Me llamo Andrea Echeverri. Mamá, ceramista, cantante y compositora de la banda Aterciopelados. He vivido casi toda mi vida en Bogotá, así que esta ciudad suena a más de medio siglo de recuerdos: a las ruedas de los patines con los que le dábamos vueltas a una iglesia ortodoxa frente a mi casa, que rodeada por un corredor de mármol era la pista perfecta para una y otra vez recorrerla, como un loop, con todo el parche de la cuadra.

Me suena a los boleros y rancheras que desde niña le escuché a mi mamá, Amparito, siempre el alma de la fiesta, sin más que una guitarra de palo y su voz decidida. Me suena a los casetes de rock argentino y trova cubana que circulaban en la universidad, a Silvio Rodriguez, Iván y Lucía, Sui Generis, Fito... a Mecano y a Spinetta, oyendo LP con Carlos Iván en casa de mis papás.

Carlos Iván Medina, hoy teclista de Carlos Vives, fundador de la banda capitalina Distrito Especial, fue uno de mis novios en la Universidad de los Andes. Yo estudiaba arte, él textiles. Nos fluía estar juntos, pero mi papá dijo que a la casa no podían entrar mechudos, así que él se cortó su larga cabellera para que pudiéramos escuchar esos vinilos. Entre el cielo y el suelo era mío, Bajo Belgrano de él. Pintó para mí un graffiti de amor en un puente y, si cierro los ojos y rebobino, tal vez pueda oír el spray coloreando el cemento. Fue con él con quien, haciendo coros en Distrito, chupé micrófono por primera vez.

Bogotá me suena a las rumbas tan tremendas en que se convirtieron nuestras vidas en los violentos 90: a Pixies y Jane’s Addiction, de quienes hacíamos covers con nuestra banda, Delia y los aminoácidos. Me suena a La Pestilencia, que seguí como fan gomela, enamorada de Héctor V., ese bajista que por saltar tan alto como las estrellas, rompía cables y dañaba amplificadores, pero que aunque ya no estuviera sonando, te conducía a otro mundo: lejano, nuevo, desconocido y excitante.

Andrea Echeverri en el barrio La Candelaria, Bogotá.

Suena a MortDiscos, su almacén en la 19, oscuro, denso, frecuentado por personajes que parecían sacados de Sex Pistols pero del sur. Nos recuerdo jóvenes y bellos, Héctor poniendo música y Calixto y yo sirviendo los tragos en tantos bares: Barbarie, en La Candelaria, lugar de liberaciones y libaciones, de genuina autenticidad: el pogo, REM, New Order, The Cure. Personal Jesus, Should I stay or should I go. Cadillacs. Como si fuera ayer, oigo los conciertos de las bandas locales en vivo, con un sonido terrible y con un público no siempre atento: Los Necronerds, 9, Lekaffage, KGB, Estados Alterados.

Mucha música a alto volumen, baile, comunión. Todos vestidos de fiesta, pero cada uno buscando un look propio, un estilo personal, un sello que lo distinguiera de los demás. Ropa de segunda, aretes enormes, pelo enredado. Etílicos cocteles de nombre Agente Naranja o Lluvia Ácida, con bebés de plástico flotando en su superficie colorida, fondo blanco. Nadie sacaba a bailar a nadie, cada uno diseñaba libremente su coreografía, solitaria o colectiva. Era también la época de las bombas, así que la ciudad sonaba a estruendo. Recuerdo el “boom” de la bomba del DAS.

Héctor y yo habíamos dejado nuestras casas y nos habíamos ido a vivir juntos a un apartamento en la Quinta con Sexta, era una mañana soleada, la vida sabía a estreno, a infinitas posibilidades, pero también a urgencia, a las explosiones inesperadas que se llevaban gente inesperadamente, gente que podías ser tú mismo, o tus cercanos. La muerte rondaba y la rumba era entonces una respuesta vibrante, desafiante, intensa y poderosa. Fue así como tuvimos tantos bares, que engendraron otros más, donde nos emborrachábamos y olvidábamos el mundanal ruido, con altos decibeles que nos hacían danzar en un ritual colectivo, musical: Barbarie, Barbie, Astrolabio, Transilvania, Chapinero Mutante, Terlenka, Kaliman. Y Vena Arteria, Membrana, TVG...Bogotá me suena a Rock al Parque. A Manu Chao, a Robi Draco.

Bogotá | Foto: Semana

A la plaza de toros con Soda Stereo, con Caifanes. A la Plaza de Bolívar en conciertos de la minga indígena, en eventos por las víctimas con César López y Jorge Velosa, en recuerdo de los desaparecidos del Palacio de Justicia. Me suena a todos los discos que hemos grabado por acá: Con el corazón en la mano en la noventa y pico con Toño Castillo, El Dorado en Audiovisión con Habichuela, Gozo Poderoso, Oye y Río en el apartamento de Cedritos de Héctor; V, Reluciente Rechinante y Aterciopelado, y recientemente Claroscura en Groove. Me suena a casi 30 años de música ininterrumpida, guerrera, íntegra. A mis discos solistas, Dos y Ruiseñora. A nuestra reciente versión aterciopelada de En la ciudad de la furia de Soda.

Me suena a un proceso largo y cotidiano de aprender a oír.De entender que la música se hace más oyendo que sonando.También me suena a las tomas de yagé con el taita Antonio Jacanamijoy, con Floro Agreda. A la vomitada profunda, a la waira, ramita con la que el taita emitía un sonido como de brisa, como de agüita, a la luina (armónica) y sus melodías, a la guitarra del compadre Benjo, a los silbidos de Manolito, mi marido, y a los cantos improvisados que abrían puertas, desintoxicaban, que hacían renacer con mirada de miles de flores.Bogotá me suena a mis hijos creciendo, a mí envejeciendo. A mi marido pidiendo silencio, porque está escribiendo una tesis de doctorado que nos va a santificar a todos. Me suena a carros, a pitos, a frenones, a sirenas. A las ventas ambulantes de mazamorra paisa, arroz con leche, arrechón. Últimamente a cacerolas, a helicópteros.

Al timbre de la casa cuando llegan mis hijos del colegio, a los ladridos de Pecas, a los maullidos de Melcocha. Al pito de la tetera porque el agua ya hirvió.

Por:

Andrea Echeverri, vocalista del grupo Aterciopelados

Texto publicado originalmente en la edición 80 de la revista Avianca