El primer recuerdo que tengo del Teatro Libre de Bogotá es el de un telón pintado de manera rústica, en el que un campesino atacaba con un machete a un terrateniente, apoyado por compañeros de rebelión. Yo debía tener catorce años, si la memoria no me falla, y asistía por primera vez a un Festival de Teatro de Manizales. Hasta ese momento, el arte era para mí un asunto de emociones espirituales. Pero, cuando se abrió el telón con el campesino en armas, todo mi edificio infantil se derrumbó. Por más de tres horas fui testigo de una pieza que se llamaba La verdadera historia de Milciades García en la que se contaba la historia del movimiento campesino y luego, en un gran flashback, la historia del movimiento obrero, hasta que todos, obreros y campesinos, se tomaban el poder en el escenario. Los espectadores aplaudían frenéticos y salían del auditorio universitario con ganas de asesinar al presidente de la República. Ese mismo año vi, en ese mismo festival, La ciudad dorada, segunda creación colectiva del Teatro La Candelaria, La denuncia, creación colectiva del Teatro Experimental de Cali sobre la matanza de las bananeras y, entre otras más, Delito, condena y ejecución de una gallina de Manuel José Arce, representada por el Teatro Popular de Bogotá. Las obras se acompañaban con fieros debates donde los de unas y otras tendencias de la izquierda se masacraban en insultos e improperios.  Después de ese festival crecí más rápido. Entendí que el teatro era un asunto de pasiones religiosas, de sacrificios, odios, envidias y resistencias. Me acostumbré a entender lo que iba a ver, antes de entrar a las salas. Sabía que, si iba a ser testigo de Un pobre gallo de pelea, La madre, Los inquilinos de la ira o La huelga, los primitivos montajes militantes del Teatro Libre, me iba a encontrar con una agenda política de la que debería soportar sus reglas, o hacer mutis por el foro. Sin embargo, amaba los oficios del arte como nada en este mundo y el refugio de cualquier montaje me servía para alejarme de los horrores de la realidad.  La segunda cachetada que recibí del Teatro Libre de Bogotá la recibí en 1978, cuando vi el montaje de El rey Lear de Shakespeare. Yo no podía creerlo: aquel grupo de fieros militantes que casi nunca sonreían se enfrentaban a un montaje, con todas las vocales, de un clásico del teatro isabelino sin anacronismos, sin lecturas contemporáneas y sin ningún campesino maoísta cortándole la cabeza al malogrado rey de Britannia. Poco a poco, la ética y la estética del grupo fue cambiando. Si bien mantenían en su repertorio obras como los Episodios comuneros o El sol subterráneo, se fue imponiendo el teatro “de gran repertorio” tipo Tennessee Williams, Valle-Inclán, Molière, Arthur Miller o Jean-Paul Sartre, combinado con sendas experiencias de dramaturgia nacional (Un muro en el jardín, Sobre las arenas tristes, Gato por liebre…). El Teatro Libre creció, consolidó su sala (después, una segunda) y, resumiendo esta historia de casi cincuenta años, amplió su espectro hacia nuevos horizontes. En medio de esta agitación estaba, junto a Ricardo Camacho y Germán Moure, junto a Jorge Plata y Carlota Llano, el excelente actor Héctor Bayona. Actores de trayectoria se gradúan como ‘Maestros en Arte Dramático‘ Todos los protagonistas del grupo bogotano se formaron con el entusiasmo y con los rigores de la pasión. Descubrieron a Stanislavski y a Grotowski, a Brecht y a Peter Brook sobre la marcha, con las urgencias del tiempo, persiguiendo una revolución que parecía esperarnos a la vuelta de la esquina. Pero, con los años, “la combinación de todas las formas de lucha” llevó a los amigos del Libre a prescindir de la ejaculatio precox de la insurgencia escénica y optaron por la pedagogía. Por un lado, inventándose un público que, al parecer, no existía y que debería acostumbrarse a los placeres del gran repertorio universal, antes que rendirle culto a una revolución cultural cada vez más lejana. Por otra parte, consolidaron una escuela de formación que hoy se abre campo en la Universidad Central y que continúa brindándole al medio grandes representantes de la interpretación actoral. De principios inquebrantables, el Teatro Libre ha construido una ética de hierro que excluye la levedad, la pereza, las drogas y, la bête noire, la televisión. En sus filas o se hacía teatro o se grababan imágenes. Paradojas felices del destino, hoy por hoy, muchos de los mejores actores y actrices de la televisión y el cine colombianos son egresados del entorno del Teatro Libre.

Héctor Bayona en Los hermanos Karamazov, donde interpretaba al padre. Uno de sus papeles más memorables. Foto: Teatro Libre. Las décadas, los milenios, la vida misma, va terminando y lo que antes era un dogma, poco a poco se va convirtiendo en una discreta figura de la nostalgia. Con Héctor Bayona me unió siempre el respeto de la distancia. Nos saludábamos, nos felicitábamos y nos despedíamos sin sobreactuarnos. Ni siquiera cuando me hizo aplaudirlo de pie en su prodigiosa interpretación de El encargado de Harold Pinter, una de sus creaciones cimeras. Bayona fue uno de los pocos actores de nuestro medio que (como César Badillo, como Gustavo Angarita, como César Mora, como Vicky Hernández, como Laura García) se encargaron no solo de construir sus personajes sino de crear estilos, en los que nos costaba mucho trabajo separarnos de sus personalidades sagradas. Bayona siempre fue sinónimo de Teatro Libre y siempre se me hizo extraño ir a ver una obra del grupo (puedo decir con orgullo, revisando la historia, que las he visto casi todas) donde Bayona no irrumpiera con su querida presencia. Supe de sus labores como maestro de teatro en la Universidad de los Andes gracias a jóvenes actores que ahora son protagonistas de las nuevas tendencias escénicas de nuestro país (Clara Sofía Arrieta, Federico Nieto…). Todos ellos lo han adorado y lo han respetado, gracias a su silenciosa sapiencia y a su implacable ejercicio de sinceridad. Hemos llorado en silencio la muerte de Héctor Bayona porque sabemos, muy en el fondo, que, poco a poco, va desapareciendo una manera de hacer teatro y que aquella labor de constructores de espacios, piedra a piedra, de militancia política o de temporadas sostenidas a pulso están condenadas a renovarse. Vi a Bayona en el escenario, por última vez, en la tetralogía de Dostoievski. Uno de aquellos proyectos descomunales en los que se ha sumergido el Teatro Libre en los últimos años, como tratando de demostrarse a sí mismos que son capaces de desafiar a los esquivos dioses del teatro. Bayona estuvo en la extensa versión de La Orestíada y, una verdadera lástima, no alcanzó a pisar el escenario de Los tebanos, la más reciente creación del grupo, a partir de las cuatro obras esenciales de la tragedia griega sobre la estirpe de Edipo. Gracias a un querido exalumno, Miguel Diago, quien ahora trabaja con alma, vida y sombrero en el Teatro Libre, supe del lento desmoronamiento de la salud de Héctor. Estuve en el homenaje que se le rindió con una función de Los hermanos Karamazov en la sede de Chapinero. Fue muy triste. Pero, como nos sucede a todos los que ya llegamos al borde del abismo del sexto piso de nuestras existencias, vamos al teatro también como un acto de agradecimiento y como una forma bella de despedirnos. “En Colombia no hay tradición teatral”: Ricardo Camacho Hace algún tiempo, Eugenio Barba se preguntaba por qué los hombres y las mujeres del teatro de América Latina terminaban enterrados en los patios de sus sedes (en nuestro medio salta el recuerdo de las cenizas de Enrique Buenaventura). En el caso de Héctor Bayona sus amigos lo despediremos con un grupo de jazz, como fue su anhelo. Y su espíritu descansará por siempre en las sedes del Libre, con el polvo de su cuerpo alimentando las flores del solar de sus sueños. El barrio La Candelaria se ha convertido en el territorio sagrado del teatro bogotano. Y la sede del Teatro Libre de Bogotá, donde reposarán las cenizas de Héctor Bayona, seguirá siendo un lugar de peregrinación donde sabremos que las luchas y los puños cerrados tuvieron sentido cuando descubrimos, noche a noche, que la verdadera razón de la existencia era llegar a tiempo, maquillarse, calentar, esperar la oscuridad, oír el tercer timbre, guiarse por las luces y, respirando profundo, lanzarse al vacío. Adiós, Héctor Bayona. Recibe en silencio la última máscara que acomodan los dioses en tu rostro que duerme. *Escritor, docente y realizador. Autor de Género y destino: la tragedia griega en Colombia (U. Distrital, 2017)