Por: Felipe García-Cardona*
Su finca, de 25 hectáreas, descansa sobre una de las laderas del majestuoso Parque Nacional Natural los Nevados, a unos 3100 metros de altura sobre el nivel del mar. Se levanta en un pequeño y pintoresco municipio llamado Murillo, en el Tolima, que atestigua la historia reciente de Colombia, de violencia y construcción de paz.
Entusiasta y emprendedor, Julián Moreno, de 37 años, creció en esta finca. Heredó de su padre el modelo tradicional de ganadería, instalado por décadas en la alta montaña de los Andes colombianos, con animales pesados en laderas pendientes y pasturas de baja productividad. A lo largo del tiempo, el capital natural de su finca, es decir las fuentes de agua, los bosques altoandinos que tanto disfrutó en su infancia y la cobertura orgánica del suelo, se degradó.
Consciente del estado de su finca y de la pérdida de productividad ocasionada por esa degradación, hace cinco años comenzó a recuperarla. Apoyado en recursos externos de cooperación, se pasó a la ganadería sostenible, rotando potreros y sembrando barreras rompevientos, que a los pastos les dan humedad.
Los beneficios de ese cambio de rumbo son pasturas más productivas, mayor cantidad de comida para las vacas y, a largo plazo, más litros de leche para vender. No obstante, lo que Moreno produce de leche hoy difícilmente le alcanza para vender los 80 litros diarios que necesita para subsistir –le pagan 2000 pesos por litro–. Recuperar el capital natural de su finca y llegar a los niveles de productividad originales le tomará años y muchos más recursos.
Su historia es un retrato idéntico al de muchas áreas rurales de Colombia, que han perdido sus bosques, afectado su biodiversidad y alterado considerablemente sus servicios ecosistémicos.
El país ha perdido, en promedio, 170.000 hectáreas de bosque por año en la última década. El 58 por ciento de nuestra contribución a los gases de efecto invernadero es producto de la transformación del uso del suelo. Según un estudio de Biofin y el PNUD, los incentivos a la producción agropecuaria han afectado directamente la biodiversidad y los bosques en el país. Según la Cepal, varios departamentos han sacrificado su capital natural en las últimas décadas.
Desde tiempos de la Colonia se construyó el imaginario de que los bosques eran proveedores inagotables de recursos para el desarrollo del país. En el Instituto Humboldt encontramos una relación inversa entre el crecimiento económico de los departamentos y la pérdida de su capital natural.
El índice de huella espacial humana construido en el instituto, muestra de manera dramática la forma en que el desarrollo ha acabado con ecosistemas completos en el país. El bosque seco tropical, por ejemplo, cuenta hoy con el 8 por ciento de lo que tenía originalmente. Este ecosistema y sus especies tienen mucho qué enseñarnos sobre adaptación al cambio climático, que fluctúa entre sequías extremas y periodos muy cortos de lluvia. Hoy tenemos unos pocos parches del mismo ecosistema en varias regiones del país; si la amenaza continúa, su pérdida será irreversible.
¿Cómo revertir esta tendencia? ¿Cuándo lograremos parar esta pérdida del capital natural? ¿Cómo recuperar los ecosistemas y los suelos que han sido degradados?
Debemos buscar las respuestas no solo en las políticas públicas o en los anuncios grandilocuentes de espacios de debate internacional, que tienen sobrediagnosticado el problema. Las respuestas tienen que venir de campesinos como Julián Moreno y de consumidores como usted o yo.
Una respuesta: la economía forestal
Si queremos preservar los bosques del país, una de tantas respuestas inicia en los llamados productos no maderables del bosque. Los bosques colombianos, que no son solo madera, sino ecosistemas ricos en frutos, semillas, hojas, exudados y resinas, han sido arrasados inmisericordemente por décadas. Las comunidades indígenas del país han podido, a lo largo de milenios, cosecharlos sin destruirlos.
Gracias a la maravillosa conjunción del conocimiento tradicional y el científico, tenemos documentadas en el país más de 7400 especies de plantas útiles y casi 400 especies de hongos, muchas son productos no maderables del bosque. Cada hectárea que deforestamos pierde cientos de estas plantas útiles que pueden ser parte de una economía forestal que nutra la industria de alimentos, bebidas, cosméticos, nutracéuticos y fitoterapéuticos, tanto para el mercado nacional como para el de exportación. Según cifras del Plan Nacional de Desarrollo 2023–2026, hoy estamos usando menos del 2 por ciento de nuestros bosques de manera sostenible.
El consumo de un helado de temporada de nuez de guáimaro, de una heladería como Selva Nevada, o de un jugo de corozo en el mercado central de Barranquilla contribuye a preservar el bosque seco tropical colombiano, por las cadenas de valor que genera, que retornan con beneficios a las comunidades. El consumo sostenible de una pulpa de camu camu, un aceite de sacha inchi, un aceite esencial de cacay, un jugo de canangucha o un liofilizado de asaí, de las decenas de empresas que hacen innovación con estos productos, sirven para proteger la selva amazónica y las sabanas de la Orinoquía. El consumo de una salsa de frutos con agraz o de un jugo de guayaba de chamba contribuyen a proteger los arbustales de la alta montaña de los Andes.
Todos podemos comenzar a cambiar la realidad de los bosques solo con actos de consumo consciente. El país ha desarrollado en el ámbito normativo uno de los decretos más avanzados en cómo usar de manera sostenible estos productos no maderables del bosque, el Decreto 690 de 2021, que generó reglas de juego claras a las empresas y a las corporaciones autónomas regionales para usar de manera sostenible los productos no maderables del bosque.
Desde el Humboldt, hemos desarrollado estudios técnicos para seis especies en tres regiones del país, y seguimos avanzando en la construcción de protocolos de uso y aprovechamiento para igual número de corporaciones autónomas, primero con la cooperación del Reino Unido, por medio del programa Partnerships for Forest, P4F, y ahora con la cooperación Suiza, mediante el programa Colombia más Competitiva, de Swiss Contact.
Los bosques colombianos, casi 60 millones de hectáreas, pueden llegar a ser una enorme fuente de riqueza para las comunidades y el país, si los manejamos sosteniblemente. Ese manejo debe comenzar por, al menos, no tumbarlos. La deforestación es la mayor amenaza a nuestro capital natural. El esfuerzo por restaurar las áreas que han sido objeto de tala y quema por años es una tarea enorme y muy costosa. Voy a ilustrar esta afirmación con un ejemplo: en un departamento como Caquetá, del tamaño de Corea del Sur, se pueden perder diariamente 104 hectáreas de bosque, el equivalente a 150 canchas de fútbol. Para restaurarlas con especies nativas, se necesitarían cerca de 50.000 árboles. Uno de los megaviveros de la iniciativa Amazonía Emprende, en ese departamento, produce al año 100.000 árboles; es decir, apenas sería capaz de revertir dos días de deforestación. Se requerirían, entonces, 180 megaviveros en el Caquetá para apenas equilibrar la deforestación de un año, sin contar con lo que se ha perdido por décadas.
Producir de manera masiva especies nativas de estos ecosistemas no es una tarea sencilla: se requiere de ciencia, tecnología e innovación. Estamos hablando de que es necesario instalar una industria de la restauración que requiere de inversiones millonarias y sostenidas. Lo anterior implica generar capacidades en el territorio y estructurar clústeres y cadenas de valor.
Otra respuesta: la ganadería regenerativa
Pero esta historia no termina allí. Recuperar el capital natural de 27 millones de hectáreas degradadas por la ganadería tampoco es una tarea sencilla. Debe iniciarse por el cambio de la mentalidad ganadera tradicional a una regenerativa, que comienza con la recuperación de los suelos. Cuando degradamos un suelo, perdemos millones de microorganismos, miles de artrópodos y otras especies que le dan vida, y lo volvemos ‘muerto’, como el del desierto.
Tenemos ejemplos motivadores. Dos de las empresas lácteas más grandes del país han comenzado a integrar y a invertir en una ganadería regenerativa como parte de su cadena de valor. Muchos ganaderos del Magdalena Medio tienen hoy fincas doble propósito –carne y leche– de ganadería regenerativa, en las que han eliminado las ivermectinas, reducido los antibióticos, implementado la labranza mínima, recuperado escarabajos e implementando rotación controlada de potreros, entre muchas otras prácticas. Han transformado sus modelos de producción y son ahora más rentables de lo que eran antes, dado que han recuperado su principal capital natural: el suelo. Ganaderos como Julián Moreno no están solos: ya hacen parte de redes virtuosas que siguen siendo todavía la excepción más que la regla.
Proteger el capital natural del país y recuperar aquel que hemos perdido tomará muchas décadas. Costa Rica, 22 veces más pequeño que nosotros, tomó esta decisión en los años 80, cuando la cobertura de bosques había descendido al 30 por ciento. Lograron revertir esa tendencia: hoy, con una serie de estrategias, políticas y recursos, están en un nivel similar al nuestro, 52 por ciento del país está cubierto por bosques.
Está visto que esta no debe ser solo una preocupación de las políticas ambientales, también debe ser una decisión desde lo local, desde el ordenamiento de cada finca, predio, resguardo, consejo comunitario, municipio, departamento, etc. Pero, finalmente, también está en cada uno de nosotros, en cada acto de consumo que hagamos también puede estar la diferencia. La decisión debe ser de todos.
*Gerente del Centro de Economía y Finanzas de la Biodiversidad del Instituto Humboldt