Hace unos meses, en un viernes normal, las trabajadoras sexuales del barrio Santa Fe de Bogotá estarían preparándose para recibir a sus clientes. Algunas caminarían por las calles del sector, piropeando a los transeúntes. Otras esperarían en los clubes nocturnos para presentar sus espectáculos. “Con la pandemia, todo eso se vino al piso”, cuenta a SEMANA Fidelia Suárez, presidenta del Sindicato de Trabajadoras Sexuales de Colombia, Sintrasexco, quien vive del oficio desde hace 30 años. Hoy la mayoría está en la quiebra. Pasan hambre, no tienen techo ni cómo alimentar a sus hijos. El aislamiento y el miedo al contacto físico hizo que este sector, ya sumido en la pobreza, perdiera más del 95 por ciento de sus ingresos. Con la directriz de no besar, no abrazar y evitar el contacto sexual con un extraño, muchas han perdido a todos sus clientes o temen ejercer su oficio. A pesar de esto, su situación económica es tan crítica que la mayoría se han visto obligadas a salir a las calles a buscar servicios clandestinos.

Una de ellas, Katherine Guerrero, de 35 años, trabaja en la Plaza de la Mariposa, en Bogotá, y llegó al mundo de la prostitución a los 15 años. Relata que antes del coronavirus lograba cerrar negocio con tres clientes al día, pero ahora pasa los días en blanco. “Ya veníamos en crisis por la competencia venezolana, pero la pandemia nos acabó. Los clientes ya no llaman por el miedo al contacto, y en las calles, cuando salimos a buscar, nos miran de lejos, se acercan, pero al final se van temerosos. El virus los espanta”, dice.

En todo el mundo las trabajadoras del gremio han salido a las calles a protestar. Andrea, de España, reclamó en Madrid: “Las prostitutas también comemos”. En Bogotá, el 28 de abril, también hubo una marcha. Foto: Getty.  Guerrero hoy pasa los días entre la angustia, el hambre y la tristeza. Tiene dos hijos para mantener y, sin ayudas del Gobierno, le ha tocado salir a pedir comida a las panaderías y tiendas del barrio. Nunca antes había visto La Mariposa tan sola. “No se ve absolutamente nada. Hay compañeras en la calle esperando clientes, pero es difícil que logren encontrarlos. Les ha tocado moverse para la 18, la 19, el barrio Santa Fe y otros lados porque el trabajo está muy bravo”, agrega. Ese es el caso de Ana María, de 56 años, quien ante la falta de clientela no solo salió de La Mariposa, sino de Bogotá. Fue a rebuscarse el trabajo a Facatativá, pero allá también encontró la misma situación. Igual que ella, muchas prostitutas han emigrado a ese municipio de Cundinamarca porque hay un poco más de clientes, pero aun así no les queda otra opción que turnárselos y luego repartir las ganancias entre todas. “Duré aislada tres meses, pero el hambre me hizo volver a la calle. Al principio me mantenía con servicios a domicilio, pero con el tiempo todos dejaron de llamar. Les mando mensajitos por WhatsApp para que se acuerden de mí, pero nada. Tuve que venirme a Facatativá y no tengo plata para volver”, cuenta.

La crisis también ha llevado a que algunas acepten precios paupérrimos por sus servicios. Guerrero asegura que antes cobraba 25.000 pesos por un ‘rato’, pero ahora nadie está dispuesto a pagar ese precio. “Los clientes buscan aprovecharse”, dice. Hace unos días, la mujer estaba en la calle viendo qué levantaba, un hombre se le acercó y después de mucha negociación al final dijo que solo le pagaría 10.000 pesos, por las circunstancias. Situaciones similares ha vivido una y otra vez en los últimos meses.

En el Santa Fe, sector conocido por reunir el mayor comercio de sexo en la capital, el panorama es similar. Alexa Your Fantasy, como se hace llamar, cuenta que hace cuatro meses solía atender entre 50 y 60 hombres al mes. “Hoy apenas consigo dos y eso que soy muy bonita”, dice. Ante la crisis, ella y algunas de sus compañeras han empezado a ofrecer sus servicios mediante páginas de internet en las que intercambian fotos con los clientes para que las contacten. Pero ni eso les ha permitido reunir lo necesario para el sustento. “Los que consigo me cuelgan el teléfono apenas les digo que si saben dónde queda el barrio Santa Fe. Tienen miedo de venir”, afirma. Esta mujer trans y activista de 22 años, que llegó a la prostitución a los 15, ve con preocupación su futuro y el de sus compañeras. Dice que después de sufrir violencia en su casa, las calles le han dado todo: encontró un lugar donde expresarse libremente y los recursos para graduarse del bachillerato. Pero ahora, los sueños que tenía de seguir adelante y estudiar están truncados. “El coronavirus nos cambió todo. Antes con las chicas compartíamos muchas cosas, nuestra rutina era sobrevivir. Pero ahora ni siquiera tenemos acceso a eso: a trabajar para poder sobrevivir”, asegura.

Este grupo de trabajadoras sexuales, a quienes no les molesta que las llamen ‘putas’, coinciden en que antes trabajaban las 24 horas del día, sobre todo en la noche, pero la crisis las ha hecho salir más de día. Eso ha provocado que la Policía esté al acecho para amonestarlas si incumplen la cuarentena, y quedan más expuestas a la violencia y discriminación de la que ya eran víctimas. “Montan a las chicas a los camiones si no tienen tapabocas, las agreden por estar en la calle, pero no tienen salida. Si las echan de sus hoteles por no pagar, solo tienen la calle”, dice Fantasy. Juli Salamanca, vocera de la Red Comunitaria Trans, agrega que hoy “el ‘modus operandi’ es exigirles favores sexuales, corretearlas o extorsionarlas para no llevarlas al CAI”.

Las puertas de los burdeles han permanecido cerradas por meses. Algunos países han ideado nuevas maneras de ejercer el oficio sin contacto ni riesgo. Foto: Getty.  Aun así la mayoría entran y salen bajo su propio riesgo para ocuparse de los pocos clientes que todavía les quedan. Según Suárez, los atienden a puerta cerrada y con el miedo de que las descubran. Ese 5 por ciento son, en su mayoría, pensionados y clientes fieles de los burdeles que antes de la pandemia solían visitar a sus trabajadoras sexuales de confianza cada ocho o 15 días. “Son los que hemos conservado por años. Esos que no nos abandonan en las buenas ni en las malas”. La crítica situación de las trabajadoras sexuales se repite en el mundo entero. En los Países Bajos, el famoso barrio rojo de Ámsterdam estuvo cerrado por meses y no ha recuperado sus ingresos normales pese a que las autoridades permitieron su reapertura a principios de julio. Los callejones estrechos y algunas de las ventanas donde las trabajadoras sexuales posan con poca ropa para atraer a los clientes siguen vacíos. Aunque la industria allí ya se recupera, el Centro de Información de Prostitución de Ámsterdam tomó medidas drásticas: apoyar con bonos de 40 euros a los cientos de prostitutas que no tienen cómo cubrir sus necesidades básicas, como vivienda, alimento o medicamentos.

Alemania también vive una situación difícil. La semana pasada, los trabajadores sexuales del barrio rojo de Hamburgo salieron a las calles a exigir que los burdeles abrieran sus puertas. Si las tiendas, restaurantes y bares ya reanudan el servicio al público en el país, no entienden por qué no ha sucedido lo mismo con su gremio. “La prostitución no conlleva un mayor riesgo que otros servicios relacionados con el cuerpo, como los masajes, los salones de belleza o incluso el baile o los deportes de contacto. Además, la higiene es parte del negocio sexual”, escribió en un comunicado la Asociación de Trabajadores Sexuales de ese país. Reclaman que los privan de sus medios de vida sin fundamento. “La profesión más antigua del mundo necesita tu ayuda”, decía una de las pancartas de la protesta.

El común denominador en todos los países radica en que a las trabajadoras sexuales las han excluido de la discusión sobre cómo reactivar su sector y sobre los protocolos que deben cumplir para seguir trabajando. Algo que sí ha sucedido con otras industrias. La omisión resulta preocupante para los activistas por dos razones: la primera es que siempre hay uno que otro cliente, y no crear un plan de contingencia para el sector es una irresponsabilidad. Por otra parte, esa invisibilidad está hundiendo en la miseria no solo a las prostitutas, sino a familias completas. La mayoría de estas mujeres responden por tres o cuatro personas más.

Salamanca relata que su organización “está recibiendo todos los días casos de trabajadoras a las que están echando de sus habitaciones por no pagar el arriendo”. La situación es tan difícil que entre ellas tienen que hacer vaca y compartir vivienda, pues las ayudas del Gobierno han sido nulas. Desde que comenzó la pandemia, por ejemplo, la Red Comunitaria Trans ha logrado entregar más de 1.000 subsidios de mercado a su comunidad, comparado con las 173 ayudas que han recibido del distrito. “Esa cifra es ridícula”, dice. En Colombia nadie sabe cuántas personas ejercen el oficio. Pero Suárez asegura que en los últimos años el número ha crecido de manera abundante debido a la llegada de migrantes venezolanas y a que muchas jóvenes entre 18 y 24 años se están uniendo. “Debido al coronavirus están apareciendo jóvenes que llegan al sindicato para buscar ayuda y exigir sus derechos”, explica. Así las cosas, hoy el número podría superar los 3 millones.

Fidelia Suárez, presidenta del Sindicato de Trabajadoras Sexuales, Sintrasexco, entregando ayudas a las mujeres del gremio en situación de vulnerabilidad. Foto: cortesía Fidelia Suárez.  Para muchos, la situación actual es insostenible. La incertidumbre de cuándo terminará el aislamiento y qué tanto tardará en llegar la vacuna ha sumido a los trabajadores sexuales en una profunda ansiedad, como nunca antes en la historia. “Ser prostituta siempre había sido una buena opción en tiempos de crisis... excepto ahora”, dijo Bruno, trabajador sexual de Los Ángeles, al diario de The Bangkok Post. Como él, la mayoría de las personas que ejercen el oficio lo hacen ante la imposibilidad de encontrar otro trabajo estable y bien pago. Pero ahora la pandemia los ha dejado sin salida.

Algunas han podido adaptarse a los servicios digitales, lo que representa una opción más segura frente al coronavirus. Pero con frecuencia resulta contraproducente, pues sus clientes les hacen conejo con el pago electrónico. Además, no todas tienen acceso a plataformas. Esta situación ha hecho pensar en el futuro de la profesión. Sin clientes, sin ingresos y sin vacuna a la vista muchas creen que tendrán que buscar, como todos, la manera de reinventarse. Pero para Suárez la pandemia es simplemente un aguacero y no acabará con ellas. Este oficio siempre ha existido y existirá “hoy, mañana y dentro de 100 años”. Además, la sociedad siempre las ha visto como un “virus ambulante”, pero la gente sigue y seguirá pagando por sexo. “Eso hoy es legal y tiene que respetarse”.