A Luis II de Baviera le llamaron ‘rey loco’ porque es quizás el mejor calificativo para englobar lo que padecía de forma casi enfermiza: nostalgia, amor por cualquier manifestación artística y pasión por las tendencias que llegaban de la vecina Francia. Concentrar su legado en una palabra tan usada, tan expandida para quien camina fuera de la norma, puede olernos a recurso fácil, pero funciona con tirón de eslogan y sirve para que toda una provincia vierta sobre él la atracción de lo excéntrico. Hasta este rincón de Alemania se acercan miles de curiosos para encontrar los ecos de lo que este monarca precoz diseñó a capricho. Tal buceo en su intimidad abruma en dos dimensiones. En la personal, en la cual se accede a sus inquietudes más ocultas, y en la monumental, en la que se paladea la inmensidad del paisaje, la materialización de una mente en ebullición.
Múnich es centro de mando de la dinastía que encabezó nuestro protagonista. Los visitantes que caminan por esta ciudad de un millón y medio de habitantes se debaten entre las tabernas y los palacios. Hay quienes –diríase en una apreciación empírica– por las primeras. De vez en cuando, bajo los capiteles, se escucha una exclamación que devuelve a ese pasado reciente: “¡Este tipo no estaba bien del todo!”. Para acompañar a semejante afirmación habría que darle unas pinceladas de contexto: Luis II (en realidad, Luis de Wittelsbach) era hijo de Maximiliano II de Baviera y la princesa María de Prusia. Nació en 1845 y comenzó su reinado en 1864, con solo 18 años.
Junto a su hermano Otto, se encargó de este estado, el mayor de los 16 que componen la actual Alemania. Por el influjo galo y las características del entorno –en el arranque de los Alpes, a un paso de Suiza o Austria–, siempre se consideró a esta superficie de 70.550 kilómetros cuadrados como una república distinta. Luis II vivió esa excepcionalidad, queriendo llevarla al límite: para mantenerse como un “enigma”, según dejó escrito, dormía por el día y realizaba las tareas cotidianas por la noche. “No estaba cómodo con la gente. Le gustaba estar solo”, apunta alguien que, asegura, debe mantener el anonimato. Recorrer desde su nacimiento hasta su muerte –ocurrida en 1886, en extrañas circunstancias–, supone saltar de loma en loma viendo las edificaciones que emprendió. También significa zambullirse en el espíritu de esta región, en un paisaje cincelado como una maqueta que a menudo abruma con su silencio.
La primera parada es el Palacio de Nymphemburg, a las afueras de Múnich. Aquí se conserva la habitación en la que fue concebido: los muebles tienen un toque áspero, las sábanas plisadas lucen un verde de brillo añejo y los bustos en escayola de los dos vástagos. Huele a barniz y ácaro. Unos pasillos asépticos permiten caminar entre algunos carros o trineos que utilizó el rey en sus traslados: los hay lujosos, con cuadros pintados a los lados, faroles dorados y florituras en los adornos, para los actos públicos, y más sencillos y dinámicos para ganar velocidad a la hora de moverse. El bautizo tuvo lugar al borde de sus jardines, más sobrios que los que vendrían a continuación y por donde uno se cruza con parejas de plano en mano o con vecinos corriendo en mallas. Fue la salida de este registro sobrio y la adquisición temprana del trono la que le llevó a encontrar refugio en otras partes. Tres castillos más complementan su faceta arquitectónica.
Haciendo una ruta circular desde Múnich, no acorde con un orden cronológico lineal, se pueden pisar todos en un estrecho margen de tiempo. Eso sí: intercalando autopistas de cuatro carriles con caminos estrechos entre robles y hayas. O pueblos de casas diseñadas con escuadra y cartabón por las que un puñado de turistas locales organizan caminatas o disfrutan de un aperitivo en terrazas de anuncio. Bajando 80 kilómetros al sureste se encuentra Herrenchiemsee, una estructura rectangular que se adivina tras 15 minutos de ferri por el lago homónimo y 20 de caminata por el interior de esta isla. Pega el calor y un celaje de mosquitos recibe sobre los juncos. Al despejarse el sendero uno se topa con una fuente majestuosa y lo que se consideró una réplica de Versalles. Al atravesar sus puertas hay un museo dedicado a Luis II, con fotos en su lecho de muerte, estatuas, impresiones con su adorado Richard Wagner y platos con escenas de Luis XIV de Francia, al que aspiraba parecerse. Pocos transitan por esta exhibición, ensombrecida por las dimensiones del edificio. “No hay nada relacionado con Baviera. Los frescos en las paredes narran victorias de este líder y episodios mitológicos”, resume Ana María Valenzuela, trabajadora chilena de la mansión. De un par de antecámaras se pasa a un dormitorio rojo y con hasta cinco kilos de oro para rematar la ornamentación.
Una pequeña escultura de Luis XIV, conocido como ‘rey sol’, mira en esta dirección, que –a su vez– encadena la estancia con el salón, dominado por un retrato y un reloj de Luis II. Solo con esta rápida visión se entienden algunas de las obsesiones del monarca. La búsqueda de la soledad, la admiración por la ópera o el gusto por la pintura. Luis II se hizo mecenas del compositor Wagner y elevó a Múnich a centro neurálgico de la música clásica, estrenando –entre otras– las óperas Tristán e Isolda en 1865 o La valquiria en 1870. La personalidad atormentada del heredero, rayando una sensibilidad extrema y una ingenuidad casi infantil, traía la desesperación de su círculo más cercano, acostumbrado a unas posiciones de mando firmes y tradicionales. Una primera derrota en 1866 por el frente prusiano le empujó aún más al desprecio y a la marginación, a destinar más tiempo en cualquiera de sus residencias en las montañas que en la ciudad bávara.
Hinderlof es la segunda parada y único inmueble que logró acabar (en 1878). Más pequeña y oscura, esta estancia cercana a Garmish-Pasterkirchen se divide en tres partes y comprime de nuevo sus inquietudes. “Los sirvientes tenían un mecanismo para subir y bajar la mesa del almuerzo desde otra planta, así no se veían”, comenta una empleada. “Lo más grande es el dormitorio porque hacía allí recepciones”. Rindiendo homenaje a sus ídolos, Luis II se preocupaba por recitar unos versos o por intentar hacer feliz a su pueblo a través del arte, inscrito hasta en los marcos de los espejos o en la simetría de cada departamento. “Leía o escribía durante toda la noche”, apunta una responsable de la coordinación del palacio. “Algo no iba bien en él”, sopesa Cassidy, una texana de 38 años que acude por tercera vez para enseñárselo a sus padres.
Esa locura que le achacan llega a su apogeo en Neuschwanstein, último y más célebre destino de la ruta, de ubicación generosa y potencia visual abrumadora, donde su cima es una romería de cámaras y bastones para selfis. Inacabado, este palacio –que inspiró, supuestamente, el logosímbolo de Disney y el castillo de la Cenicienta– es un universo mágico. “Se hizo construir un mundo opuesto al real”, detallan en las explicaciones. Introdujo una gruta en honor a Venus, motivos budistas y la mezcla de corrientes artísticas que cabalgaba por su cabeza. Solo quedaría por ver la casa de Schachen, una cabaña a pocos kilómetros, para cerrar el círculo de las andaduras de este conocido ‘rey loco’, malogrado en el lago de Starnberg junto a su psiquiatra sin una resolución clara. Para la región, “sus palacios combinan un arte exquisito, una historia excitante y unos paisajes de ensueño”. Gracias a ellos, Baviera suma cinco millones de visitantes al año y presume de la identificación para los locales con este patrimonio. Un catálogo de sensaciones que, probablemente por comodidad, se sintetizaron en ese adjetivo manoseado que cargó Luis II. Capaz, quizá, de evocar la melancolía, la delicadeza y la inteligencia de un personaje, cuanto menos, único.
Por: Alberto García Palomo
Este español estudió para maestro y acabó siendo periodista. Licenciado de la Universidad de Salamanca, colabora con medios como El País, El Mundo y Vice.
*Artículo publicado originalmente en la edición 63 de la revista Avianca.