis central del texto, publicado después de las protestas de Mayo del 68, es que Francia se había paralizado. La combinación de un Estado burocrático y una ciudadanía empoderada y contestataria resultó en una sociedad incapaz de reformarse.

¿Colombia se ha convertido en una sociedad bloqueada? En materia de reformas indispensables para salir algún día del subdesarrollo, sí. Tres de estas, cada vez que salen a la palestra, sacan a la calle a miles de personas a protestar. Se trata de la reforma pensional, la laboral y la luz verde al fracking. En los 13 puntos iniciales el Comité del Paro exigía no presentar las dos primeras y cerrarle la puerta al fracking definitivamente. El Gobierno ha intentado quitarle oxígeno al paro al darles largas a esos temas con la conversación nacional. Pero en los tres frentes la situación es muy complicada. En materia laboral, es dramática. Colombia tiene una tasa de desempleo de alrededor del 10 por ciento con tendencia al alza. En las últimas décadas ha estado consistentemente por encima de los otros países de la Alianza del Pacífico, como Perú y México, que tienen un desempleo inferior al 4 por ciento, y Chile, que está sobre el 7 por ciento. Solo Brasil y Argentina han superado a Colombia en medio de sus respectivas crisis económicas. Pero este no es el único problema. La informalidad alcanza más del 50 por ciento de la población económicamente activa, que se rebusca ingresos con contratos temporales sin seguridad social ni prestaciones. La gran paradoja económica colombiana es que a pesar de crecer más que sus vecinos, y de no haber sufrido una recesión hace 20 años, Colombia sigue con la medalla de oro en materia de desempleo. Hay cierto consenso en que la principal causa del alto desempleo y de la informalidad está en el altísimo costo de los parafiscales, que alcanza el 56 por ciento del valor de la nómina. La reforma tributaria de 2012, que los redujo, dio un paso en la dirección indicada y tanto el empleo como la formalidad aumentaron. Pero la tarea quedó a medias.

Es importante aclarar que bajar los parafiscales no significa acabar con el Sena y el ICBF. Estas entidades prestan un servicio tan esencial y público como el Ministerio de Educación o la Policía Nacional. Sin embargo, los debería pagar el presupuesto general de la Nación y no la nómina de los empleados formales. Respecto a las cajas de compensación, estas se podrían reformar sin afectar el subsidio familiar, que representa el grueso de su presupuesto. Cuando nacieron, en 1957, no existían el Sisbén ni el programa de Familias en Acción. Hoy día el Estado cuenta con entidades que podrían asumir funciones de las cajas con mayor eficiencia y a un costo muy inferior al 4 por ciento de la nómina que se paga actualmente. Pero en materia laboral cualquier ministro hoy tiene puesta una camisa de fuerza. La anterior responsable de la cartera de Trabajo, Alicia Arango, enfocó el debate hacia el tema de la flexibilización laboral para permitir las cotizaciones por horas. Esa no era una propuesta absurda. No obstante, le cayeron rayos y centellas por poner de ejemplo a los ingenieros de sistemas cuando dijo que no se necesitan de tiempo completo. En esto puso el dedo en la llaga, pues las nuevas tecnologías y el trabajo mediante aplicaciones están cambiando las reglas del juego en materia laboral. El nivel del salario mínimo es otro tema espinoso. Los economistas ortodoxos señalan que es el más alto frente al salario promedio del país de todos los miembros de la Ocde. Los gremios piden ajustarlo cada año por inflación más productividad. Políticamente, el ajuste del salario mínimo es una papa caliente que le cae al Gobierno al final de cada año y se presta para mucha discrecionalidad.

Ante estos retos solo cursa en el Congreso la reforma laboral del uribismo, que busca decretar una prima adicional para los menos favorecidos. Esa propuesta parece más propia del populismo que de un Gobierno que dice estar de lado de la empresa privada y definitivamente no soluciona ninguno de los problemas estructurales. En la práctica, el Ministerio de Hacienda no tiene una reforma laboral entre sus prioridades legislativas. En cuanto a la reforma pensional la situación no es menos dramática. El Gobierno ha intentado quitarle oxígeno al paro al darle largas a este asunto, que despierta más sensibilidad que los demás. Por eso, en las mesas de negociación los representantes de Duque se han limitado a escuchar propuestas sin revelar sus cartas. Al respecto existen dos grandes problemas. Por un lado, la cobertura: solo una tercera parte de los colombianos va a recibir una pensión o algún mecanismo de protección en la vejez. Por otro lado, una inmensa inequidad: los subsidios estatales financian las pensiones más altas. Actualmente, el sistema pensional colombiano reposa en dos pilares. El público, el Régimen de Prima Media (RPM), que administra Colpensiones y le garantiza al aportante un promedio de sus últimos sueldos. En el pilar privado, también denominado Régimen de Ahorro Individual con Solidaridad (Rais), los afiliados ahorran en fondos de pensiones privados como Porvenir o Protección. Para el sector informal existen los programas denominados Colombia Mayor y Beneficios Económicos Periódicos (Beps), que ofrecen un subsidio a los adultos mayores que no tienen pensión. En los últimos años, los gobiernos han sacado pecho al decir que Educación supera a Defensa en el presupuesto general; pero no mencionan que el sistema público de pensiones, que atiende a solo 2,1 millones de personas, se lleva una tajada aún mayor de casi 43 billones de pesos. Como punto de comparación, el Estado destinó al régimen subsidiado de salud un total de 14,1 billones de pesos, beneficiando a 22,7 millones de personas. Y esta plata se va para los más ricos. Este esquema no es sostenible y la crisis se va a agravar a medida que la población envejezca. El ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla, ha dado señales de que prefiere un sistema pensional basado en el ahorro. Pero Ángel Custodio Cabrera, el nuevo ministro de Trabajo, insiste en que siguen en la etapa de consulta. La Comisión de Reforma de Protección a la Vejez ha oído a todo el mundo, desde las Farc hasta Asofondos, pasando por el BID, la Ocde, Fedesarrollo y docenas de entidades más. Pero llegó el momento de destapar las cartas.

Sin embargo, un problema muy serio para el debate es que el Gobierno se amarró las manos antes de entrar al ring. El presidente declaró que una futura reforma pensional no va a tocar la edad de jubilación, ni los porcentajes de cotización, ni la estructura de Colpensiones. Con estos inamovibles como punto de arranque, ninguna reforma puede ser estructural. Le queda la posibilidad de aumentar los subsidios a Colombia Mayor, que están en el orden de 80.000 pesos al mes, pero esa decisión de gasto depende más del espacio fiscal que de una reforma al sistema. En medio de esa camisa de fuerza, el ministro Cabrera trata de llegar a algún consenso aceptable con otra comisión de expertos para estudiar el tema de empleo. Nunca hay un momento propicio para una reforma pensional, pero los tiempos se agotan. El Gobierno insiste en que llevaría el texto a la Comisión Permanente de Concertación de Políticas Salariales y Laborales para buscar acuerdos antes de presentarlo al Congreso. Pero la probabilidad de concertar una reforma es mínima, y la batalla en el Congreso sería brutal. En un reciente informe, la firma consultora Colombia Risk Analysis no cree que en los dos años que le quedan en el gobierno, Duque logre aprobar una reforma pensional. El tercer chicharrón que no parece solucionable a corto plazo es el fracking. Se trata de un tema distinto porque no está en manos del Congreso sino de las cortes, pero puede ser tanto o más importante para las finanzas públicas. A los ritmos de explotación actual, a Colombia le quedan solo seis años de reservas de petróleo y 12 de gas. Después de agotarlas, el país dejaría de recibir ingresos fiscales por la producción de hidrocarburos y tendría que comenzar a importar crudo para las refinerías. Actualmente el Gobierno recibe cerca de 30 billones de pesos al año del sector de hidrocarburos, entre impuestos, regalías y dividendos de Ecopetrol. Esto representa cerca del 10 por ciento de los ingresos del Gobierno, sin duda el sector individual que más aporta al presupuesto nacional. El fracking podría agregar 450.000 barriles día a los 800.000 que produce Colombia actualmente y extender las reservas por 20 años.

La inversión para poner en marcha los yacimientos no convencionales podría ascender hasta los 120 billones de dólares en los próximos 25 años. Si esta inversión no se materializa, y al contrario Colombia comienza a gastar dólares en importar crudo y combustibles, no es descabellado pensar en que la tasa de cambio se dispare hasta niveles de 5.000 pesos por dólar, según varios analistas. Colombia ha tenido un boom petrolero desde que reformó el sector en 2002, cuando creó la Agencia Nacional de Hidrocarburos (ANH) para ofrecer bloques para exploración y democratizó en parte a Ecopetrol. Sin embargo, aunque hoy el país tiene una producción petrolera similar a la venezolana, no tiene ni cerca el nivel de reservas de Venezuela ni la autosuficiencia garantizada a mediano plazo. Hoy por hoy, el fracking está bloqueado. El Consejo de Estado suspendió en 2018 el reglamento técnico para no convencionales emitido en 2013 e impuso medidas cautelares. La ministra de Minas y Energía, María Fernanda Suárez, convocó a una comisión de expertos en la materia, que presentó una serie de recomendaciones en abril del año pasado y sugirió hacer proyectos piloto integrales que observen el principio de precaución. Hace unas semanas, el Gobierno expidió un decreto que reglamenta los proyectos piloto de investigación y ha recibido críticas de parte y parte. La industria considera que no les da seguridad jurídica a las inversiones y los ambientalistas aseguran que no recoge el espíritu de investigación científica que recomendó la comisión de expertos. Todavía están pendientes los fallos definitivos del Consejo de Estado y del Tribunal Administrativo de Cundinamarca. En el caso de los no convencionales, la oposición más vociferante no está en el Congreso, sino en las calles y en las cortes. En el Congreso, que debe aprobar las reformas pensional y laboral, el Gobierno parece estar conformando una mayoría con la entrada de Cambio Radical al gabinete. Pero parafraseando a Darío Echandía, ¿las mayorías legislativas para qué? Incluso si logra solucionar sus problemas de gobernabilidad, el Gobierno no parece tener reformas maduras para presentar al legislativo.

Al Gobierno le queda una pequeña ventana de oportunidad de un año para presentar reformas de fondo al Congreso. No ha cumplido dos años, pero ya los ojos están en las elecciones de 2022. Jorge Enrique Robledo ya se lanzó al agua y tanto Sergio Fajardo como Gustavo Petro están en modo campaña. Si el Ejecutivo no aprovecha esta legislatura, el año entrante puede ser muy tarde. El exministro Mauricio Cárdenas dice que en el pasado, para aprobar una reforma, se requerían dos factores: un mínimo consenso técnico de los especialistas y gobernabilidad en el Congreso. Ahora a estos tocaría agregarle un tercer elemento novedoso: las protestas en la calle. No obstante, en este momento en Colombia se ve muy poco consenso, poca gobernabilidad y mucha protesta.