Las etiquetas en salud mental siempre han tenido mala fama. El porqué se debe a su estigma profundamente desacreditador, tal como analizó el sociólogo norteamericano Erving Goffman en los años sesenta.
Tales etiquetas indicaban pertenencia a un grupo social menospreciado, agravado por razones de clase, etnia o cultura. Esto fue así en una época en que las identidades parecían sólidas y la diferencia normal-patológico clarividente. Los cuerdos estaban cuerdos y los locos, de atar.
Hoy, 60 años más tarde, estamos en otra época. De hecho, como ha mostrado la pandemia, quien más quien menos cojea de alguna “cosa”. Basta un dato: la primera edición del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM), editada en 1952 por la Asociación Estadounidense de Psiquiatría, contenía 106 categorías diagnósticas. Sin embargo, su última edición (la quinta), publicada en 2013, ha triplicado con creces la cifra de trastornos mentales.
En la actualidad, las etiquetas sobre salud mental tienen un “origen” diferente
Actualmente, los efectos discriminatorios del estigma no han desparecido, sino que han sido sustituidos por una nueva versión: la etiqueta (label). No es raro dar con personas que se autodefinen como bipolares, Asperger o con ansiedad de alto funcionamiento.
La novedad es que son los propios afectados los que buscan y solicitan estas etiquetas. Las reclaman para sí y, una vez conseguidas, esperan los tratamientos adecuados. También los beneficios que les corresponden (ayudas económicas, exenciones de tareas académicas o laborales, privilegios derivados de ese “déficit”…).
Una de las causas: el fácil acceso a la información
Internet ha supuesto toda una oportunidad para el autodiagnóstico y para la creación de nuevos trastornos. Es el caso de la llamada “Enfermedad inducida por las redes sociales masivas” (MSMI). La MSMI replica síntomas parecidos a los que cuenta en su exitoso canal de YouTube el alemán Jan Zimmermann. A través de la plataforma, Zimmermann relata su vida con el síndrome Gilles de la Tourette, un trastorno caracterizado por movimientos repetitivos o sonidos indeseados difíciles de controlar.
El canal se ha hecho muy popular entre los jóvenes. Tras un consumo continuado de tal contenido, acuden a consulta mostrando movimientos, vocalizaciones, palabras y comportamientos obscenos. Una especie de tics que, en realidad, son claramente imitación de los síntomas asociados al síndrome. Aun así, muestran estar convencidos de ese diagnóstico y lo acogen como su nuevo nombre. Sin culpa ni vergüenza. TikTok también se llena de canales en los que cada uno puede encontrar –a través del llamado efecto horóscopo– rasgos de un trastorno compatible con su persona. Una vez localizado, se incluyen a sí mismos en esa categoría.
¿Quién no se ha sentido un Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad (TDAH) leyendo sobre síntomas como inquietud, despiste, impulsividad, teniendo en cuenta que nuestra multitarea cotidiana es perfectamente compatible con esos signos supuestamente patológicos? ¿O quién no se ha percibido como bipolar al tomar en consideración sus cambios de humor habituales, desde la euforia hasta la depresión? Esas etiquetas tienen éxito porque cubren el hueco de las identidades evanescentes.
Diferentes consideraciones, diferentes problemas
Al contrario que en el viejo estigma segregativo -que situaba en los márgenes a los estigmatizados-, las nuevas etiquetas, más ligeras y actuales, incluyen a los así designados en comunidades que comparten el “nombre”. Reivindican, además, sus derechos y su ser en el mundo. “Yo soy…”.
Justo cuando declina el viejo régimen patriarcal que nominaba a las personas y definía los lugares que les correspondían, asistimos a estos nuevos ritos sociales de bautizo. Donde se situaba el nombre ligado al padre tradicional, encontramos otros que definen nuevas identidades, que asignan nuevos roles.
Su lado positivo aparece cuando el testimonio de un personaje público influyente favorece la eliminación de todas aquellas barreras y obstáculos que les impiden arreglárselas con su síntoma. Que una actriz, futbolista, modelo o político hable de su autismo, bipolaridad o hiperactividad “legitima” la condición de muchos que se sienten identificados con ello, estén diagnosticados o no. Disuelve, en parte, esa función segregativa del viejo estigma.
La fragilidad del sujeto puede suponer un problema en esta “autodenominación”
El problema se observa cuando la fragilidad de algunas personas, como es el caso de los cuadros diagnósticos más graves (psicosis) o niños y adolescentes (más vulnerables frente a esas nominaciones) los deja a merced de la etiqueta. Sin margen para hacer un uso a la carta y particularizado que no los excluya de los lazos sociales.
Tal etiqueta se convierte en una jaula de hierro. Encorseta al sujeto, proponiéndole ‘soluciones’ rígidas. Una medicación excesiva y cronificada, unos protocolos de cuidados invalidantes, una discriminación en los itinerarios educativos o laborales… Es entonces cuando reaparece el lado más segregativo del estigma. Aquel que no puede enmascararse por el pedigrí de nuevas etiquetas que aspiran a “normalizar” las diferencias. Diversidades del ser humano que el estigma patologizaba de manera inmediata. Fue el psicoanalista Jacques Lacan –con una larga experiencia clínica también como psiquiatra en sus inicios– quien en los años setenta pronunció la frase:
“Todo el mundo es loco”
Así señalaba que cada uno y cada una –sin excepciones– debe encontrar sus formulas para vivir y reconciliarse consigo mismo. Mientras que algunas de esas formas son más habituales y compartidas, otras toman un carácter más extraordinario, sin que por ello sean menos válidas.
Por:
José Ramón Ubieto Pardo
Profesor colaborador de los Estudios de Psicología y Ciencias de la Educación. Psicoanalista, UOC - Universitat Oberta de Catalunya
Artículo publicado originalmente en The Conversation el 2 de febrero de 2022