En una versión moderna de Hansel y Gretel, nos orientábamos por la doble hilera de veladoras que puntuaban el camino. Una vez ajustados los ojos a la tiniebla, entramos en el Siq, la estrecha garganta enmarcada por desfiladeros que, como osamentas descomunales, sirven de portal a Petra.

El ámbar de las velas era el único toque de color en una geometría monocroma cuyas formas cambian de acuerdo con las veleidades del camino y los caprichos de la Luna; y arriba, muy arriba, como si un río luminoso corriera sobre nuestras cabezas, el cielo se abría paso entre las rocas. Al final del cañón, tras casi dos kilómetros de caminata, semioculto por las paredes de la hondonada, vislumbramos, por fin, un mar de velas y, detrás, la ciclópea fachada de Al-Jazneh (El Tesoro), uno de los monumentos más espléndidos de Petra. Solícitos beduinos repartían té al que lo quisiera, mientras las gentes, sobrecogidas por la magnificencia de aquel espacio, se sentaban en alfombras tiradas en el suelo o, como nosotros, en largas bancas cubiertas por cojines.

El único sonido era un interminable murmullo de asombro. A mi lado, sin determinarme siquiera, se echó una perra preñadísima que unos minutos después desató una leve conmoción cuando decidió perseguir a un gato entre las candelas antes de regresar a dormir en la banca como si nada hubiera ocurrido. Supuestamente lo que nos esperaba era un “espectáculo de luz y sonido”, un invento que siempre me ha llenado de recelo y suspicacia por lo artificial y circense.

Sin embargo, el de Petra fue el paradigma del ascetismo: dos beduinos, en un principio invisibles, se paseaban lentamente por entre el tapiz de velas tocando la flauta y, cuando terminaron, un breve destello de luz turquesa bañó la fachada del Tesoro.

El Deir, que los bizantinos usaron como monasterio cuando la ciudad fue abandonada por los nabaeos. | Foto: Spencer Davis/Unsplash

Llegamos al hotel hechizados por lo que habíamos visto y ávidos de volver a plena luz del sol. Por supuesto, la habitación nos pareció incompatible con un lugar tan bello como Petra, lo cual fue sin duda injusto. Tanto así que en la mañana, mientras tomábamos el desayuno en su atrio neomorisco, ya nos habíamos reconciliado con él. Lo que nos ocurrió fue que todas nuestras febriles expectativas habían sido superadas en ese breve paseo en la oscuridad.

La ciudad antigua nos había deslumbrado e intrigado en la misma medida en que lo ha hecho con todo el que ha pasado por ella desde la antigüedad. Petra, en su auge, fue la capital del imperio nabateo, una sociedad árabe y seminómada que se benefició de ocupar el eje comercial que unió a Egipto, el Oriente Medio y el Imperio romano entre los años 400 a.C y 106 d.C.

Durante siglos –quizás hasta que Johann Ludwig Burckhardt “descubrió” las ruinas de la ciudad en 1812– la mala memoria y la peor transmisión de la historia nos habían persuadido de que los nabateos eran una tribu bárbara. Pero ya alrededor del año 25 a.C. el geógrafo griego Estrabón describió a Petra como una ciudad pujante y cosmopolita, gobernada por una realeza ilustrada. El contacto con viajeros y comerciantes les permitió a los nabateos desarrollar una arquitectura que combinaba fachadas helenísticas con su gusto ancestral por viviendas troglodíticas.

Toda la ciudad, salvo un par de estructuras romanas, es excavada en la roca, creando una simbiosis única entre la belleza de la naturaleza y el ingenio humano. Petra todavía ostenta un envidiable sistema de captura de aguas e irrigación. Como el área es azotada por riadas durante la época de lluvias (una hizo estragos un par de meses antes de nuestra visita), los nabateos introdujeron represas, cisternas y acueductos que no solo evitaban la destrucción por inundaciones, sino que les permitían incluso vender agua a sus vecinos durante los meses de sequía.

El teatro romano, excavado en una montaña de piedra granate. | Foto: iStock

Los romanos estaban tan impresionados con Petra que la nombraron ‘metrópoli’. Tanto les gustó que terminaron anexándola… pero a mala hora: junto con la decadencia del Imperio llegó la de Petra hasta que se la tragó el desierto. Sin embargo, desde Burckhardt, generaciones de arqueólogos han ido revelando poco a poco sus secretos hasta que en 1985 la Unesco la declaró Patrimonio de la Humanidad.

Lo increíble es que se calcula que solo 15 %de la ciudad ha sido recuperada, y aún así, en nuestra visita, caminamos 14 kilómetros y ascendimos el equivalente a 47 pisos. Porque, claro, volvimos al día siguiente. Si algún provecho puede sacar el lector de este texto es que no debe dejar de ver a Petra de noche, siempre y cuando lo haga antes de visitarla de día. Lo que en la oscuridad había sido una extraordinaria composición de formas iluminadas por la Luna, ahora era una suma de ocres, amarillos, rojos, dorados, rosados y granates.

La Ciudad Rosa, como siempre se le ha llamado, es en realidad un dédalo polícromo que muestra la exquisitez, la variedad, la riqueza de texturas y colores que solo la naturaleza y el minucioso trabajo del tiempo pueden lograr. El milagro de los nabateos es haber sabido respetar la piedra, aliándose con ella para dejar su huella.

A la luz del sol, Al-Jazneh relucía con un fulgor casi metálico. Y ese era apenas el principio, porque a medida que avanzábamos por el laberinto seguíamos encontrando maravillas: la Calle de las Fachadas, el Teatro Romano, tallado en la montaña, la Tumba de la Urna, la Tumba de la Seda, la Tumba Corintia, las tumbas reales, el Gran Templo, el Triclinio del León y en la cumbre, mirando el desierto inabarcable, el Deir, o Monasterio, llamado así porque los bizantinos lo usaron como tal cuando estuvo abandonado. ¿Imaginan cuantos tesoros yacen todavía bajo la arena del desierto?

¿Cómo llegar?

• Wadi Musa es el principal punto para visitar Petra: es la población más cercana. Se llega por tierra, usualmente desde Amán, la capital de Jordania.

• Buses Jett sale desde la estación de Abdali, a las 6:30 a. m. y llega a Petra alrededor de las 10:30 a. m. El regreso es a las 5:00 p. m. (en verano) o 4:00 p. m. en invierno.

• En automóvil, el recorrido puede hacerse en tres horas por la autopista del desierto o en cinco horas por la pintoresca carretera conocida como el Camino de los Reyes. De Amán se sale por la Séptima Rotonda y se siguen las señales de color marrón, las indicadas para los turistas.

• Los taxis cobran unos 50 dinares jordanos (70 dólares). No hay que olvidar acordar el precio con el taxista antes de salir. ¿Cómo es el acceso?

• Tarifa para visitantes que permanecen al menos una noche en Jordania: boleto, precio un día 50 dinares (70 dólares), dos días 55 dinares (77 dólares), tres días: 60 dinares (85 dólares)

• Tarifa para visitantes que no pasan la noche en Jordania: boleto 90 dinares (127 dólares) La entrada es gratis para menores de 12 años.

• Horas de apertura 6 a. m. a 6 p. m. durante el verano y 6 a. m. a 4 p. m. en el invierno. Las visitas nocturnas varían y es recomendable averiguar con anticipación si las ruinas están abiertas.

• Guías profesionales pueden contratarse en el Centro de Visitantes. Los guías hablan árabe, inglés, francés, español, alemán, ruso y griego.

Las siete maravillas modernas son:

1. La estatua del Cristo Redentor, en Río de Janeiro, Brasil

2. El Coliseo de Roma, en Italia

3. Chichén Itzá, en Yucatán, México

4. La Gran Muralla China, en China

5. Machu Picchu, en Perú

6. Petra, en Jordania

7. El Taj Mahal, en Agra, India

Por:

Mauricio Bonnett, novelista, director de cine y guionista colombiano. Desde Londres, donde reside, es consultor y editor de guiones para España y Reino Unido.

*Artículo publicado originalmente en la edición 76 de la revista Avianca.