Artículo publicado originalmente en The Conversation el 21 de abril de 2020 sobre el origen del coronavirus. Trabajo de Carlos Briones, científico titular del CSIC y Vocal de la Junta Directiva de la Sociedad Española de Virología, Centro de Astrobiología (INTA-CSIC) y Juli Peretó, catedrático de Bioquímica y Biología Molecular e investigador del Instituto de Biología Integrativa de Sistemas I2SysBio (Universitat de València-CSIC), Universitat de València. En sus estudios no mencionan el cambio climático como origen en sus rigurosas pesquisas.
La situación tan extraordinaria que estamos viviendo como consecuencia de la pandemia de COVID-19 es solo comparable, salvando las distancias, a la que hace poco más de un siglo padeció el mundo con la de gripe de 1918. Los efectos que ha producido el nuevo coronavirus SARS-CoV-2 en todos los países son de enorme gravedad desde los puntos de vista clínico, económico y social. Ante ello, el personal sanitario está dando su vida (en algunos casos de forma literal, lamentablemente) para intentar salvar la de los demás. Nunca les agradeceremos lo suficiente todo lo que están haciendo. Los científicos intentamos aportar también nuestro trabajo y experiencia al conocimiento de este virus y a la lucha contra él.
Sin embargo, también se están difundiendo por distintas vías informaciones falsas, sesgadas y malintencionadas sobre todo lo relacionado con esta pandemia. En un mundo globalizado, en el que triunfan los bulos propagados a velocidad meteórica por todo el planeta, uno de los temas que está generando mayor desinformación es el relativo al origen del SARS-CoV-2. Así, los ‘conspiranoicos’ más imaginativos han afirmado que es un virus artificial fabricado en un laboratorio.
La ciencia no se basa en opiniones
A diferencia de los opinadores, los científicos se basan en datos y en el pensamiento racional. Así, tras comparar a escala molecular este virus con otros relacionados que se han caracterizado durante las últimas décadas (desde que, en 1965, fue descrito el primer coronavirus), nos dicen precisamente lo contrario.
El SARS-CoV-2 no es un virus artificial, ha surgido por selección natural a partir de otros del género Betacoronavirus, dentro de la familia Coronaviridae. Su genoma (una cadena de ARN de unos 29.900 nucleótidos de longitud) muestra diferentes porcentajes de similitud de secuencia con respecto a los otros seis coronavirus humanos conocidos. Entre ellos, hay dos que se hicieron tristemente famosos en los primeros años de este siglo: el SARS-CoV-1, causante de la epidemia del síndrome respiratorio agudo grave (SARS) en 2002, y el MERS-CoV, que produjo la epidemia del síndrome respiratorio de Oriente Medio en 2012.
Los análisis de las secuencias genómicas muestran que, como los demás coronavirus humanos, el SARS-CoV-2 es también de origen animal. Representa un nuevo caso de zoonosis, es decir, una infección producida a través de un “salto de hospedador” del patógeno desde otra especie animal hasta la nuestra.
Por ejemplo, un coronavirus muy similar al SARS-CoV-1, responsable de la epidemia de 2002, fue en su día identificado en civetas de palmera comunes (Paradoxurus hermaphroditus) de un mercado de animales vivos en Guangdong (China), así como en trabajadores del mismo mercado.
Por su parte, el nuevo SARS-CoV-2 no tiene al SARS-CoV-1 como el pariente más cercano. A día de hoy, los miembros del género Betacoronavirus más parecidos al virus causante de la COVID-19 se han encontrado en murciélagos (el virus llamado BatCoV RaTG13, que infecta a la especie Rhinolophus affinis) y en pangolines malayos (con varias secuencias detectadas en la especie Manis javanica).
Pero la transmisión directa desde estos mamíferos a los humanos en épocas recientes es muy poco probable, dada la gran distancia genética entre dichos virus: el linaje del SARS-CoV-2 podría haberse separado de los coronavirus de murciélago conocidos hace al menos 40 años. Por tanto, se están buscando coronavirus más similares al SARS-CoV-2 en otra u otras “especies X” que hayan podido actuar como intermediarias en el salto definitivo hasta los humanos.
Otra opción es que, a partir de una transmisión lejana desde murciélagos o pangolines, este coronavirus haya evolucionado en nuestra especie durante mucho tiempo de forma asintomática, hasta que hace pocos meses aumentó su virulencia y comenzó a producir la enfermedad COVID-19.
Un dato muy interesante es que, al analizar en detalle la secuencia de aminoácidos de la proteína que forma las características espículas de diferentes coronavirus, la del SARS-CoV-2 presenta algunas diferencias muy claras con respecto a las demás de la familia.
Dichas mutaciones, y sobre todo la inserción de cuatro aminoácidos en un lugar concreto de su estructura, no podrían haber sido predichas por ningún científico a partir de los datos genómicos previamente conocidos. De hecho, el genoma del SARS-CoV-2 ni siquiera contiene los “rastros” que dejarían atrás las técnicas usadas para hacer ingeniería genética en el virus.
Además, se ha comprobado que la interacción entre esta proteína de las espículas del SARS-CoV-2 y el receptor celular (nuestra proteína de membrana llamada ACE2) no se produce según sería esperable de un proceso “diseñado” para optimizar el contacto y, por tanto, para tratar de generar un virus más eficiente.
Desprecio de la ciencia
A diferencia de cómo trabajan los ingenieros (sean industriales o genéticos), la evolución biológica no va en busca de la “perfección” o la “optimización” sino que hace bricolaje con lo disponible: las soluciones que adopta no son las óptimas, sólo aquellas suficientemente viables en cada caso para seguir avanzando. Este es un buen ejemplo de ello.
Por tanto, no es defendible que uno de esos “científicos locos” de las malas películas de ficción hubiese sido capaz de idear (y, mucho menos, sintetizar) un virus como el SARS-CoV-2. De hecho, esta es una curiosa característica de los ‘conspiranoicos’: desprecian toda evidencia que les llega desde la ciencia, pero a la vez nos otorgan a los científicos unas capacidades extraordinarias, como sería la de construir un nuevo virus en el laboratorio.
Por el contrario, la naturaleza sí sabe hacerlo cuando dispone del tiempo suficiente y se produce un contacto estrecho entre distintas especies animales con la frecuencia necesaria. En este caso, ambos requisitos se han podido dar en el sureste asiático, especialmente en los mercados de animales vivos (como el de Huanan en Wuhan, en la provincia china de Hubei), con lo que la naturaleza ha podido exhibir todo su potencial.
Propaganda ‘conspiranoica’
Otra de las hipótesis infundadas en relación con el origen de la pandemia, que se está poniendo sobre la mesa desde el 14 de abril en algunos medios de comunicación norteamericanos, como un columnista del Washington Post y la cadena Fox, alentados desde la Casa Blanca, es que el SARS-CoV-2 se liberó desde un laboratorio del Wuhan Institute of Virology.
En este centro sí se ha trabajado con el coronavirus de murciélago BatCoV RaTG13 que citábamos anteriormente. Pero, tal como ha indicado en un comunicado del 16 de abril el eminente virólogo Edward H. Holmes (investigador de la Universidad de Sídney, Australia, y autor de varios artículos sobre el origen del SARS-CoV-2, entre ellos dos citados más arriba), dada la gran distancia genética ya comentada resulta evidente que este virus de murciélago no puede ser el antecedente directo del que produjo la pandemia de COVID-19. De forma muy gráfica Rasmus Nielsen, genetista de la Universidad de California en Berkeley, ha indicado en su cuenta de Twitter que ambos virus son “tan similares entre sí como una persona y un cerdo”.
Sin embargo, a la hora de valorar el impacto de esas noticias infundadas, no podemos pasar por alto que una encuesta reciente cifra en un 48 % la proporción de ciudadanos estadounidenses que consideran al expresidente Trump como una fuente de información fiable sobre el coronavirus.
Además, al bulo del virus fabricado en un laboratorio y luego liberado desde él se ha sumado incluso un premio Nobel que propone, sin ningún fundamento bioquímico, genético o evolutivo, que el SARS-CoV-2 contiene secuencias del virus de la inmunodeficiencia humana (VIH), causante del sida, introducidas de manera artificial.
Muchos virus, incluyendo los coronavirus, el VIH y el virus del resfriado común, contienen fragmentos genómicos similares adquiridos en algún momento lejano de su pasado evolutivo, pero esto no tiene nada de extraordinario. Ante toda esta serie de bulos, la OMS ha tenido que salir al paso para, nuevamente, recordar que el origen más probable del coronavirus SARS-CoV-2 es la infección desde animales no humanos
El culpable es la promiscuidad viral
Contrariamente a la idea del escape desde un laboratorio, el origen de este nuevo coronavirus humano en la naturaleza está claramente apoyado por esa promiscuidad viral que mencionábamos. En este contexto, merece la pena recordar los datos aportados por el zoólogo y ecólogo norteamericano Peter Daszak desde su cuenta de Twitter: en torno al 3 % de la población rural del sudeste asiático tiene anticuerpos frente a coronavirus de murciélagos, y se ha calculado que aproximadamente 1,7 millones de personas se exponen cada año a estos virus animales. A partir de ahí, sin duda, la evolución puede hacer el resto.
Así, por todo lo que hoy sabemos, es inverosímil que el “paciente 0″ de esta pandemia fuera un trabajador del Wuhan Institute of Virology infectado por el BatCoV RaTG13. No hay ninguna prueba de que, en ese Instituto o en ningún otro, se hubiera trabajado con el virus humano SARS-CoV-2 antes de que las autoridades chinas comunicaran las primeras infecciones en Wuhan, el 30 de diciembre de 2019. De todos modos, dada la forma como se suele manejar la información en ese país y los antecedentes que existen, valdría la pena investigar a fondo si se ha producido una ocultación de datos sensibles sobre este tema.
En cualquier caso, esta hipótesis, sin fundamento científico pero probablemente útil en el tablero de la geoestrategia mundial (sobre todo en el contexto de la rivalidad entre Estados Unidos y China), debería responder algunas preguntas clave. ¿El supuesto escape del laboratorio habría sido deliberado o accidental? Si fue intencionado, ¿con qué objetivo? ¿Quién sería el responsable? Ante las afirmaciones sin pruebas, estas preguntas quedan sin respuesta.
Por otra parte, incluso suponiendo que fuera cierta la idea del escape desde ese laboratorio (o desde cualquier otro), con ello no se estaría diciendo nada acerca del origen evolutivo del SARS-CoV-2. Por todo lo comentado más arriba, parece imposible que el virus fuera artificial. Si su origen es natural, nos encontraríamos de nuevo en el punto de partida.
Esa postura es parecida a la de quienes, en el ámbito de la investigación sobre origen de la vida, mantienen que microorganismos ya completamente formados llegaron a nuestro planeta hace unos 4.000 millones de años a bordo de meteoritos o núcleos cometarios. Tal hipótesis, conocida como “litopanspermia”, no responde a las preguntas sobre el origen de la vida, sino que simplemente las cambia de lugar. Lo que es peor, se convierte en un problema intratable por la ciencia, indistinguible del creacionismo.
En el siglo XVIII, David Hume y Pierre-Simon Laplace nos enseñaron que las afirmaciones extraordinarias requieren pruebas extraordinarias. Ante las afirmaciones de un origen artificial del SARS-CoV-2 o de un escape desde el laboratorio de Wuhan, sus autores no aportan ninguna prueba. Ni siquiera ordinaria. Por tanto, no demos ningún crédito a los bulos y centrémonos en lo que dice la ciencia, porque solo la investigación en los campos de la virología, la genética y la evolución nos permitirá conocer cómo se originó este virus. Ello contribuirá de manera decisiva al desarrollo de fármacos y vacunas, con los que finalmente lograremos vencer a la pandemia de COVID-19.
Por: Carlos Briones
Científico Titular del CSIC y Vocal de la Junta Directiva de la Sociedad Española de Virología, Centro de Astrobiología (INTA-CSIC)
Juli Peretó
Catedrático de Bioquímica y Biología Molecular e investigador del Instituto de Biología Integrativa de Sistemas I2SysBio (Universitat de València-CSIC), Universitat de València