Toda memoria viajera guarda sus preferencias. La mía colecciona con esmero y detalle cada uno de los viajes que me han llevado por distintos parajes de un mismo río: el Nilo. Tantas veces explorado, mil veces contado. Más allá de una historia oficial exhaustiva o de intentar aclarar el viejo enigma acerca del lugar preciso de su nacimiento, me dejo guiar por la apacible corriente del recuerdo, desde el extremo norte de Egipto hasta Sudán y luego a Sudán del Sur; permitiendo que sea el Nilo quien me transporte al misterioso corazón africano.
Vista desde el mar Mediterráneo, la desembocadura del Nilo resulta un enorme interrogante por resolver. Su delta se abre en numerosos brazos que bañan el suelo y lo convierten en un trozo verde, que contradice esa imagen que el cine y la literatura nos han hecho creer de un Egipto desértico y polvoriento. Las ciudades costeras de Alejandría, Rosetta o Port Said descansan sobre fértiles valles llenos de parques y palmeras, balcones florecidos todo el año y una entramada red de canales de riego que se comunican entre sí y que, a la vista del desprevenido viajero, crean un conjunto de turbantes coloridos que se mecen en embarcaciones de mil tamaños. Esa fue mi primera impresión de aquel río infinito, que me guiaría hasta el África profunda.
1. Puerto Said, mayo de 2013
Sentado a la mesa, en un pequeño puesto del famoso fish market de esta ciudad encantadora y ordenada, asisto casi hipnotizado al ir y venir de gigantescos barcos que parecen empequeñecerse al entrar por la boca del canal de Suez; 18 horas más tarde navegarán en el mar arábigo, ahorrándose las tres semanas de viaje que tendrían que hacer de no existir este atajo. Por mi parte, una simple receta de sardinas frescas asadas al instante y un té frío se convierten en magnífica compañía, justo cuando la temperatura llega a 35 grados y el sol de mediodía parece derretir el pavimento. Ávido de moverme, doy el último vistazo al Mediterráneo; el mundo conocido.
El viaje empieza en esta ciudad comercial, que si bien no es una salida directa del Nilo —fue creada artificialmente hace apenas dos siglos— resulta útil para entender la dimensión estratégica de Egipto y la necesidad que siempre tuvo la humanidad, incluso desde el tiempo de los faraones, de juntar el Mediterráneo con el mar Rojo. Reúne en su belleza el momento exacto en que Occidente se encuentra con el mundo árabe, donde confluyen lo ya visto y lo que está por revelarse; y por si fuera poco, es también la frontera imaginaria entre dos inmensos continentes: África y Asia. Al fondo, la imponente mezquita de Al-Abbasy, con sus dos minaretes apuntando al cielo, da la bienvenida al mundo musulmán.
2 Ismalia, junio de 2013
Al sur de Port Said y lejos aún de la bulliciosa capital, emergen de la nada unos pequeños e inadvertidos pueblos; lugares que no gozan del ímpetu turístico de otras ciudades egipcias, pero que tienen el encanto de la vida sencilla. Ismailia, por ejemplo, a 90 kilómetros del mar Mediterráneo y a mitad de camino hacia Suez, resulta ser un pequeño remanso antes del colosal desierto. Al amanecer de mi llegada, despierto con la perfecta puntualidad del canto del muecín que convoca a los musulmanes a orar. El sol, imponente, se levanta muy temprano sobre unas extensas dunas de arena a través de los balcones de mi ventana; y justo antes de acostumbrarme a su brillante resplandor, de repente, como si se tratara del curioso efecto de un eclipse, mi balcón y el dormitorio entero se oscurecen.
Es un gigantesco barco de bandera alemana, mucho más cerca de lo que podía imaginarme, que con sus 60 metros de altura, oculta por un buen rato la luz del sol. Desde los patios y terrazas donde la gente extiende y seca su ropa, familias enteras detienen sus rutinas cotidianas y se asoman para dar vida a ese pequeño ritual —repetido tal vez desde la inauguración del Canal hace ya 150 años—, en el que tripulantes y pobladores locales, entre gritos, pañuelos y señas que van de lado a lado, se saludan y comparten de manera amistosa el nuevo día.
3. El Cairo, febrero de 2014
Pocos lugares del mundo ejercen tanto magnetismo en el espíritu de un viajero como El Cairo; tan antigua como grande y misteriosa, resulta difícil no caer rendido a sus pies. Muchos visitantes dirán, por el contrario, que el caos del tráfico, el desorden callejero o el asedio de vendedores ambulantes dan ganas de salir huyendo. Es una capital de múltiples facetas, según quien la descubra.En lo personal, prefiero sentarme a un costado del Nilo, en la terraza de una Qahwa, o cafetería árabe, y evocar las agotadoras travesías que surcaron estas aguas hace siglos, cuando Masr —como la llaman los cairotas— fue estación obligada en la ruta de las especias; o más atrás, en los tiempos de Tutankamón, cuando por aquí desfilaba la mano de obra que, desde el sur del imperio, venía para satisfacer la sed de construcción de los magníficos templos funerarios que aún subsisten.Con un café en la mano, recuerdo la primera vez que aterricé en El Cairo: una interminable urbe de techos bajos, partida en dos por el lecho del Nilo y con más de 20 millones de habitantes, que surgió en el horizonte después de horas de vuelo.
Ansioso, desde la ventanilla del avión, busqué las famosas pirámides para descubrir, con asombro, que a diferencia de lo que siempre había visto en las postales, estos maravillosos monumentos no están en medio de la nada, sino que hacen parte de los suburbios de la gran ciudad y que, para verlas, solo bastaría con abrir la ventana de mi hotel. Entretanto, un sol rojo se esconde más allá de los cientos de mezquitas del barrio de Gizeh, al otro lado del río.
4. Jartum, septiembre de 2012
Para visitar Sudán es preciso tener una excelente retentiva fotográfica. Desde los altavoces del avión que me lleva a su capital, anuncian que, por regulaciones oficiales, no es permitido a los extranjeros tomar fotos una vez ingresemos a su espacio aéreo. Lo que parecía una advertencia transitoria, se convirtió en una constante durante todo el viaje; así que la singular belleza de esta misteriosa ciudad habría de quedar en el efímero álbum de mi memoria.
La primera imagen que guardo provino de un orgulloso sudanés que viajaba a mi lado, quien me explicó, dibujando en una servilleta, que el término Jartum, en árabe, significa ‘trompa de elefante’; esa es la sinuosa figura con la que el Nilo divide la ciudad y que define la forma, siempre curva, de sus calles; lo que causa una permanente desorientación, incluso entre los locales. Ya en tierra, desde uno de los tantos puentes que unen ambos lados de la ciudad, empiezo a entender la fascinación que tienen los sudaneses por ‘su’ río; pues si bien el nacimiento del Nilo se suele ubicar, de manera imprecisa, en Etiopía, Uganda o Burundi, es justamente aquí donde confluyen en un gran abrazo sus dos principales corrientes: el Nilo Azul y el Nilo Blanco, dándole al río el nombre único que lo llevará hasta el mar.
Distraído en mis pensamientos, me demoro en reaccionar cuando las personas a mi alrededor empiezan a correr y resguardarse en casas y edificios; los restaurantes y kioscos callejeros se apresuran a cerrar sus puertas. Es una tormenta de arena; un extraordinario fenómeno natural que se avecina en forma de una densa nube y que en pocos minutos cubre la ciudad entera. Mientras todos sacan sus teléfonos para registrar el momento, yo corro a protegerme, a la vez que recuerdo con tristeza que mi cámara quedó guardada en la habitación del hotel.
Artículo publicado originalmente en la edición 51 de la revista Avianca