En la esquina del 901W de Randolph Street, punto crítico de Chicago donde reinó por décadas el juego ilegal y eran tantos los tiroteos que la gente la apodó ‘la manzana del gatillo fácil’ (hairtrigger block), está la tienda J.P. Graziano, que abrió en 1937. Hace un lustro que la cocina de vanguardia busca identificar a Chicago, pero en esta fachada, recubierta de ladrillos, reluce, rústica y entre dos materas, la imagen de un sándwich pegada a la ventana bajo un letrero: “Taste real Chicago”.
Dentro, Jim Graziano hace lo suyo desde que su familia sobrevivió a un amor frustrado y a una gastronomía libreteada.Por aquí caminan de prisa jóvenes con sus mats de yoga y Google y McDonald’s instalaron sus oficinas. Restaurantes de estética industrial con menús ‘eclécticos’ o ‘tecnoemocionales’ son referentes de chefs que suman realities y estrellas Michelin. Es el barrio de West Loop, centro-occidente de la ciudad.
Jim Graziano —pantalones anchos, cadena de plata al cuello, ojo izquierdo de parpadeo irregular— agarra dos pedazos de pan, mozzarella fresco, trozos de prosciutto di Parma, rodajas de tomate, lechuga, albahaca, orégano y vinagre de vino tinto. Son casi las dos de la tarde y sigue en el mostrador como si cada orden se tratara de la lonchera de uno de sus hijos.Uno a uno, con cada sándwich, ha forjado un nombre. Su bisabuelo Vicenzo Graziano, a quien un escribano le cambiaría el nombre por James Paul (J. P.), zarpó en un barco de vapor de Bagheria (Sicilia) a Estados Unidos tras una mujer que resultó estar comprometida. Añicos el corazón, alcanzó a un tío carnicero en Nueva York pero terminó en Chicago, a la que otro italo-estadounidense, Frank Sinatra, le cantó My Kind of Town (Chicago is).Vicenzo empezó su legado hurtando naranjas y limones de los puestos de frutas para venderlos en la siguiente calle.
Ahorró con trabajos temporales y cuando tuvo el dinero suficiente le dio por comprarse una casa en la zona de los mercados de carne, donde pondría una tienda mayorista con productos italianos —aceite de oliva, quesos, pastas, especias—. Le funcionó. Cualquiera en Chicago lo decía: “Tranquilo, Graziano lo tiene”. Esta construcción, de la que Jim duda ser propietario porque hace un par de años refundió las escrituras, tomó una nueva dirección en 2007, después de que él dejó la ciencia política por diseñarle una presentación a su papá James —quien llevaba las riendas del negocio— para sustentar por qué J.P. Graziano debería ser una tienda de sándwiches. “Teníamos todos los productos que van bien junto al pan —dice Jim— y el sabor auténtico de Italia”.
El primer pedido que lo sobrepasó fue de 60 sándwiches. Hoy, con apenas siete mesas y la ayuda de su hermana DeAna, vende cientos al día y es Mr. G —combinación de provolone, salami, prosciutto, alcachofa, lechuga, orégano y vinagre balsámico—, la especialidad de la casa. Fue creado en honor a su papá, quien murió en 2008 y no alcanzó a ser testigo del éxito.A Jim se le encharcan los ojos al hablar de una tradición que lo persigue desde niño cuando, a regañadientes, barría el piso de la tienda. Ahora que su barrio es un referente gastronómico, ahora que las calles se estilizaron, sus comensales son fieles: “Mi familia esperó 81 años para que esto ocurriera (risas). Ahora no nos vamos a ir de aquí”.
II Por siempre, rascacielos
En el punto exacto de la calle 112 E. Upper Wacker Drive, entre turistas que se agolpan, indecisos, está el Chicago Riverwalk, un paseo peatonal a orillas del río Chicago en el que una veintena de barcos aguarda su salida. A las 4:00 de la tarde, del embarcadero número tres sale el crucero arquitectónico de Chicago’s First Lady, el único asociado con la Fundación de Arquitectura de Chicago y que recorre durante 90 minutos la historia de los edificios emblemáticos. Con narración a cargo de docentes voluntarios, se explica cómo se reconstruyó de entre las cenizas del incendio de 1871 para transformarse en una ciudad de rascacielos.Quince minutos antes de partir, el capitán vigila en la cubierta. Observa las personas que trasladará hasta la esclusa que limita con el lago Michigan. Alterna sus gafas de prescripción médica de montura negra con las de sol, mientras que su tripulación de cuatro integrantes, y a los que llama “mis ojos, mis oídos”, se acomoda en posición. Él, a decir verdad, podría ser su padre. —Aquí vamos —exclama tocando la bocina tres veces.
Blake Barger navega Chicago hace 21 años, 17 siendo capitán. Este es su trabajo “divertido” de fin de semana, al que llegó por cuestiones del azar en unas vacaciones de verano. De lunes a viernes, su tarea es de escritorio y elude los detalles con una sonrisa. Su puente de mando insonorizado le da una visión sesgada de los edificios, entre esos, la Willis Tower, clave para reconocer si alguien es o no de Chicago: “Los que vivimos aquí insistimos en nombrarla la Sears Tower”. Y se concentra en las cuatro pantallas que tiene en la parte superior derecha para detectar alertas. La comunicación es directa con los otros capitanes, por medio de la radio o de señales con la bocina. No hay una torre de control. El mayor reto del capitán Blake es asegurarse de regresar a tiempo a una velocidad que no sobrepase los cinco nudos.
El otro, lo dice en un tono más bajo y toca madera, es velar porque nadie se lance al río. “Los capitanes sabemos que nuestro trabajo es más mental. Nos toca tomar decisiones. Continuamente evaluamos el actuar de las demás personas para tener capacidad de reacción. Estamos aprendiendo todo el tiempo”. Cada año, entre abril y noviembre —en invierno se resguarda con su colección de trenes a escala, su esposa y sus dos hijos— es mucho más consciente del crecimiento y los cambios de la ciudad que lo recibió en 1993. Al preguntarle sobre su edificio favorito, duda. Hace una pausa. “El Aon Center, el edificio de líneas blancas, es la obra que se me queda siempre pegada a la mente. Cuando me mudé a Chicago hice una pasantía allí y nunca olvidaré esa primera sensación al estar en la azotea. Hoy lo veo con cariño”.
III La ciudad del blues
Para llegar al edificio de Bruce Iglauer desde downtown hay que tomar la línea roja del metro, bajarse en la estación Loyola y caminar alrededor de 15 minutos hasta Devon Avenue con un viento tibio y recio que embolata los treinta grados del verano. Los locales dicen que está cerca de las playas —y sí tiene un extraño y cargado olor a sal— por su cercanía al lago Michigan. Por la avenida, a las 10 de la mañana de un viernes, andan ancianos solitarios y unos cuantos estudiantes de la Universidad de Loyola. A este circuito se le suma una lavandería de coreanos, un sitio de armenios donde se comercian alfombras, una dentistería a cargo de un odontólogo de India, una gasolinera dirigida por un cubano…Frente a una tienda de rusos, administrada por mexicanos, entre una casa gris y un centro ecuatoriano de aprendizaje para niños, se lee: BUILDING OWNER / MANAGERBRUCE IGLAUER1441 W. Devon Avenue Chicago, 1160660773-973-77-36 Bruce Iglauer es uno de los mayores responsables de que Chicago aún sea la ciudad del blues.
Libre de las obligaciones de escuchar “música para blancos”, abandonó los suburbios de Cincinnati para ir a la única tienda de discos que, sabía, producía este género. Así, sin tener muy claro a qué venía, llegó en bus a Chicago. Está en el barrio Edgewater por un anuncio en el periódico. Era 1971. Quería vivir con la que llama su ‘esposa de práctica’. Eligió una casa que tomó como sede para manejar ilegalmente su negocio —el sello discográfico independiente Alligator Records— durante diez años. Un día, los siete mil casetes desbordaron la cocina, los LP se apiñaban en la sala y había siete personas que estaban las veinticuatro horas allí; entonces pensó: “Es hora de encontrar otro espacio para ser legal pero al que le sirva la misma línea telefónica”.
Su oficina, localizada en el segundo piso y tan seca que él ya ha comenzado a sudar, tiene un centenar de caimanes de cerámica, de peluche, de goma, regados entre premios, discos y carteles —Hound Dog Taylor, Luther Allison, James Cotton, Koko Taylor, Albert Collins—. También, hay un afiche de la película en la que el personaje de Jim Carrey recibe todos los poderes de Dios (Bruce Almighty, o Todopoderoso) y en vez del actor está su cara en blanco y negro. Aunque Bruce graba los álbumes de sus artistas a lo largo de Estados Unidos porque no es dueño de un estudio sino que los alquila, es acá donde ocurre la magia de su negocio, donde toma café de manera compulsiva y donde cuenta que el día que cambió el folk por el blues fue en el momento en que escuchó en vivo a Fred McDowell.“Fue como si me hubieran gritado desde el cielo: ¡Despierta!”. El blues, en cambio, para Lisa Pellegrino —53 años, labios marcados hacia abajo— es un arrullo desde niña. Lo percibe como un río que abraza todo. Que le habla de las luchas de la vida, de que incluso, cuando es compleja, hay que celebrar.
La más joven de cinco hijos, herederos de uno de los lugares legendarios de Chicago, Kingston Mines, lo administra hoy junto con su hermana Donna. Ambas viven para el negocio que dejó su padre, Dr. Lenin ‘Doc’ Pellegrino, quien les enseñó a ser fuertes, casi impenetrables. Ubicado en el barrio de Lincoln Park, en la 2549 N Halsted Street, Kingston Mines es un templo activo de nostalgia. Se destaca por su exterior naranja chillón pero atrae, sobre todo, porque en dos tarimas ha mantenido vigente el género desde 1968. Hoy, cuando las discotecas de Chicago le apuntan al EDM y al reggaetón, allí se acompañan los doce compases de tristeza con costillas y alitas picantes. Y todos se emocionan. Cincuenta años de historia han visto en los escenarios de Kingston Mines a la reina del blues, Koko Taylor, y entre el público, a The Rolling Stones.
Lisa cuenta, por ejemplo, que la voz de Valerie Wellington, una cantante afroamericana que pasó de la ópera al blues, invadía este club sin necesidad de micrófono. O que la armónica de Junior Wallace era la excusa para verlo, en realidad, disfrutando la existencia de la música. O que a Mike Wheeler, músico frecuente en tarima, hay que oírlo en vivo al menos una vez para que el cuerpo se erice. “¿Cuál es la rosa más hermosa del campo?... No podría decirlo”. Otro cruceMientras el bartender del Hidden Shamrock, en la calle 2723 N. Halstead, sirve Malört, el licor amargo de Chicago hecho de ajenjo, Stephen, un comediante amateur incómodamente extasiado, le grita a desconocidos que acaba de grabar una escena para un programa, desnudo.
En la ciudad de Saturday Night Live, las improvisaciones y los stand-up son el cantar agudo de un pueblo hecho a retazos. Uno másWanda Alvarado celebra su cumpleaños número 64 en una clase de cocina de Pizzería Uno, el lugar donde Ike Sewell se inventó en 1943 la deep dish pizza: abierta, de masa delgada y crocante. Es la esquina 29 E de Ohio Street. Wanda llegó a Chicago, desde Puerto Rico, cuando tenía 17 años. No quiere fallarle a la ciudad que ya es suya y estropear (y comerse) su preparación.
¿Qué hacer en Chicago?
¿Dónde divertirse?
The Whristler 2421 N Milwaukee whristlerchicago Este bar, galería y sello discográfico es un lugar de celebración de música en vivo y DJ para hípsteres. Tiene un galardonado programa de cocteles que cambia según la noche. The California Clipper 1002 N California Av californiaclipperJazz, country y soul suenan en vivo en este bar decorado con un estilo original de los años treinta: luz roja, cuero y madera.
¿Dónde comer?
Black Bull 1721 W Division St blackbullchicago
Un auténtico restaurante español, a cargo del chef Marcos Campos, es de los más cool de Wicker Park. Tapas, paellas, arroces, pinchos, embutidos y quesos componen su carta. Beatnik 1604 W Chicago Av beatnikchicagoCon una decoración extravagante, ofrece un menú étnico a base de humus, baba ganuch, merguez, vegetales y especias. Ideal para cenas y brunch. Actividades Millennium Park 201 E Randolph St millennium_park Parque que es, a la vez, galería de arte.
Ofrece diferentes actividades culturales gratuitas y alberga la Cloud Gate, escultura de Anish Kapoor conocida comoThe Bean. Skydeck Chicago 233 S Wacker Dr skydeckchicagoEn el piso 103 de la antigua Torre Sears se tiene una vista de 360 grados en un balcón de vidrio, perfecto para tomar fotos cenitales de Chicago. 360 Chicago 875 N Michigan Av 360 Chicago.
En el piso 94 del observatorio John Hancock se goza de una privilegiada perspectiva del lago Michigan y de los cuatro estados vecinos en un mirador que se inclina 30 grados.¿Dónde dormir? Freehand Chicago 19 E Ohio St freehand hotels.
Ubicado en el vibrante barrio de River North, está cerca de galerías, tiendas y restaurantes. Su bar, Shaker Broken, sirve cocteles, snacks y un menú inspirado en comida callejera. The Palmer House Hilton 17 E Monroe St palmer house hilton. La oferta de este hotel incluye suites, piscina interior con jacuzzi, sauna, baño de vapor, servicio de masajes y una carta variada.
Artículo originalmente publicado en la edición 64 de la revista Avianca