A dos cuadras de mi apartamento hay una tienda de misceláneas que, como la mayoría en Londres, es administrada por familias del subcontinente asiático, en este caso de la India. Al fondo del establecimiento hay una diminuta oficina postal y en una de sus ventanillas siempre está Rajita, una muchacha menuda de ojos vivaces y eficiencia sobrenatural. Un día, en vez de su habitual atuendo occidental, usaba un sari y tenía la frente adornada con un bindi, el tradicional círculo carmesí que se pintan las mujeres hindúes.
Cuando le pregunté el motivo de tanta elegancia, me dijo con una sonrisa que al final de la jornada se iba a celebrar el Diwali, el año nuevo hindú. Su alegría era palpable. La celebración sería en el templo hinduista de Swaminarayan Mandir, en Neasden, el más grande fuera de la India, fundado apenas en 1995, pero extraviado en el tiempo y el espacio como una reliquia del Raj bordada en azúcar glasé. Sus torres y cúpulas fueron levantadas por 1.526 artesanos indios con 2.828 toneladas de piedra caliza y 2.000 de mármol. Sin embargo, de lejos, parece liviano, como un enorme vestido de novia tendido sobre unas rocas. El conjunto es tan impactante como anacrónico, sobre todo cuando consideramos que sus vecinos son una enorme tienda de Ikea y el estadio de Wembley.
En Londres es difícil ver a indios y pakistaníes como una ‘minoría étnica’ porque están tan integrados a la fábrica social de la ciudad como los mismos ingleses. A fin de cuentas, de los ocho millones de habitantes, dos pertenecen a esas comunidades. Pero aquel día comprendí que por asimilados que estén a la vida británica –e incluso cuando han nacido allí, como lo son ahora la mayoría–, muchos indios mantienen vivas sus costumbres ancestrales. Aunque las comunidades del subcontinente asiático son las más vastas y visibles de la ciudad (Sadiq Khan, el alcalde de Londres, es de origen pakistaní) son apenas una parte del complejo tejido multicultural de la ciudad.
La idea generalizada es que, por vivir en una isla, los británicos mantuvieron una casi total integridad étnica hasta principios del siglo XX. Nada puede ser más erróneo. Las islas británicas han sido multiétnicas desde que las legiones romanas, al retirarse, dejaron 125.000 inmigrantes civiles tras ellas, una cantidad sustancial en un país de tan solo cuatro millones de habitantes. Años después, los vikingos alcanzaron a conformar el 8 % de la población y dejaron una huella genética importante. Pero fue en 1066 cuando ocurrió la mayor y más significativa revolución migratoria de la historia británica, no necesariamente en términos de número, sino de transformación política y social.
Los normandos, al mando de Guillermo el Conquistador, invadieron Inglaterra… y no se fueron nunca: desde entonces la aristocracia, los terratenientes y la clase gobernante británica ha sido en su gran mayoría de origen francés, incluso los más patriotas y nacionalistas que ahora miran a Francia de reojo. Winston Churchill es el ejemplo más célebre, pero no es ni mucho menos el único. Otra importante sacudida social ocurrió con la abolición de la esclavitud, ya que los libertos africanos empezaron a establecerse en Londres. A ellos se le unió un influjo aún mayor de la diáspora antillana que culminó en los años sesenta, cuando la generación Windrush llegó a una Londres urgida de mano de obra por el súbito crecimiento económico de la posguerra.
La consolidación de estas comunidades (ahora hay alrededor de 350.000 habitantes de las Antillas y 140.000 del África negra) dio origen al carnaval que se celebra anualmente en las calles de Notting Hill, y que es el más colorido y ambicioso de Europa. Miles de ingleses dichosos se suman cada agosto a la farra, donde por supuesto nunca faltan las elaboradas comparsas de las comunidades brasileña y colombiana, que también son sustanciales.
Si la comunidad afrocaribeña es la más dicharachera, la de Europa del Este parece invariablemente teñida de nostalgia eslava. Muchos piensan que el influjo polaco, por ejemplo, empezó con la caída del Muro de Berlín y que los emigrantes viajaron al Reino Unido para trabajar en los oficios que los británicos menospreciaban, como la limpieza doméstica, la recolección de frutas y vegetales y, sobre todo, la construcción. En realidad, muchos polacos habían llegado a Londres después de la Segunda Guerra Mundial, cuando el gobierno les concedió la residencia tanto a los pilotos que habían servido con la Real Fuerza Aérea como a los nobles y aristócratas que huían del nuevo gobierno comunista.
Muchos de los cafés y clubes de la diáspora polaca todavía perduran, como el Ognisko Polskie (el Hogar Polaco), en South Kensington, fundado en 1939, cuya mezcla de esplendor otoñal, nostalgia y comida eslava es inmensamente atractiva. Pero obviamente no es solo en la colonia polaca donde la gastronomía se convierte en el mayor vínculo cultural de los exiliados. A fin de cuentas, la comida típica aúna el placer con la añoranza y el sentido de comunidad con el orgullo patrio. Pero, tarde o temprano, ese orgullo se convierte en una fuente de negocio. Londres ahora es una ciudad en la que las cocinas más tradicionales de Europa alternan con otras más exóticas, como la etíope, la vietnamita o la turca. Sin embargo, las dos grandes cocinas étnicas son la indo-pakistaní y la china, que se concentran en gran escala en vecindarios específicos.
Brick Lane, por ejemplo, está repleta de restaurantes pakistaníes que antes fueron los hogares de hugonotes franceses, de la diáspora judía y ahora de la musulmana. Y, por supuesto, está Chinatown, pequeño comparado con sus equivalentes estadounidenses, pero aun así rico en comida cantonesa, pekinesa y de Sichuan, no solo en los innumerables restaurantes donde el más delicioso y humeante Dim sum es paseado en carros por entre las mesas o donde los patos lacados cuelgan de las ventanas esperando a los clientes hambrientos, sino en tiendas y supermercados donde hileras de estantes repletos de viandas exóticas invitan al espíritu aventurero de los cocineros domésticos. Podríamos seguir enumerando las olas de inmigración a lo largo de la historia de Londres (los irlandeses, que son familia cercana; los sudafricanos, que lo son lejana; los españoles, franceses, alemanes, italianos que disfrutan de la vitalidad cosmopolita de la ciudad), pero lo más interesante no son las comunidades en sí mismas sino su explosión colectiva.
Es verdad que las colonias tienden a asentarse en vecindarios específicos (los judíos en Golders Green, los colombianos en Elephant and Castle, los antillanos en Brixton, los pakistaníes e indios en Brick Lane…), pero lo maravilloso, lo de veras fascinante, es el torrente de humanidad que desfila por avenidas como Oxford Street o Regent Street, donde la naturaleza variopinta de la humanidad brilla de manera más rica y colorida: la colección de rostros únicos, de facciones moldeadas a través de los siglos en lugares remotos, las infinitas tonalidades de piel, las burkas, los trajes de Savile Row… es la libertad de ser uno mismo, con su etnia, su historia y sus costumbres en un espacio neutral, la que hace a Londres una ciudad incandescente, compleja y culturalmente incomparable.
Artículo publicado originalmente en la edición 78 de la revista Avianca.