Entre el Transiberiano y el transmanchuriano logró un registro fotográfico que captura la cotidianidad profunda de muchas vidas ocultas tras la inmensidad del territorio.
Larissa y Andrew fueron mis compañeros de tren durante dos días.
Viven en Ulán-Udé y viajan varias veces por año a visitar a sus familiares. Sin manejar ningún idioma en común, conversamos, intercambiamos historias de vida y, sobre todo, comida. Más de una vez, al tardarme en una parada, se preocuparon por mí al no verme volver rápidamente.
Las provodnitsas son una institución en el transiberiano: establecen el orden, la limpieza y la autoridad.
Con Sergei recorrí la isla de Olkhon, en el Baikal. Ama ese entorno. Durante la era soviética era pescador, pero las condiciones —sobre todo económicas— eran duras. La industria pesquera de la región se desintegró y tuvo que reinventarse una profesión: pese a no hablar inglés, lleva casi 30 años como guía. Con sus binoculares es capaz de ubicar focas, aves o el impresionante yak. Es, además, un ingenioso cocinero.
El lago Baikal congelado. También conocido como La Perla de Siberia, es el lago de agua dulce más grande del mundo. Se dice que se convertirá en el próximo océano, dividiendo el continente asiático en dos. Durante el invierno, su capa de hielo es tan gruesa que se recorre en auto. Para cuando llegué ahí, a mediados de abril, el hielo ya era más fino. El amanecer en el Baikal es mágico, el hielo del lago cambia de color y de textura a lo largo del día.
Desde hace más de 20 años, estos 15 jubilados se reúnen cada mediodía en el mismo lugar del parque del Templo del Cielo, en Pekín. Vienen sin sus esposas, conversan de política, deportes. El tren Transiberiano tiene más de 9.000 kilómetros y aunque une a San Petersburgo con Vladivostok, en el extremo oriental, una variante (como la que tomé) puede llevar a la capital china atravesando Mongolia.
Si a uno le llega la noche en la Gran Muralla china necesita encontrar
refugio en sus torres. Nos pasó. Con otros tres compañeros de ruta nos había tomado cinco horas y varios medios llegar hasta un pueblo por el cual pasa la Muralla. Durante horas no vimos a nadie más. Dormimos
poco, y mal, pero la Muralla es difícilmente comparable.
Artículo publicado originalmente en la edición 59 de la revista Avianca