Los últimos kilómetros, antes de entrar a Silvia, son como un viaje sobre el lomo gris de una serpiente que desciende vertiginosa en dirección a la cúpula plateada de la iglesia y a los techos de teja que se asoman allá abajo, en un vallecito de tonos verdes flanqueado por colinas y picos montañosos.A lo lejos, sobre el cauce del río Piendamó, se elevan algunos manchones de neblina que la brisa helada dispersa en forma caprichosa sobre este valle, ubicado en el centro del departamento del Cauca, a unos 60 kilómetros de Popayán.

Foto Migeul Varona Silvia Cauca | Foto: Foto de Miguel Varona

En las primeras calles del pueblo, hombres y mujeres, de ruana y chaquetas impermeables, caminan de prisa hacia la edificación donde funciona la plaza de mercado, en una de las esquinas del parque principal. Todo es algarabía a esta hora alrededor de la antigua construcción. Son casi la seis a.m. y, como todos los martes, hoy tiene lugar en Silvia el mercado más colorido y diverso del suroccidente colombiano. “El mercado de Silvia es de color azul”, dice Halma Yolanda Paredes López, la administradora de la plaza de mercado; quien no es administradora, sino gestora cultural, lo cual ya es un indicador del especial significado que tiene para los silvianos esta tradición centenaria alrededor de los alimentos. El tono azul proviene del vestido tradicional de los indígenas misak o guambianos. Este municipio es su cuna y son ellos quienes mueven la economía local. Hoy, los misak llegan por oleadas a vender papa, cebolla, ullucos y otros productos de tierra fría y a comprar alimentos de tierras cálidas.

Los misak son los más vistosos por su indumentaria azul rey, pero junto a ellos también instalan sus puestos los cultivadores y criadores de ganado ambalueños, quizgueños y nasa, los otros pueblos indígenas del municipio de Silvia. Además, llegan productores afro del norte del Cauca, campesinos de los municipios cercanos y comerciantes y cacharreros de Cali y Popayán. En los pasillos atiborrados de la plaza de mercado también resaltan docenas de turistas extranjeros, especialmente europeos. Deambulan fascinados entre los puestos, con sus cámaras y celulares listos. Algunos se detienen y mordisquean con cautela las arepas de maíz pilao, la carantanta, el pan campesino o los chontaduros.

Foto Migeul Varona Silvia Cauca | Foto: Miguel Varona

Al azul del traje misak se suma el colorido de los productos, tan rico en tonalidades como la paleta de un pintor: el tono arzobispal de los ullucos que rebosan en los costales de fique; los amarillos de la piña, el mango y el maíz de las gallinas; el verde de las hortalizas; los blancos de las harinas y arroces; el morado y amarillo de la papa que viene de lo alto de la cordillera y, en este justo momento, el rosado que aparece frente a los ojos de Laura, una turista alemana, justo después de pegarle el primer mordisco a una guayaba criolla. Viene de Münster. Ella y su amiga Khatarina ya degustaron el mango, la piña y el chontaduro.

Los extranjeros prueban casi todo, excepto el guarapo de caña que los indígenas venden en botellas de un litro a pocos metros del sitio donde se reúnen los comerciantes de ovejas y caballos. Todo este movimiento comienza hacia las 2 a.m. en los alrededores de la plaza de mercado. A esa hora llegan las primeras ‘chivas’ y camiones procedentes de Malvazá, un valle cordillerano famoso por su producción de diversas especies de papa, entre ellas la llamada colorada chiquita con la que se elaboran los tamales de pipián, plato insignia de la gastronomía payanesa. Unas dos horas después aparecen los vehículos rebosantes de cebolla. Vienen de lo profundo del resguardo de Guambía. Los productores de panela de El Carmelo, una vereda de Cajibío, mandan su carga el día anterior. Venden unas cien arrobas porque los indígenas prefieren endulzar el café con ese producto. Además, en todas las cafeterías de Silvia y en los puestos de comida de la plaza de mercado se consiguen tazas humeantes de aguadepanela para ahuyentar el frío.

La venden acompañada de un queso jugoso y blando, que fabrican los indígenas de Pitayó. Después de mediodía, los compradores que bajaron de las veredas de Guambía y de otros resguardos indígenas empiezan a abordar los buses escalera para regresar a sus tierras. El murmullo disminuye dentro de la plaza. Laurentina Masagualli, una indígena misak de la vereda El Cacique, que llegó a las 5 a.m. de la mañana, reorganiza su puesto para las últimas ventas: los manojos de caléndula junto a la remolacha, entre los atados de ajo, el poleo y las pencas de sábila. Unos metros más allá su hija, Gloria, atiende a un turista extranjero quien pregunta por esas láminas de maíz tostado que los caucanos usan para preparar sopas. — Ca-ran-tan-ta —le repite ella por segunda vez. — Carantanta —dice el extranjero con dificultad.

Por:

José Navia Lame

Periodista colombiano con 35 años de experiencia como cronista. Sus trabajos han sido reconocidos con el Premio Rey de España en Periodismo Digital y el Premio de la Sociedad Interamericana de Prensa.

Artículo publicado originalmente en la edición 57 de la revista Avianca