“¿A ver qué le has escrito?”, espié entre risas en el celular de mi amiga Camino, quien con sus niñas correteando por la cocina ultimaba la cena:“Hola Javier. Una pregunta rara. ¿Te irías este sábado a Islandia? Mi amiga Elena, también periodista, tiene los billetes pero su fotógrafo acaba de echarse atrás.
Se me ha ocurrido que, igual, a ti te puede interesar hacer algo allí. Besos”.Entre las confidencias y copas de la sobremesa nos fuimos olvidando de mi malvado fotógrafo, del reportaje que tenía apalabrado y no podía dejar de ir a hacer, y del WhatsApp que mi amiga le había enviado al suyo.
Hasta que a la mañana siguiente me desayuné con el correo de un perfecto desconocido anunciando “¡Nos vamos al hielo!”No tuve un segundo libre aquella semana, como siempre que estoy a punto de salir de viaje. Además, urgía buscar dónde dormir. Con mi fotógrafo habitual iba a alquilar una autocaravana, pero con Javier, sin habernos visto jamás, me intimidaba mucho. Por suerte era invierno y algo encontraría. Cita a ciegas, pues, en el aeropuerto. Precedida, eso sí, un por un vaivén desternillante de mensajes. Javier: ¿Quieres que lleve un navegador? Elena: Bien, aunque adoro los mapas y un amigo experto en Islandia me tiene preparado uno con lo mejor señalado.
Mete el bañador, que hay aguas termales. Llevaré café por si no hubiera en unas cabañitas preciosas que he reservado, y también unos vinos, que allí el alcohol es carísimo. Javier: Ok bañador, vino y navegador. ¿Cómo viajas tú? ¿Maleta grande con ropa para diversas ocasiones, maleta pequeña con ropa de andar por casa? ¿Mochila? Elena: Con lo justo, pero como hará frío y lo que abriga abulta, maleta intermedia. Ropa todoterreno.
Si tú eres más de perlas, avísame para estar a la altura.Javier: No llevo perlas. Mi altura es baja.A las 6 de la mañana, frente al mostrador del vuelo que nos llevaría de Madrid a Reikiavik, no me pareció un hombre bajo. Nada en él resultaba particularmente llamativo, salvo los ojos más llenos de humanidad que he visto en mi vida. Se avecinaba un viaje improvisado, con un acompañante imprevisto, entre los paisajes de cataclismo de una isla tan de fuego y hielo como nuestro encuentro.
Las auroras no existen
Efectivamente, el alcohol debía ser prohibitivo en vista de cómo, islandeses y turistas, cargaban en la tienda de Keflavík nada más al aterrizar, aunque nada comparable al Carmelo Rodero y al Muga que viajaban en mi maleta, o al champagne de la de Javier. Allí mismo recogimos el coche, donde al prender el contacto se disparó la música ratonera que escupía la radio. La apagué sin pensar y, lo peor, ni preguntar. Me disculpé por mi poca tolerancia al ruido, pero al hacer ademán de volver a encenderla se le iluminó una sonrisa: “Deja, también prefiero el silencio”.
Por la capital de juguete de Islandia nos refugiamos de la nieve en un restaurante donde, quizá porque es fácil intimar con quien quizá no vuelvas a ver, volaron las horas hablando de pequeños logros y alguna que otra cicatriz, de nuestras infancias de niños tristes… A la tarde, en un silencio que ya no hizo falta pactar, nos echamos a las carreteras de esta isla que, como en una clase de geología donde no faltara un elemento, se adorna de volcanes y glaciares, de campos de lava cuarteados por el frío y playas negras a las que se arriman las ballenas, de cascadas que se estampan desde los riscos mientras les afloran los arcoíris a pares.
No hubo que esperar para el primer baño termal ni, en realidad, para nada. Nuestro hotelito atesoraba una poza a cielo abierto ante una estepa congelada tras la que despuntaba el cráter del Hekla y, más allá, el impronunciable Eyjafjallajökull, cuya erupción en 2010 canceló miles de vuelos por Europa. Los contemplamos abrazados bajo el agua, en la inesperada familiaridad de aquellos días que bautizaste como nuestra luna de miel. “Lástima que no vinierais ayer —lamentó el recepcionista—. Vimos auroras espectaculares”.
En cuanto volvimos a quedarnos solos, Javier, creo que sopesando mi reacción, sentenció con pretendida naturalidad que las auroras boreales no existen. Y yo creí entender que los fogonazos vanidosos de estas luces del norte tenían, para él, un significado distinto al del común de los mortales. Me mostró entonces lo que había escrito en otro viaje rumbo al Círculo Polar, cuando se cruzó medio continente con un parapléjico genial de copiloto. Perseguían auroras, o al menos así tituló algún post.
Pero el juego era buscarlas; no dar con ellas.Aunque no existieran, nos aguardaban. Tras muchos kilómetros de complicidad y naturaleza extrema, preparábamos la cena en nuestra cabaña en mitad de la nada cuando la dueña se acercó a avisarnos que teníamos una señora aurora sobre el tejado. Agarré una manta y salí a verla pavonearse por las alturas hasta volver tiritando. Javier apenas se asomó. Ya desde antes, quizá desde sus días de niño triste, él tenía decidido no creer en las auroras.
Texto: Elena del Amo, periodista española. Desde Madrid, colaboró con las revistas VIAJAR y Gente Viajera y con el diario El Mundo.
Artículo publicado originalmente en la edición 57 de la revista Avianca