Vivimos en un mundo hiperconectado en el que cada vez más objetos están dotados de la tecnología necesaria para interactuar con su entorno en la denominada internet de las cosas. La miniaturización de los sistemas electrónicos permite ubicar chips en multitud de espacios, añadiéndoles una capa de digitalización.

Estos son componentes esenciales en la electrónica de consumo como ordenadores, teléfonos móviles, tabletas y consolas de videojuegos. También los encontramos en muchos otros dispositivos y aplicaciones como electrodomésticos, maquinaria industrial, automóviles, aeronaves, satélites, comunicaciones, implantes biomédicos y un largo etcétera. Hoy día hay chips en lugares inimaginables hace unos años, como en puertas, ventanas, enchufes e iluminación.

Una oferta limitada para una demanda creciente

La creciente demanda de chips está provocando serios problemas de suministro en diversos sectores de la industria. Por ejemplo, son cada vez más las plantas de fabricación de automoción que han tenido que detener su producción debido a la falta de semiconductores –que suponen un porcentaje cada vez mayor de la lista de componentes de un coche–.

Otro ejemplo son los chips de GPU (de Graphics Processing Unit), que se han utilizado tradicionalmente en las tarjetas gráficas de ordenadores. Estos se están empleando cada vez más en computación, dada su mayor eficiencia para la simulación de redes neuronales artificiales, procesamiento masivo de datos y computación paralela. Son también necesarios para el desarrollo de tecnologías como el big data, la computación en la nube o la inteligencia artificial.

Foto de referencia de una planta de fabricación de automoción | Foto: Getty Images

Pero ¿por qué no se puede abastecer esta alta necesidad de chips a escala global? La respuesta a esta pregunta la encontramos en el alto costo y la sofisticación de las tecnologías y procesos de producción de chips.

La construcción de una planta de fabricación de circuitos integrados tiene un costo de entre 10.000 y 20.000 millones de dólares, y se requieren años para su puesta a punto. A esto hay que añadir el coste en inversión I+D+i que supone el mantenimiento y mejora de las plantas, así como la formación de sus empleados.

El modelo fabless: diseñar chips pero no fabricarlos

La mayoría de las empresas del sector han optado desde hace años por diseñar sus chips, pero no fabricarlos. En su lugar, lo encargan a otras empresas, denominadas foundries (fundidoras). Este modelo de negocio, conocido como fabless (sin fábrica), se inició a mediados de los años 80 del siglo XX.

Desde entonces, las empresas que se dedican a la fabricación de chips han ido reduciendo su presencia en Silicon Valley, y la mayoría de las plantas de fabricación se encuentran hoy día en el sudeste asiático, principalmente en Taiwán y Corea del Sur, con una mano de obra barata y altamente cualificada. El mercado actual de fabricantes de chips está dominado por la compañía taiwanesa TSMC, con un 54 % de cuota, seguida de la surcoreana Samsung, con un 17 %, según un estudio de TrendForce.

Gigantes tecnológicos como Apple, Google, Tesla, Amazon y Facebook diseñan sus propios chips, pero no los fabrican (todavía). Algunos ejemplos son el chip M1, diseñado por Apple, pero fabricado por TSMC en una tecnología de 5nm. Tesla fabrica ya coches que incluyen su chip D1, dotado de módulos de AI para asistir la conducción del vehículo.

Google está cada vez más cerca de lanzar sus propias unidades de CPU (Central Processing Unit) para sus portátiles Chromebook, que planean tener en el mercado en 2023. Aunque todas estas compañías aún siguen un modelo fabless, no es descartable que se planteen fabricar en un futuro sus propios chips para no depender así de terceros en sus estrategias de negocio.

No podemos perder (otra vez) este tren

En este escenario geoeconómico, el papel de Europa es marginal. La falta de inversión en un sector tan importante como la micro y nanoelectrónica está provocando que cada vez haya menos actividad ligada a la industria de los semiconductores, al margen de algunas compañías como por ejemplo Infineon (Alemania), ST Microelectronics (Francia) y AMS AG (Austria).

Se da la paradoja de que los chips que se están empleando actualmente para fabricar chips como el Apple M1 (y otros), se basan en la arquitectura ARM (Advanced RISC Machines), que fue desarrollada por una empresa con sede en Cambridge, Reino Unido, y que está en proceso de adquisición por la estadounidense NVIDA.

Foto de referencia de una planta de fabricación de automoción | Foto: Getty Images

La pérdida de competitividad que esto supone con respecto a potencias tecnológicas como China, ha propiciado que tanto en Europa como en EE. UU. se estén comenzando a impulsar estrategias para intensificar la producción de chips y compañías históricas de la industria de los semiconductores como Intel pretenden construir plantas de fabricación en Europa e incluso fabricar procesadores de otras compañías estadounidenses como Apple.

Estamos ante una nueva revolución tecnológica de la historia de la humanidad. La pregunta es si queremos seguir siendo protagonistas o limitarnos a ser meros testigos. Es importante hacer la reflexión sobre cuánto dependemos de la tecnología en nuestro día a día, de cómo nuestro espacio vital está cada vez más plagado de chips, y de cómo estamos dejando de ser los creadores de esos espacios vitales para convertirnos en simples usuarios. O, mejor dicho, en consumidores cada vez más dependientes de lo que se diseña y produce a miles de kilómetros de Europa.

Este tren tecnológico viaja muy rápido y acelera a un ritmo vertiginoso. Se nos escapará (otra vez) si no se remedia con políticas que fomenten la investigación y desarrollo en micro y nanoelectrónica, sin los que es impensable una transformación digital sostenible.

Por: Jose M. de la Rosa

Catedrático de Electrónica, Universidad de Sevilla

Artículo publicado originalmente en The Conversation