La Guajira es la tierra prometida de la transición energética en Colombia. Este departamento del norte del país, con un territorio principalmente desértico y habitado en su mayoría por tribus indígenas milenarias, es hoy el lugar donde se cifran las esperanzas de iluminar la vida de millones de personas a partir de la fuerza de los vientos y la potencia del sol. Y, por esa vía, convertir a Colombia en un líder de las energías renovables en tiempos en los que la humanidad lucha contra el calentamiento global.
El potencial es enorme. Según cifras de la Asociación Colombiana de Energías Renovables, los vientos en algunas zonas de La Guajira corren en promedio a 10 metros por segundo y, gracias a esa velocidad de clase mundial, pueden llegar a producir 18 GW de electricidad. Esta cifra es muy similar a la actual capacidad instalada de todo el sistema de generación del país. Pero el camino es largo. Actualmente, la energía eólica representa apenas el 0,1 por ciento de la electricidad que se produce en Colombia.
Desde hace varios años, en La Guajira se vienen planeando y ejecutando múltiples iniciativas para cerrar esa brecha entre lo posible y lo real. En un informe de junio de 2023, la Unidad de Planeación Minero Energética (UPME) muestra que en todo el país hay 20 proyectos de generación eléctrica en construcción con algún tipo de compromiso que respalda su entrada en operación, es decir, que está garantizada su ejecución porque sus aportes ya hacen parte de los cálculos para atender la demanda actual del país. De ellos, diez son eólicos y todos están ubicados en La Guajira.
Pero las expectativas sobre esta región van aún más lejos. En una publicación reciente de Indepaz, la investigadora Joanna Barney encontró que en La Guajira hay 50 proyectos eólicos en tierra con algún tipo de trámite ante la UPME, Corpoguajira o el Ministerio del Interior. Según los cálculos presentados por la autora, las empresas a cargo de estas iniciativas esperan generar 9GW cuando todas estén en operación. Es decir, cerca de la mitad de la capacidad instalada actual en Colombia.
Sin embargo, la ruta hacia ese paraíso está empedrada de múltiples tensiones ambientales y sociales. De acuerdo con Barney, “la extensión de los territorios ocupados solo por los parques será de unas 52.000 hectáreas (sin contar con las líneas de transmisión necesarias para conectarlos al sistema) y se utilizarán aproximadamente 2800 aerogeneradores. Además, el 98 por ciento de los parques, las vías de acceso y demás obras requeridas para implementar estos proyectos están en territorio ancestral del pueblo wayú. Encontramos que en 21 proyectos eólicos presentan conflictos con las comunidades de sus áreas de influencia”.
Historia de desilusiones
“Lo que pasa actualmente en La Guajira no se puede entender sin tener en cuenta la historia de la explotación del carbón y el gas, que comenzó hace más de 50 años en la región”, afirma Sandra Rátiva, ambientalista e investigadora sobre temas de energía. Al comienzo, estas actividades fueron vistas con gran esperanza por las comunidades de la región. La posibilidad de contar con una compensación por los territorios convertidos en minas, sumada a las oportunidades de empleo en el proyecto, permitió que por muchos años este contara con una especie de licencia social.
“Lo que pasa actualmente en La Guajira no se puede entender sin tener en cuenta la historia del carbón y el gas, que comenzó hace más de 50 años en la región”, dice Sandra Rátiva, ambientalista e investigadora sobre temas de energía.
Con el paso del tiempo, y a medida que la propiedad de la empresa fue pasando a manos de capitales privados, la conflictividad social y ambiental ha ido aumentando por cuenta del desbalance entre los beneficios percibidos y los impactos negativos asumidos. Pese a la incontable riqueza que se extrae de estos territorios, La Guajira hoy ostenta algunos de los peores indicadores sociales y ambientales en Colombia.
De acuerdo con un reporte de la Cámara de Comercio de La Guajira, mientras el 46 por ciento del Producto Interno Bruto depende de la explotación de minas y canteras, el índice de pobreza medida en términos monetarios es del 67,4 por ciento, el más alto del país junto a Chocó. Un informe de 2019 del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) contiene algunas de las cifras más recientes que existen sobre esta situación. El 84,23 por ciento del departamento tiene cobertura de acueducto. De este porcentaje tan solo el 4 por ciento es cobertura rural.
“El bajo acceso y la mala calidad del agua inciden en que las enfermedades gastrointestinales sean 2,4 veces superiores al promedio nacional, y que la tasa de prevalencia de la desnutrición sea 3,1 veces superior a la nacional, lo que afecta significativamente a la población indígena que ocupa los territorios dispersos de la Alta y Media Guajira”, afirma el documento.
Con este panorama en mente, es posible entender los orígenes de la conflictividad social que rodea el desarrollo de los proyectos de generación de energía eólica en La Guajira. “Es claro que el modelo minero-energético que se ha implementado en esta región no ha significado bienestar o calidad de vida para la mayor parte de la población. Al contrario, ha generado dependencia de una economía de enclave que ha deteriorado los valores sociales y ambientales del territorio. Eso es lo que debe cambiar para que la transición energética sea una realidad en el departamento”, afirma Rátiva.
¿Justicia en la transición?
La idea de la transición energética está estrechamente ligada a la lucha contra el calentamiento global causado por la quema de combustibles fósiles. Este proceso tiene sus orígenes a finales de la década del 80, cuando comenzó a forjarse un consenso mundial alrededor de la necesidad de reducir las emisiones contaminantes a la atmósfera para evitar que las temperaturas aumentaran a niveles que hicieran inviable la vida humana en el planeta. Para lograr ese propósito, se ha vuelto necesario encontrar fuentes de energía que reemplacen el petróleo y el carbón.
El auge de los proyectos eólicos en La Guajira se enmarca en ese contexto internacional, que se refleja también en el hecho de que gran parte de las empresas interesadas en aprovechar esta oportunidad son de capital extranjero. También se trata de un proceso de largo plazo en el ámbito local, pues el primer parque eólico del país, Jepirachi, comenzó su operación en 2004; la primera ley de energías renovables fue expedida en 2014 y las primeras normas relacionadas con la transición energética fueron expedidas durante el gobierno anterior.
La actual administración ha heredado este acumulado y ha intentado redoblar las apuestas en consonancia con un discurso más radical respecto a la urgencia de abandonar las exploraciones de combustibles fósiles, mientras se enfocan grandes esfuerzos en destrabar el avance de los proyectos de energías renovables a través de acuerdos entre instituciones públicas, empresas y comunidades. Ese es el objetivo del ‘Pacto por la transición energética justa en La Guajira’, que fue firmado a finales de junio de este año por 12 empresas, representantes de los pueblos wayú y entidades del orden regional y nacional.
Pese a esta postura del Gobierno nacional, el proceso no ha estado exento de avances y retrocesos. En mayo de este año, la empresa italiana Enel informó que suspendió indefinidamente la construcción del parque eólico Windpeshi, con capacidad de generar hasta 205MW de electricidad, debido a los retrasos causados por “las constantes vías de hecho y altas expectativas que superan el marco de actuación de la organización”.
En contraste, a principios de julio, el Grupo de Energía de Bogotá logró completar 235 consultas previas con comunidades indígenas de la zona para avanzar en la construcción de La Colectora, una línea de transmisión eléctrica de 475 kilómetros, que es fundamental para poder canalizar hacia el Sistema Interconectado la electricidad que se espera generar en los proyectos eólicos que están planeados a lo largo de toda La Guajira.
“El Gobierno está intentando replantear el aspecto social de estas iniciativas a partir de los errores que se han cometido antes”, afirma Weildler Guerra, antropólogo y profesor universitario wayú. “Acá la gente no está en contra de estos proyectos. Lo que pasa es que hemos aprendido de las lecciones del pasado. Sabemos que sí existen los impactos ambientales y sociales, por eso lo que se busca es que sean compensados proporcionalmente y que las comunidades esta vez sí participen de los beneficios económicos que se generan”, continúa.
Según Guerra, hay al menos dos aspectos que se deben tener en cuenta para desatascar el avance de la transición energética en La Guajira. El primero es que exista un reconocimiento por parte de las empresas de las características culturales de los pueblos wayú, de la manera como se relacionan con elementos de su entorno como los vientos y la forma en que entienden la pertenencia a un territorio.
El segundo es que el Gobierno se debe asegurar de que las poblaciones no negocien su aprobación a los proyectos a cambio de bienes básicos como el agua o la salud, pues esto los pone en situación vulnerable frente a los intereses corporativos.
“Para que esto funcione debemos ver esta situación como un gana-gana. Las compañías deben respetar las creencias y las prácticas de las comunidades y adaptar sus intervenciones a estas dinámicas. El Gobierno es el encargado de crear las reglas claras para que los derechos de ambas partes sean respetados y su política de transición avance.
Cuando estas condiciones se cumplan, los pueblos wayú deben asumir una responsabilidad para que sus demandas sí correspondan a las obligaciones del Estado y las empresas”, concluye Guerra.
Con la transición energética, La Guajira se juega nuevamente una gran oportunidad de convertir la riqueza natural de su territorio en verdadero bienestar para sus habitantes. La fórmula para lograrlo es clara: articular los intereses económicos con la garantía de una vida digna para las comunidades y la conservación de su entorno natural y cultural. Esta es la única combinación que permitirá que en esta región de Colombia se cumpla la promesa del desarrollo en tiempos de cambio climático.