Recostado dentro de una casa redonda de color aceituna, en donde ondea la bandera estadounidense, Matthew Robert Smith, vestido como solía aparecer en la serie Doctor Who, parece oír, petrificado, la súplica de If I Fell de The Beatles.
La escucha inerte, cerca de una torre de folletos turísticos y de camisetas negras con la cara de un gato con gafas de sol. En realidad, el actor no podría moverse ni siquiera con los superpoderes que le daba su nave espacial Tardis: acá, Doctor Who es apenas un cartón silueteado y a todo color que promociona la degustación del mes que ofrece uno de los 89 viñedos —según la cámara de comercio local— que están situados a una hora de Washington, y que sorbo a sorbo han comenzado a producir vinos ‘made in USA’, de excelente cosecha.
Este septiembre, el menú de la degustación incluía un joven Petit Manseng 2017 acompañado de tostadas francesas y flan de caramelo; un Chambourcin 2016 con jamón con pimienta sobre pan pita, y un Cabernet Franc Reserve 2015, con galletas de trigo empedrado con crema de queso de arándanos y patata azul. “Es lo que degustaría Doctor Who”, dice el escueto letrero de Fabbioli Cellars, quizás el más floreciente viñedo de Leesburg, por la Ruta 66.Doug Fabbioli, mejor conocido como ‘El Padrino’ y propietario de la viña, sonríe a la italiana, se acaricia la barba canosa con la sutileza del patriarca y se dispone a reconstruir su historia.
Empezó en el mundo de los vinos en los años universitarios, en el estado de Nueva York, en donde estudió Negocios en la Universidad de Syracuse. Paralelamente, incursionó por primera vez en el territorio de los viñedos, conoció a una mujer en la universidad y un día se animó a decirle que podía conseguir un trabajo en California. En esa época, ambos querían hacer algo diferente, de modo que al final se fueron a Sonoma. Diez años se prolongó la estadía (o el aprendizaje de los secretos vinícolas).
Pero era hora de partir. “Llegué a Virginia en 1997. Había cuatro viñedos en el condado. Ahora hay más o menos 50”, explica.A estas alturas, ‘El Padrino’ ha hecho bien su labor. Los clientes empiezan a llegar: Rosa Román (35 años, de Oaxaca) y Lupe González (21 años, de Puebla) se distraen hablando mientras esperan el primer pedido. Por lo general, se levantan a las cinco de la mañana y tardan una hora, en carro, en llegar al viñedo. Hoy se encargan de decorar platos alargados con galletas, mermeladas y chocolates, aunque la mayor parte del año recogen uvas.
Lupe tiene una preferencia: “El cabernet franc. Es más añejo y la uva se queda más tiempo”. Entre tanto, Fabbioli conduce un carrito de golf por unos callejones largos, repletos de barriles de tannat y merlot, detrás de los cuales hay historias envasadas: las de los vendimiadores, que hacen las cosechas siempre a mano en grupos de 10 personas. En total, ‘El Padrino’ maneja nueve propiedades diferentes. A diferencia de California, cuya industria se ha establecido con propiedad, Virginia es un microcosmos muy joven, pero a la vez tradicional. Por las carreteras se alcanzan a ver iglesias metodistas y grandes árboles alrededor de enormes casas separadas por cercas blancas con caballos y vacas, e impecables extensiones de pasto recién podado.
A la distancia —a poco menos de media hora de viaje— ya se perfila el imponente diseño arquitectónico del viñedo de Stone Tower, cuya estructura se parece, al menos en principio, a la de un spa o un centro de rehabilitación privado en un cantón suizo. Una canción de música country da la bienvenida, la cual parece adormecer al enorme San Bernardo que desfila en la entrada. Un poco más lejos se levanta una pendiente con un camino destapado. Entonces se impone una vista panorámica de buena parte de los viñedos, y se confirma con exactitud la promoción que sus propietarios hacen en su portal web, donde hablan de la montaña Hogback, de suelos rocosos y de un microclima exclusivo.
Lo mismo parece suceder en el viñedo de Sunset Hills, situado a solo unos 20 minutos. Por allá en 1870 esta casona color frambuesa fue un granero de una familia de inmigrantes alemanes. Por cosas del azar, a uno de sus compradores se le ocurrió mandarlo a Amish Country, en Pensilvania, y más tarde se le ocurrió volver a traerlo. Ahora se ha convertido en uno de los tasting room más acogedores del condado gracias a los buenos oficios de Matt Riley, su gerente general. Mucho antes de llegar aquí, Riley trabajó para una gran cadena de ventas de vino al por menor.
Por entonces obtuvo unas certificaciones en el Wine & Spirits Education Trust, y a partir de ese momento decidió que quería trabajar en este mundo para ver el proceso de cerca. Lleva casi 10 años, trabaja entre 45 y 50 horas semanales, salvo en épocas de cosecha en las que los horarios de salida son inciertos. Precisamente, son los de esta temporada: “Ayer recolectamos, hoy procesamos. Yo mismo estuve trabajando esta mañana con las máquinas que en un rato les voy a mostrar”.
En el verano se cultiva, en el otoño se recolecta, y en el invierno, si todo sale bien, se puede tomar un breve descanso. Indudablemente, los mejores meses son septiembre y octubre. Sunset Hills produce 15 tipos de uvas, 12 clases de vinos y 10 mil cajas anuales. Además, tiene un club de vino con cerca de dos mil socios —la mayoría de Florida, California y Nueva York— quienes, una vez adquieren la membresía, se comprometen a comprar una caja al año. Por lo demás, distribuye a mercados, restaurantes y licoreras en la zona y en Washington D. C. Pero la mayor prueba del éxito de los vinos de esta región tiene nombre propio: Trump Vineyard Estates, de propiedad de Eric Trump, hijo del presidente de Estados Unidos.
Ubicada en las estribaciones de las montañas Blue Ridge, se encuentra a unos pocos kilómetros de la tierra en donde nació Thomas Jefferson, cuna de la viticultura estadounidense. Plantado con 227 acres de variedades francesas, Trump Winery es el viñedo más grande de Virginia y la frase principal de sus anuncios promocionales confirma por qué la tendencia de la vinicultura en los alrededores de Washington crece: “En los Estados Unidos —dijo Jefferson en 1808— podríamos producir una gran variedad de vinos como los que se elaboran en Europa. No serán exactamente del mismo tipo, pero sin duda igual de buenos”.
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Artículo originalmente publicado en la edición 65 de la revista Avianca