ACTO DE RECONOCIMIENTO
COMISIÓN DE LA VERDAD
23 DE JUNIO DE 2021
La Comisión de la Verdad nos ha solicitado participar en este acto de reconocimiento dedicado al crimen del secuestro, para darnos la oportunidad a quienes fuimos secuestrados de oír a los exmiembros de las Farc expresar públicamente, ante nosotros, sus víctimas, y ante la nación, los sentimientos que los embargan al asumir el dolor irreparable que han causado.
Este ejercicio, que sin duda nos ha exigido valor a cada uno, nos identifica y nos restablece en la tradición de generosidad de la familia colombiana. No es una formalidad jurídica o política relacionada con el acuerdo de paz, sino ante todo un ejercicio espiritual, que nos obliga a mirarnos desde adentro, para tomar posición ante el mundo que anticipamos para nuestros hijos y que soñamos como meta para Colombia.
Esto es lo que ha entendido el padre Francisco de Roux, presidente de la Comisión de la Verdad, quien sin descanso ha intentado reparar la trama rota de nuestro sentir colectivo, y quien nos cogió de la mano para prepararnos a oír a quienes fueron nuestros verdugos, con la esperanza de que, al hacerlo, pudiéramos acceder a una nueva humanidad, dignificando nuestro sufrimiento al mirarlo a través del lente de quienes nos lo produjeron. Por ello, quiero agradecerle. También quiero agradecerles a los comisionados y a cada uno de los miembros de la Comisión de la Verdad que hicieron este evento posible.
Aquí estamos los que estamos, cargando nuestras heridas y nuestros muertos, con la dificultad de mirarnos los unos a los otros a la cara, con el dolor de oírnos y con el pudor de nuestras emociones, pero con la decisión compartida de contribuir a romper el círculo vicioso de la violencia cuando vemos que intenta reaparecer en las dramáticas confrontaciones que vienen enlutando al país.
El valor de este encuentro reside, entonces, en que quienes actuaron como señores de la guerra y quienes los padecieron, todos aquellos que estuvimos en el ojo del huracán de la guerra, nos levantamos al unísono ante Colombia, para decirle al país que la guerra es un fracaso, que solo ha servido para que nada cambie, y para seguir postergando el futuro de nuestra juventud.
Yo nunca hubiera imaginado desde lo profundo de mi cautiverio que un día tendría la posibilidad de un diálogo humano con mis antiguos captores. Lo que quiero transmitirle al país, en esta situación tan difícil que atravesamos, es que la violencia nunca ha sido ni será la solución. Y que si, los que estamos aquí presentes, hijos de Colombia, marcados en carne viva por el odio, hemos podido escucharnos en este teatro, tratando de liberarnos de las cadenas del rencor y de la venganza, del orgullo y del miedo… si hemos podido escucharnos y hablarnos con todo lo que nos cuesta, entonces podemos decir que el amor es más grande. Que hay esperanza. Y si hay esperanza, hay futuro.
Quienes padecimos las acciones y las omisiones de los antiguos integrantes de las Farc sabemos que la reconciliación es una palabra que pesa mucho, y que el camino que llega hasta ella, más allá de cualquier perdón por parte de nosotros, sus víctimas, pasa por una búsqueda de redención por parte de quienes fueron nuestros victimarios.
Esa redención no es cosa diferente, en realidad, al proceso de rehumanización al cual la paz nos ha citado a cada uno de los colombianos. Es cierto que todos queremos la paz. Pero la paz necesita un cambio profundo de nuestra relación con el otro. Porque la paz es ante todo una relación humana. Por eso, hoy hemos hecho el esfuerzo de reencontrar lo profundamente humano en el fondo de nuestros corazones, y de transformarlo en una palabra que sana. Nuestro reto ha sido, pues, encontrar una forma nueva de hablarnos para inaugurar otro tipo de relación entre nosotros, acorde con nuestra decisión de paz.
(…)
Han pasado muchos años, 13 para ser exacta, desde la última vez que estuve en presencia de algún miembro de las Farc. A pesar del tiempo transcurrido, las emociones siguen siendo fuertes, tan fuertes como las imágenes que quedaron grabadas en mi memoria. Lo hemos visto hoy, fuimos todos, ellos y nosotros, sacrificados en el altar de una ideología que pretendía detentar el secreto del bienestar humano. Fuimos todos, ellos y nosotros, deformados por la deshumanización a la que esta ideologización dio origen. A nombre del pueblo, las Farc se convirtieron en los verdugos del pueblo, convencidos de que su causa era justa y los autorizaba a cualquier criminalidad. No fueron los únicos verdugos. Otros, con otras ideologías, y a nombre del mismo pueblo, hicieron lo propio, inundando a Colombia en un baño de sangre.
A pesar de toda nuestra locura colectiva, hoy hemos podido ponernos de acuerdo por primera vez en una cosa: que el fin no justifica los medios.
Hemos también comprendido los peligros de mirar el mundo a través del lente reduccionista de las ideologías. Estas nos llevan a asumir posiciones fundamentalistas, que nos aíslan y nos impiden ampliar nuestro análisis, al desechar de plano otros puntos de vista. Ser conscientes de estas deformaciones del análisis es ya de hecho un instrumento invaluable para abrir nuestras mentes y nuestros corazones a los principios básicos de la fraternidad, sin la cual no hay ni igualdad, ni libertad, y tampoco hay paz. Que nunca más podamos pensar que una idea vale más que una vida humana.
Por eso, estoy agradecida con la patria nuestra, con nuestra Colombia que, en su magnanimidad y en su grandeza, al acordar un pacto de paz, ciertamente imperfecto e incompleto, nos entregó lo que es ahora el único instrumento que tenemos para salir de la barbarie.
No todo está olvidado. Esto no es un ejercicio para hacer tabula rasa, sino para recordar. No es porque este acto se da que pasamos por encima de todos los sufrimientos: del de Andrés Felipe Pérez, el niño que murió de cáncer esperando a su papá, Norberto Pérez, porque ustedes, comandantes de las Farc en ese momento, no quisieron liberarlo a pesar del clamor nacional, y luego lo ejecutaron cuando intentó escapar; o a Peña, que lo sacaron del campo de concentración de Sombra y lo mataron como a un perro, o a Julián Guevara, que murió sufriendo en cautiverio porque no le dieron atención médica. Esto que pasó no lo olvidamos, porque no es sobre un terreno virgen que construimos una nueva Colombia. Al contrario, esta es nuestra verdad colectiva, estas son las fundaciones sobre las cuales debemos construir una Colombia sin guerra. Es a partir de esto que podemos entender lo que nos pasó para evitar que se repita. Y esta es la historia que se tiene contar, que tiene que hacer parte de nuestra narrativa nacional, que deben conocer y estudiar nuestros niños en las escuelas, para que ellos entiendan que, a pesar de todo esto, pudo hacerse un acuerdo de paz, que pudimos mirarnos a la cara y salir de esta espiral de violencia. Para que nuestros jóvenes, que se están manifestando y aquellos policías que, llevados por el miedo y las ideologías de guerra, los mataron por terroristas entiendan la diferencia y no vuelvan a empezar. Para que nuestros políticos, nuestros dirigentes, nuestros líderes religiosos, nuestros dirigentes gremiales, académicos e intelectuales, nuestros periodistas, se aproximen a lo que nos sucedió como país con el respeto y la restricción indispensables para que esto no vuelva a suceder.
Aquí, frente a Colombia, frente a nuestras familias y a nosotros mismos, provenientes de todas las experiencias de la guerra, de todos los rincones del país, de todos los credos y de todas las sensibilidades políticas, mujeres y hombres de todas las generaciones, le hemos querido dejar a la Historia nuestra única verdad, la de afirmar que, como colombianos, no queremos volver nunca al pasado y que estamos listos para enmendar y construir hombro a hombro un nuevo futuro para todos.
ÍNGRID BETANCOURT
Bogotá, 23 de junio de 2021