La polémica sobre moderación de contenidos en las redes sociales causó un hecho increíble: los ciberactivistas de sofá, esos que botan fuego a diario en las apps, estigmatizan y blasfeman contra quien piense diferente, se pusieron del lado de Donald Trump para defender la idea de que cualquiera puede publicar lo que desee en internet. Pero la mayoría de las empresas de tecnología cerró filas en torno a Twitter, cuando etiquetó trinos del presidente Trump que incitaban a la violencia policial contra los manifestantes. Quedan pocas firmas digitales que se opongan a la necesidad de controlar lo que se publica en las redes sociales, y las iniciativas para poner fin a lo peor de internet ganan cada vez mayor respaldo. Lo peor del ciberespacio es, lamentablemente, lo más popular: noticias falsas, incitación al odio, al racismo y a la xenofobia, así como virulencia en los discursos políticos y campañas nefastas contra opositores y adversarios, que han desencadenado violencia.
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Las tecnológicas tienen una responsabilidad con las sociedades de las que obtienen sus ganancias, y es insostenible la idea de que no son responsables de los contenidos que publican. Los usuarios de las redes creen ser sujetos libres, pero las fuerzas políticas más poderosas del mundo las usan para manipular conciencias, torcer resultados electorales e incitar la polarización. The Wall Street Journal reveló que Facebook utiliza un algoritmo que potencia la polarización de ideas. Allí radica parte de su éxito. “Nuestros algoritmos explotan la atracción del cerebro humano hacia la división”, dice la diapositiva de una presentación interna.
La neutralidad de las redes aplica solo para los contenidos, no para los datos de sus millones de usuarios, con los que estas empresas hacen negocios descomunales. El CEO de Facebook, Mark Zuckerberg, es de los pocos que se opone a la decisión de moderar contenidos. Detrás de su postura parece haber un interés de negocio, porque la campaña electoral de Trump significará una millonaria inversión en publicidad, que ya alcanzó los 62 millones de dólares, y eso que faltan los meses clave.
No quiere decir que deba defenderse la censura en el ciberespacio. La confusión radica en que muchas personas no comprenden la diferencia entre internet y las redes sociales. Al igual que en el siglo pasado, cuando la gente en Antioquia llamaba ‘Kolynos’ en forma genérica a la crema dental, muchos usuarios digitales creen que Facebook,
Twitter o Instagram son toda la internet. Desde hace varios años, se había señalado el peligro de que los internautas abandonaran la visita libre a sitios web a través de navegadores para centrarse en las apps, que son propiedad de las marcas y que privatizan o ‘secuestran’ la experiencia de navegación. La gran mayoría de tuiteros, por ejemplo, se sienten suficientemente informados del acontecer mundial por los titulares de lo que comparten sus contactos en esta app. No visitan los sitios web ni navegan internet. Solo ingresan diariamente a la plataforma, controlada por un algoritmo que pone en su pantalla lo que cree que cada uno quiere ver.
Internet es un territorio libre y así debe mantenerse, pero las redes sociales son como los centros comerciales en las ciudades, que parecen lugares públicos por el hecho de que son muy visitados, pero en realidad son espacios privados que pertenecen a inversionistas que tienen el control de lo que allí acontece.
Empleados de Facebook se pronunciaron contra la decisión de su jefe de mantener los brazos cruzados ante las publicaciones de Donald Trump. “La verificación de hechos no es censura. Etiquetar un llamado a la violencia no es autoritarismo”, escribieron, y agregaron que Facebook no es neutral, y nunca lo ha sido.
Las gigantes tecnológicas esta vez tomaron partido. Apple, Amazon, Google y hasta la misma Facebook pusieron cada una más de 10 millones de dólares para apoyar a las oenegés que defienden la igualdad racial. Silicon Valley decidió respaldar las protestas y le mostró los dientes al presidente Trump.