Un tipo enciende con tranquilidad un cigarrillo, mientras las pequeñas olas que provocan los cruceros mojan sus sandalias. Se encuentra en una de las estaciones fluviales de Asuán, al sur de Egipto. En este dique de cemento se toman las lanchas públicas a la isla Elefantina, justo enfrente. Nada parece perturbar a este fumador paciente cuyos pies rozan, al borde de la escalerilla, las aguas del Nilo. Alrededor, bajo un sol inclemente solo roto por alguna nube de arena, comienzan a arremolinarse mujeres con cestas, algún que otro vendedor de té y buscavidas variados que igual ofrecen una vuelta en falúa que una excursión al desierto.
La panorámica es realmente evocadora: sobrevuelan bancos de pájaros, sopla a ráfagas un aire inesperado y las rocas pardas se intercalan con palmeras. Nadie chistaría a quien cuestionara algo tan sencillo como que aquí nació el mundo. Quizás no sea así. Habrá quien ponga en duda tal origen de nuestro planeta. Pero para la civilización egipcia no solo el Nilo es su mayor fuente de vida; también este pedazo de tierra de poco más de un kilómetro de longitud y unos 400 metros de anchura: la isla Elefantina.
Obtuvo su nombre, presuntamente, por las piedras de granito con forma de paquidermo que bañan las orillas. El lugar languidece hoy ante unas ruinas expuestas a la crueldad del clima y una población en desbandada. Sus monumentos aún conservan la grandeza de un arte que venció a distintos poderes y en sus callejuelas se huele el sosiego. El reverso a los templos, en el extremo sur, es un resort con piscina. Y entre trochas salpicadas por cultivos familiares se alojan los pocos residentes que sobreviven gracias a algún colmado u hostal para turistas.
Pocos parecen ser conscientes de la importancia ancestral de este lugar. “Sabemos que es única, que atrae a muchos visitantes y que explica nuestra historia desde el inicio”, comenta Waleen Raslan, un médico de 27 años que alterna temporadas en este rincón, donde se ha criado, con estancias en otras ciudades del país. “Nos enseñan mucho sobre la isla en la escuela”, sintetiza. “En tercero y cuarto curso nos hablan de ella”, le ayuda un investigador de 34 años que anda de paso y prefiere no dar su nombre. “Nubia empieza y acaba aquí, y es parte del tejido social egipcio”, suelta mientras vierte media botella de agua sobre sus manos y cabeza: la temperatura en estas latitudes alcanza los 43 grados ya en los prolegómenos del verano.
Esta circunstancia provoca que, durante las horas del día, sea complicado encontrarse a alguien a la intemperie, apenas dos niños dan patadas a un balón deshinchado y algunos incautos esperan en el apeadero de barcas.Y, sin embargo, sobre este ambiente seco planea un pasado fascinante. ¿Qué tiene este lugar de mágico? La isla Elefantina —denominada así por los griegos, según ciertos estudiosos, después de traducir la palabra egipcia Abu, que significa tanto ‘elefante’ como ‘marfil’— fue la frontera meridional del país hasta su extensión por lo que antes era terreno de la civilización Nubia, hoy repartido entre Egipto y Sudán. “Desde aquí se manejaba la entrada y salida de mercancías. Era una zona de intercambio, de control y de defensa”, sostiene Susana Alegre, egiptóloga. “Estratégicamente fue un punto clave. Ejerció como motor del desarrollo y siempre marcó el devenir de Egipto”, apunta.
Su ubicación, en el límite de la zona navegable del Nilo, tuvo la culpa: hasta Elefantina se podía llegar a flote desde el Mediterráneo. Luego empezaba la primera catarata y se iban sucediendo rápidos hasta su nacimiento, en Uganda. Como linde natural, Elefantina servía de aduana para los productos que se importaban desde Nubia (término proveniente de nub, suyo significado es ‘oro’). Metales preciosos, ébano, pieles de animales salvajes, rocas de calidad para la construcción o algunos víveres eran la moneda con la que negociaban. “Abría las puertas del Nilo”, cuenta José Ramón Pérez-Accino, profesor de egiptología en la Universidad Complutense de Madrid, “y eso la dotó de una relevancia real y simbólica”. Por un lado, aquí se encuentra el famoso ‘nilómetro’, un medidor de la crecida anual del caudal que ejercía de calculadora del precio de las cosechas y de los tributos a pagar.
Este contador establecía un baremo al principio de cada temporada agrícola que se utilizaba en todo el reino. Por otro, la isla estaba a salvo de las incursiones del sur gracias a que era donde empezaba el tramo más amplio y sereno. Que estuviera justo donde se endurecía el cauce creaba una fortaleza topográfica sin igual.Asuán era “el lugar del mercado”, —continúa Pérez-Accino— “y los gobernadores de Elefantina eran muy poderosos”. Este rincón, inmerso entre una franja de prados fértiles y una llanura árida, también gozaba de gran concentración de templos, como los de Filé, a unos kilómetros.
Una de las ruinas a las que más acuden los turistas que hoy caminan desorientados por los montículos de Elefantina. Apenas hay indicaciones en los puntos de interés y los guardias de la entrada al Museo Elefantino —único espacio que guarda una colección medianamente ordenada de los hallazgos en la isla— parecen buscar más refugio en los ventiladores que en las vitrinas; mientras tanto, los vecinos tantean ensimismados al extranjero, ajenos al peso de la humanidad que pende sobre ellos. “Tomó un rol fundamental durante los reinados antiguos y medios, es decir, desde el año 2500 hasta el 1400 antes de nuestra era. Allí, los mandatarios lideraban su lucha contra los nubios, a los que se refieren en algunas escrituras como ‘viles’ y que —a pesar de todo— terminaron adoptando toda la parafernalia egipcia: lenguaje, vestimenta, costumbres…”, resume el titular de la facultad española.Siguió siendo esencial para los griegos, que llegaron hacia el siglo III a. C., y para los romanos, colonizadores allá por el año 30 a. C. Semejante importancia explica una de las maravillas que aún atesora Elefantina: las ruinas de la antigua Abu.
En ellas se solapan vestigios faraónicos, griegos y romanos. Es posible vislumbrar entre el polvo una pirámide escalonada y unas columnas latinas. Incluso hay relatos de los primeros viajeros que se aventuraban al sur, crónicas de desdichas y triunfos. “Son muy interesantes porque tienen miles de años de historia y, además, cuentan con la peculiaridad asombrosa de que conviven con los moradores actuales: detrás de un muro arqueológico hay una vivienda”, ríe Susana Alegre describiendo una escena cotidiana: “¡Puedes ver a un burro atado a un coloso de valor incalculable!”. No se equivoca: algunos animales deambulan entre pastos baldíos.
Algunos inmuebles languidecen entre mala hierba y al sonido de la brisa solo le interrumpe el zumbido de algún motor de bote pesquero. “Fundamentalmente, era un espacio habitacional”, aporta Francisco Pérez Vázquez, vicepresidente de la Asociación Española de Egiptología. “Los cultivos estaban fuera, esto era urbano y de comercio”, remarca. Pérez Vázquez, experto en jeroglíficos, alude a una leyenda antigua que coleaba entre los asentamientos cercanos: el Nilo, creían, brotaba de debajo de la isla. “Hay templos preciosos, con unas escrituras fascinantes que representan conversaciones entre dioses y hombres”, concede.
El principal es el dedicado a Jnum, ser humano con cabeza de carnero representado como un alfarero que crea al hombre del barro. “Y en defensa era perfecta: una fortaleza en lo alto de una isla”, señala. Con el avance hacia el sur, hasta donde ahora se encuentra Abu Simbel y la separación con Sudán, Elefantina conservó su majestuosidad, pero perdió ese toque especial que la alzaba como origen y final de un nuevo mundo. Sus laderas acogen estos días cafetines en los que se observa un atardecer hipnótico. Los escasos vecinos lucen una piel morena, digna de la mezcla ancestral entre pueblos nubios y egipcios, y la rutina se guisa en un ir y venir de lanchas sin horarios. Más les vale armarse de paciencia.
Por:
Alberto García Palomo. Este español estudió para maestro y acabó siendo periodista. Licenciado de la Universidad de Salamanca, colabora con medios como El País, El Mundo y Vice.