¡Ah, la pausa! Entregarnos al olfato, al tacto, a la vista, al gusto… frenar la cabeza. Y el morado refulgente de la cosecha en su clímax, y el vino que se anuncia en cada “grano”, como llaman a la uva en los viñedos mendocinos. Viajamos a la loma del Chachingo —región de Maipú, al suroriente de la capital de la provincia—, sede del proyecto más personal del enólogo Alejandro Vigil, jefe de la bodega Catena Zapata, de fama mundial: Casa Vigil es su lugar de residencia y bodega que produce los vinos de su sello boutique: El Enemigo.
Aquí empieza el elegante rito coreográfico, la cata. — Incliná la copa para ver el color; metele la nariz, no seas tímido —me instruye el sommelier Mariano Braga, creador del blog El mundo del vino, quien será un amable aunque implacable compañero de viaje. — Un poco cítrico, con un soplo de queso con sabor a nuez —trato de impresionar. — Sin chamuyo —corrige él—. Por favor, nunca agarres de acá —señala el cáliz de una copa de vino—; por favor, de la base o del tallo. — ¿Arándano? —creo descubrir en el Cabernet Franc que acaban de servirnos.— Hmmm… ¿En cambio, piedra pómez? (piedra de origen volcánico) o ¿mina de lápiz? Esa porosidad es lo que podrías haber sentido.
Hablo lento y empastado; o estallo en una risa sin motivo. Entonces, pienso en esta vedette de la zona, el varietal Cabernet Franc, que fuera “difamada” —se cree en estos lares— por Sideways, de Alexander Payne —filme nominado al Oscar en 2005—, cuando el personaje del sommelier Miles (Paul Giamatti) dijo: “Nunca espero grandeza de un Cabernet Franc: hueco, flácido, pasado de maduro”. ¿Fue para promover al Pinot Noir, característico de California, sede de la trama? Tan al sur del mundo, y lejos de Hollywood, a más de una década de aquella “afrenta”, su declive parece haberse detenido. — ¿Insinuación de clavo? —digo tras probar otro vino.
Cuando intento que la instrucción de sentirle el gusto sin tragar al vino no derive en el escarnio público, en esta Casa donde la regla es lo sutil y lo fluido, me atraganto y hago un ruido estruendoso; escupo mal, y mancho el mantel. La indicación de Mariano llega, siempre, en el momento preciso: “Práctica y cata, práctica y cata”, como un mantra que, a esta altura, nos impone un ritmo.
Tensión en el aire
Es un día especial en Casa Vigil: está presente Luis Gutiérrez, crítico de la revista estadounidense The Wine Advocate (TWA), quien vino a poner puntajes —de 50 a 100— a los jóvenes vinos mendocinos. Muchos de los evaluados son enólogos e ingenieros agrónomos de las grandes marcas del sector que, esta vez, sacan a la luz sus emprendimientos personales: bodegas boutique que encarnan sus sueños más antiguos. De a uno, le van mostrando sus creaciones a Luis, y él, detrás de una laptop, decide quién será triunfador en los balances que vendrán a fin de año. Mientras tanto, una cierta melancolía, entre dos amigos, deriva de las tensiones acumuladas.— Si vivo hasta los 75, ¿qué me quedan? ¿Con suerte unas 30 vendimias? —se pregunta Juani, un cuarentón que pide a gritos un golpe a su destino.
Su amigo sabe que solo si el crítico lo premia, tendrá más vendimias, quizás el doble, por la posibilidad de duplicar veranos aquí y en Europa. Eso sigue, hasta que aparece Luis Gutiérrez. La pausa, un breve interludio. Dice:— Yo escribo para gente que paga una suscripción de 100 dólares al año por leerme —desmintiendo que el aire amigable pueda interferir en el análisis objetivo—. Yo diré siempre lo que me parece. Después, él vuelve al tasting y los amigos retoman la conversación:— Mirá —señala el amigo de Juani, hacia la mesa de al lado—, ¡un Cosecha del 81! Alguien lo estaba cosechando cuando yo nacía. Eso está ahí adentro desde que yo nací.
Un atardecer en Luján de Cuyo
Sobre la Ruta N°40 —columna vertebral de la República Argentina—, abrazada al Río Mendoza, nos recibe Luján de Cuyo. Sesenta de las doscientas bodegas argentinas abiertas al público están concentradas en este pedacito de terroir. En la bodega Otaviano, Gastón Ré —el sommelier— y Eliana Guevara —la cocinera— apuestan a democratizar manjares y elixires a precio módico. Hace más de una década, la periodista Daissan Mc Lane, de The New York Times —tras su propio road trip— le puso nombre a la tribu de bebedores que son más que aficionados: “Purple lips” (labios púrpura), describió a los habitantes temporarios de las habitaciones cavernosas —las cavas—, donde el Malbec impregna todo con su color característico. Pero —puntualiza Eliana— el mejor beso no corresponde al Malbec (como insinuó Daissan), sino al vino bebido con amor.
Ya en calor, pasamos a probar los “vinos blancos turbios”, aun no fermentados, generosa apertura de la trastienda que no se ofrece al público. Son ácidos y pulposos; sucios, “como una Schweppes pomelo light, sin tanto retrogusto como el de la gaseosa azucarada”. Lo dije y no resultó gracioso. Para una cata cualquiera, Eliana recomienda usar una pasta dentífrica de aloe vera con manzana verde, que no perturbe la sensibilidad del “buche”. Eliana y Gastón aparentan una década menos que su edad biológica, marcada por el ritmo de una slow life (vida lenta) entre taninos que antioxidan lo que tocan. Momento del brindis. —Para que el trabajo nunca más sea considerado como un sacrificio —dice Eliana (y hay aplausos).
Chocamos copas, otra vez; a la mía se le rompe, accidentalmente, apenas el bordecito.—Nunca del cáliz, Julián, ya te lo he dicho. Es el turno del brindis de Mariano: —¡Brindo por la felicidad!—¿Existe la felicidad? —mi boutade lo irrita.—Hay que laburar (trabajar) la felicidad —dice Mariano—. ¡Hay que la-bu-rar-la! Otra mañana: rumbo al Valle de UcoOtro sol (el mismo), y partimos hacia los departamentos de San Carlos, Tunuyán y Tupungato; son más de 100 kilómetros hasta llegar a la región que más creció en el último tiempo, donde —hasta hace no tanto— no había más que desierto. Viajamos más hacia el sur, hasta donde se termina la precordillera de los Andes y ya se anuncia a la vista, mítico, el volcán Tupungato.
Al llegar a la finca Piedra Infinita, de la familia Zuccardi, en el Paraje Altamira: ¡los cosechadores! Corren todo el día desde las vides a los cajones, donde se acumulan las uvas. Se mueven, frenéticos —el canasto al hombro—, en busca de la ficha que premiará cada canasto volcado en un cajón blanco, homologable por moneda cuando la jornada se apague. El recorredor va y viene entre las hileras de vides, vigilando que no queden uvas en la planta, o caídas; el ordenador es siempre quien dirige al equipo: “Vos en esta hilera, vos en esa otra”. Después de abril, cuando la cosecha pare, los mismos cosechadores pasarán a “la poda”, o a la cosecha menos grácil de la papa y el ajo, en fincas cercanas.
La fichera, quien premia y vigila, admite que la relación con los cosechadores es difícil. — Yo tengo una orden —asume Viviana—, y la debo hacer cumplir. Lamentablemente es así. Pasada la cosecha, seremos una familia de nuevo. Solo la sombrita entre dos hileras de vides, si se está agachado, provee algo de reparo durante la hora de almuerzo. Pronto deberán salir corriendo porque la cosecha no espera. Una nueva ficha, o el día estará rifado para el jornalero sacrificado. Pero Amanda no corre.
“¿Y si me llego a caer? ¡No!”, dice. Unas fichas menos no cambiarán su suerte. Cuando no cosecha, su trabajo es desprender la malla anti-granizo, o filtrar las hojas y los palitos de los cajones. —Estamos para hacer cualquier trabajo, a mí me da lo mismo —dice Amanda, madre de Clarita, de 6, que —cada tanto— la escucha decirle al aparatito conectado, en el bolsillo a la altura del pecho: “Hijita, te quiero”. Unas filas más allá, Salvador —el recorredor— vigila que se coseche todo, que no queden uvas perdidas. Su ojo llega cuando el cosechador emprende la corrida hacia el cajón. “Para que sea una cosecha limpia y prolija”.
El racimo tiene que estar bien cortado con las tijeras, no tironeado a mano. Es para preservar la uva, no debe caer al suelo o no podrá evitar impregnarse de tierra. Si hay error y no hay respuesta del infractor, llega un llamado de atención, o la retención del tacho y el aviso al encargado. Solo ante una recurrencia grave, deberá pedir una medida ejemplificadora. En todo este tiempo, eso pasó solo una vez. Entonces, ocurre:—Juan —reta el recorredor, en tono calmo y volumen bajo— dejaste uva. Procurá hacerlo bien la próxima.
Martín Di Stefano, el viticultor de la finca, afirma que la cosecha debe ejercerse en el punto justo, ni antes ni después. “Ni alcoholes excesivos, ni sobremadurez de la fruta”, dice. Para que eso ocurra, la clave es la disponibilidad de los cosechadores, cuya mayoría es de nacionalidad boliviana porque “a ellos —describe Martín— les gusta mucho más que a los argentinos el trabajo en el viñedo”. Los racimos más grandes —por ejemplo, los de la variedad Bonarda— son más fáciles de cosechar ya que las uvas se desprenden más rápidamente. Para los racimos chiquitos, agarrados, propios del Malbec, se tarda más; entonces el Malbec requiere de menos canastos pero mejor remunerados, y así —parece— se van poniendo de acuerdo.
Menú de seis pasos, y ya nos vamos
En Tupungato, todo lo que sucede es presidido y vigilado por el gran volcán, extinto desde el Pleistoceno: la montaña más alta de los Andes al sur del Aconcagua. Al llegar a la Bodega Andeluna, su director enólogo —Manuel González— confirma lo que nos dijeron antes: “La Argentina es Malbec”; el Malbec es Mendoza; y el vino es lugar, insiste quien —a la par que experto del vino— es poeta y escribe: Es mi vaso de piedra/ resarciendo lo vivido/ degustando el suelo/ y bebiendo el vino (Alma de jarilla, 100 poemas de raíz).
La doble vocación no es extraña, donde el cielo morado del atardecer se confunde con el morado de las uvas y conforma una esencia color o poesía espontánea: Los colores de aquel cielo —sigue el poeta—, los aromas del encuentro/ el sabor del vino nuevo (…) embriagado con tus besos. Nos lo decimos: este viaje fue una pausa, una excepción, y nos vamos yendo todavía atónitos, tras el despliegue de imágenes, aromas y sensualidad en el ambiente. Días de ruta sin rutina y educación del paladar, horas de lecciones de dandismo, o de su rasgo más característico —que describió Baudelaire—: “Ese estar fuera de casa y sentirse sin embargo en casa en todas partes”. Así se expresó Mendoza ante nosotros: con un “No” rotundo a la productividad acelerada del Capitalismo tardío, al fast-food y al mercantilismo vaciado de sentidos, en fin, contra mucho de lo que nos repele del resto del mundo. Y así nos fuimos.
Viñedos
Otaviano
Ruta Internacional N° 7, Kilómetro 8, Alto Agrelo, Luján de CuyoEn la afamada “primera zona”, donde la historia de la vitivinicultura mendocina comenzó, y en el límite exacto antes de la Cordillera, Otaviano ofrece una de las mejores vistas de los Andes. Enfocada en la producción de vinos blancos, rosados y tintos de parcela única, anualmente elabora unos 300.000 litros dentro de un edificio inspirado en una vivienda de alta montaña: enormes ventanales, el fuego del hogar a leños, una oferta gastronómica simple pero de muy alto alcance, y el toque personal de Eliana y Gastón, anfitriones de lujo para vivir un atardecer inolvidable.
Casa Vigil
Videla Aranda 7008, Maipú Alejandro Vigil, jefe de enología de la bodega Catena Zapata y propietario de los vinos El Enemigo, abrió las puertas de su casa para transformar este rincón de Maipú en uno de los restaurantes más codiciados de Mendoza. Innovador por naturaleza, todo aquí está inspirado en la Divina Comedia de Dante Alighieri, con un infierno celosamente custodiado por barricas repletas de grandes vinos y mucho Cabernet Franc, ícono de la casa. ¿Para probar? El enorme costillar de ternera braseado 12 horas, acompañado de hortalizas de la huerta propia.
Andeluna
Ruta Provincial 89 s/n, Gualtallary, Valle de UcoLlegar a Andeluna es puro placer. Enraizada en una de las arterias principales del Valle de Uco, más precisamente en Gualtallary, esta bodega fue una de las pioneras en la elaboración de Cabernet Franc, hoy vedette regional. Su enólogo, Manuel González, entrelaza su pasión por el vino con la escritura, y esa misma sensibilidad que aplica en una y otra tarea, resulta en etiquetas de enorme personalidad.
Un almuerzo en la terraza, frente al Cordón del Plata, es cita obligatoria para terminar la visita y disfrutar del menú degustación por pasos que propone el chef Santiago Blondel.Zuccardi Valle de UcoCosta Canal Uco s/n, Paraje Altamira, Valle de Uco.
Siempre a la vanguardia, la familia Zuccardi es una institución en la provincia. Autores de algunos de los vinos de consumo masivo más extendidos de la Argentina, hace menos de dos años inauguraron la que es, hoy, la bodega más impactante del Valle de Uco, enfocada solo en vinos de alta gama. Por su investigación en todas y cada una de las microrregiones del Valle de Uco, aquí la clave es entender, de la mano del joven equipo de enología liderado por Sebastián Zuccardi, la sutileza en sus Malbec y Cabernet implantados en los distintos rincones del Valle, desde Paraje Altamira y Gualtallar hasta El Cepillo o San Pablo.
Mis recomendados en Mendoza
¿Dónde divertirse? Cachita’s Bar Avenida Sarmiento 784, Mendoza El bar de moda en Mendoza, con los mejores cocteles de la ciudad. Chachingo Craft Beer Arístides Arístides Villanueva 383, Mendoza Impacta la arquitectura del lugar, su oferta de vino por copa y sus excelentes sour beers. Regency Casino 25 de Mayo 1115, Mendoza En el hotel Park Hyatt Mendoza, frente a la Plaza Independencia.¿Dónde dormir? Sheraton Mendoza
Primitivo de la Reta 989, Mendoza Un cinco estrellas de alto vuelo en pleno centro de la ciudad. Cavas Wine Lodge Costaflores s/n, Luján de Cuyo Cuenta con 18 suntuosas habitaciones entre los viñedos de Luján de Cuyo. Casa de Uco Ruta Provincial 94 kilómetro 14,5, Valle de Uco Al pie de la Cordillera, un resort de lujo para vivir el vino desde adentro.¿Dónde comer? Siete Fuegos Ruta Provincial 94, kilómetro 11, Valle de Uco Carnes asadas a las brasas con el sello de Francis Mallmann y sus fuegos. Bodega La Azul Ruta 89 s/n, Valle de Uco Menú por pasos y atención personal. Una joya oculta del Valle de Uco. Zitto Aristides Villanueva 257, Mendoza Zona de moda con comida casual. Sus pizzas son deliciosas.