Por Fred Seifert y Guilherme Teixeira*
En Colombia, el debate viene creciendo, especialmente después de la adopción del impuesto al carbono (Ley 1819 de 2016) y el establecimiento de la comisión para el desarrollo de mercados de carbono (Resolución 0552 de 2022). Asimismo, hay muchos avances necesarios en el país en este tema.
Uno de los principales es la extensión del impuesto al carbono, que hoy en día se aplica solamente a la primera actividad de la cadena de suministro por venta, importación o autoconsumo de cualquiera de los combustibles fósiles. Por otro lado, la ganadería, la agricultura y el cambio de uso del suelo, los sectores que más generan emisiones en Colombia (Ideam 2022), siguen fuera del alcance del impuesto.
Otro punto relevante es sobre el precio del carbono practicado en el país. Mientras varias instituciones internacionales defienden un valor mínimo desde ya para grandes emisores entre USD 25-75, el valor en Colombia está alrededor de los USD 6.
Finalmente, la forma en que se llevará a cabo la interacción entre los mercados voluntarios de carbono existentes y el mercado regulado en discusión también plantea inquietudes. Al mismo tiempo, varios actores se están moviendo para participar en este mercado de futuros, con empresas e instituciones financieras pensando cómo posicionarse ya en 2024.
El establecimiento de un mercado regulado es un paso importante, pero no puede ocultar el papel de otro instrumento financiero: el crédito. Sí, simplemente crédito, sin complemento: poner recursos financieros a disposición de una persona u organización que se comprometa a devolver esta cantidad con intereses en un plazo definido.
Este instrumento milenario, creado precisamente para permitir el desarrollo de las actividades agrícolas, no debe ser eclipsado por los créditos de carbono, ya que cumple un papel fundamental en la transición hacia una economía baja en carbono, de diferentes maneras. En primer lugar, las empresas y los agricultores necesitan capital para obtener tecnologías que reduzcan las emisiones y se adapten a los fenómenos climáticos, como las sequías y las inundaciones, que serán más frecuentes e intensos.
Esta necesidad de capital se traduce en demanda de crédito. Por lo tanto, abre grandes oportunidades para los proveedores de crédito como bancos, fondos de crédito y otras grandes empresas de las cadenas de valor.
Otra forma de utilizar el crédito como aliado de la sostenibilidad es trabajar no solo con el objeto de financiamiento, sino también con las condiciones. Los prestatarios que adoptan prácticas más sostenibles pueden tener tasas más bajas, un período de gracia más largo o un plazo completo para el pago, o incluso asistencia técnica asociada. Al fin y al cabo, las prácticas menos sostenibles pueden significar un mayor riesgo, lo que disminuye el apetito y endurece las condiciones por parte de los proveedores de recursos.
La ventaja es que ninguno de estos enfoques requiere la creación de nuevos instrumentos financieros. Es el crédito tal como es, pero al servicio de la sostenibilidad, una discusión que no es nueva, pero que debería haberse dado hace tiempo. En el caso de la agricultura colombiana, por ejemplo, es necesario mover esta palanca.
De hecho, hay capacidad para ampliar la oferta de crédito, especialmente para los sectores que más lo necesitan. Se estima que los fondos y emisiones de bonos verdes en todo el mundo tienen un valor estimado de más de 5 billones de dólares (UNCTAD, 2021).
Muchos de estos recursos se dedican a las energías renovables, el transporte y la industria, y en los países más desarrollados. Es cierto que, a nivel global, estos son los mayores emisores de GEI del mundo, pero existe un enorme potencial para crecer la participación del agronegocio en estos recursos, especialmente en Latinoamérica.
Además, el contexto más amplio de la financiación climática demuestra que necesitamos al menos seis veces los recursos dedicados anualmente a la lucha contra el cambio climático (BNEF, 2023). Además, es necesario mejorar la asignación de estos recursos, dado que gran parte se destina a la mitigación y a los sectores mencionados anteriormente (IPC, 2023), mientras que, en Colombia y en la región latinoamericana, las principales necesidades son de adaptación y cambios en el uso del suelo, de gran relevancia para el sector agropecuario.
Los flujos internacionales pueden ser reconducidos en este sentido, siempre y cuando tengamos claridad sobre los criterios para asignarlos de la mejor manera posible. A ello contribuyen iniciativas como las taxonomías de actividades sostenibles, ya creadas en Colombia, México y Panamá –en desarrollo en otros países de la región–, así como reglas para el sector financiero enfocadas en gestionar riesgos ambientales, sociales y climáticos, como la Circular 031 de la SFC.
Es cierto que Colombia no es referente en el desarrollo de los mercados de créditos de carbono, pero tampoco debe verse este mercado como la solución final para la crisis climática. Como un nuevo mecanismo financiero, con regulación por definir, alta percepción de riesgos por parte de los agentes, además de incertidumbres en cuanto a la medición de su impacto real, estos mercados aún tienen obstáculos que superar para contribuir de manera efectiva a una economía baja en carbono, y con poco tiempo para su resolución, según dice la ciencia.
Y también existe el riesgo de greenwashing: ya vemos iniciativas incoherentes en el mundo, como instituciones financieras que desarrollan soluciones para el comercio de créditos de carbono sin preocuparse por reducir la financiación de actividades intensivas en carbono, y la falta de transparencia sobre los créditos generados y sus beneficios reales. De hecho, el Carbon Market Watch lanzó hace unos años un reporte indicando que al menos dos grandes proyectos (Matavén y Kaliawiri) generaron millones de bonos de carbono sin beneficios reales, al establecer líneas base artificialmente altas.
Necesitamos acelerar el uso del crédito tradicional incorporando aspectos sostenibles. También precisamos de líneas de financiamiento, capital de trabajo y títulos de deuda capaces de movilizar los billones necesarios para una economía más resiliente y sostenible, junto con otros mecanismos financieros tradicionales, como la inversión en acciones.
Los nuevos instrumentos, como los créditos de carbono, vienen a sumar, no a resolver. A su vez, el crédito “libre de carbono” puede –y debe– ser el protagonista.
* Fred Seifert y Guilherme Teixeira son socios líderes para el sector financiero, respectivamente, para América Latina y el Caribe (ex Brasil) y Brasil en ERM.