Al recorrer por tierra la Península del Cabo sentimos que íbamos al fin del mundo. Junto a Víctor y Becky, descendí en bicicleta este brazo de tierra hasta el Cabo de Buena Esperanza, al sur de Ciudad del Cabo, uno de esos confines donde sopla el viento y tiemblan la vegetación, los avestruces silvestres y los pingüinos. Al final del recorrido, llegamos al punto más suroccidental de toda África. Había conocido a Víctor y Becky dos días antes en un hotel de Ciudad del Cabo, uno de esos lugares donde la modernidad explota insospechadamente.
Sudáfrica es un país que mezcla la esperanza y la crueldad, la vida colorida y la violencia, la riqueza y la miseria, y eso es algo que acompañó esta travesía de tres amigos que cayeron en el sur de África con motivos diferentes. Poco importa para una gran cantidad de viajeros que su única compañía sea la maleta: saben que los viajes son grandes pretextos para labrar amistades. Becky vivía en Austin, Texas, “una de las mejores ciudades del mundo”, mientras que Víctor era un chico algo tímido procedente de Nueva Jersey.
Le encantaba hacer fotografías por todas partes, aunque su cuerpo grande, poco habituado al ejercicio, nos dio un susto al día siguiente cuando subimos la Table Mountain a pie. Este se animó a trepar los 1.000 metros de esta montaña que custodia la ciudad a modo de tótem. A mitad de camino y en un sendero que mucha gente evita tomando el funicular, le comenzó a faltar el aire. En algún momento me pregunté qué podríamos hacer en mitad del monte, pero quiso el azar que se recuperara y consiguiéramos llegar a la cima, descansar ¡y bajar andando!Era el inicio de un viaje que acabó tras más de 2.000 kilómetros en carretera, desde Ciudad del Cabo hasta Maputo (Mozambique), con una inesperada compañía de muchas horas que dio paso a una complicidad, alimentada a veces por otras personas.
Una noche Prudence, recepcionista del hotel, nos invitó a cenar en su casa de Bo-Kaap, el barrio de la ciudad pintado de mil colores. Era una chica que no paraba de reír y quiso que conociéramos su vida, sus amistades, y creyó que nosotros tres éramos una buena oportunidad. Los viajeros sin planes solo pueden aceptar: el viaje empezaba bien.Durban, dicen las estadísticas, es peligrosa. Víctor se había quedado descansando en una pequeña ciudad balneario llamada Knysna, pero Becky y yo seguimos avanzando hasta este lugar de reputación extraña, donde nos dieron un plano con los tres niveles de riesgo para la seguridad: bajo, medio y alto.
El primer día quisimos llegar a las playas en las que pescadores y surferos se reparten las olas. Merodeamos la zona, nos perdimos en un mercado local, atravesamos el tumulto de carreteras y camionetas, y las piernas nos pusieron donde quisimos, algo que al día siguiente tratamos de repetir.De repente, un vehículo paró en seco, pero quien abrió bruscamente la ventana del coche era un acomodado señor de ascendencia india que nos preguntó a dónde íbamos y que, por favor, subiéramos; nos llevaría él, pues estaba más asustado que nosotros tras vernos caminar sin preocupación. Se supone que deberíamos de tener pánico, pero ni siquiera nos habíamos guiado por los riesgos del mapa. Resulta que, el día anterior, habíamos cruzado varias zonas prohibidas.
Eso lo supimos más tarde. Cuando nos aburríamos en el paseo marítimo dando vueltas porque allí, nos dijo el amable hombre, estaríamos seguros.Pero no habíamos ido a aquella ciudad para estar acorralados, y entonces Becky me sugirió algo: iríamos al hipódromo Greyville. Era un 4 de julio y se celebraba uno de esos eventos que requieren de prendas nobles, así que buscamos en las mochilas ropas oscuras y acabamos en un acto donde se reunía la burguesía entre apuestas y desfiles de moda. Tras pagar la entrada accedimos a unas gradas de acceso limitado hasta cruzarnos con Jacob Zuma, (ex) presidente del país.
En un amago de sacar la cámara, me llevé un manotazo de uno de los guardaespaldas. Quizá, nos dijimos, nos fuera mejor con los animales. Y pensamos continuar por Santa Lucía, en el humedal de iSimangaliso, en el oriente del país. Allí podríamos ver los morros de los hipopótamos entre manglares, aunque antes tuvimos que soportar —otra vez— los temores de los vecinos. Por las noches, advirtieron, debíamos tener cuidado con los intrusos que salen a desahogarse: los hipopótamos. Aquel paseo nocturno, con el peligro en la imaginación, fue divertido, aunque si hubiéramos sabido que estos animales son los que más víctimas mortales provocan, no lo habría sido tanto.De allí atravesamos Suazilandia, un país donde el rey —con 14 esposas— gobierna junto a su madre. Es cuando se llega a lugares así donde se comprueba que estos sitios existen más allá de las leyendas.
El viaje rozaba su final y me despedí de Becky en Mbabane, la capital. Ella fue a Johannesburgo y yo me subí en una camioneta hasta Maputo, donde rastreé un alojamiento. Al final acabé pagando el doble de lo que sugería la guía de viajes —“la inflación”, se justificó la recepcionista—, durmiendo entre unas mosquiteras que evitan el paludismo, pero no la sensación de enclaustramiento. A la mañana siguiente amanecí en la habitación compartida con varias camas sin saber quién hacía chirriar la estructura de madera de la litera. La sorpresa fue por la mañana, cuando un chico corpulento descendió las escaleras. “¿Víctor?”, le dije. Él me miró y se quedó con la misma cara de sorpresa que yo: nos habíamos separado hacía dos semanas y, sin embargo, el viaje acababa como había comenzado: con un feliz encuentro.
Por: Diego Cobo
Periodista, escribe reportajes de viaje sobre historias humanas para revistas y periódicos como Travesías, Viajar o El País.
Artículo publicado originalmente en la edición 57 de la revista Avianca