En unas escaleras al norte de Montmartre, lejos del Puente de las Artes, una pareja de turistas intenta poner un candado en la parte superior de un farol. El novio se agarra a la delgada columna metálica y de un impulso logra engancharlo. Ella aplaude ligeramente y lo besa. Desde que las 45 toneladas de candados puestos por miles de enamorados de todo el mundo en las rejas del Puente de las Artes fueron retirados y sus barandas reemplazadas por vitrales, los amantes deambulan en París, conocida como la capital del amor, a la búsqueda de un lugar que les permita sellar para siempre el afecto que se profesan.
En realidad, los habitantes de la ciudad no han necesitado de este puente para ello. Hace 40 años, Simón, extrovertido exiliado chileno de sonrisa generosa, y Christine, parisina agraciada de cabello rizado, solo necesitaron de valentía y de un poco de suerte en esta ciudad laberíntica.¿A dónde fueron los amantes? Simón llegó en 1975 a París, como muchos otros que huyeron de la dictadura de Augusto Pinochet. Para sobrevivir en la Ciudad Luz, salía con su guitarra y su poncho a tocar en las callecitas de Montmartre. Algún día, para ganar unos francos más, fue a danzar en una clase de dibujo en la Escuela de Bellas Artes, donde los artistas intentaban capturar el movimiento de bailarines que trabajaban por propinas. Al ver que sus movimientos eran improvisados, una de las bailarinas le propuso tomar clases en el Centro Americano, en el bulevar Raspail, en el sur de la ciudad, donde queda la Fundación Cartier de Arte Contemporáneo. Fue allí donde Simón cayó embrujado por los rizos de una joven que a veces veía en las clases de danza africana. Sin vacilar, husmeó en la secretaría del Centro para encontrar la ficha con los datos de Christine.
Así descubrió que vivía en el número 141 de la calle Saint-Dominique, a algunos pasos de la Torre Eiffel. Simón decidió acercarse a su domicilio, por curiosidad pero también con la esperanza de un encuentro ‘fortuito’ en el barrio. En el buzón, situado en la entrada del edificio, Simón leyó el apellido ‘Pradel’ al lado del de Christine. “Monsieur Pradel se me adelantó”, se dijo, sin arriesgarse a ir más lejos. Pero luego de preguntarle directamente, unos días después, sobre su supuesto novio, descubrió que Pradel no era un monsieur sino una dame, amiga de Christine, que había vivido en ese apartamento. Luego de un café compartido, el amor comenzó. Simón no tardó en mudarse a la calle Saint-Dominique, pero unos años después llegaron al que sería su verdadero hogar: Montmartre. “En aquella época, 1985, era un barrio de fachadas oscuras y las prostitutas andaban en todas partes. Con nuestros escasos recursos, solo podíamos comprar un apartamento allí”, cuenta Christine, quien había vivido siempre al otro lado del Sena, el lado burgués de la capital. “En una semana, ya me sentía en casa”. Simón, que quería volver a Chile al final de la dictadura, enamorado de Christine y de Montmartre, decidió quedarse en Francia.
Hoy, sus dos hijos, treintañeros, viven todavía en el sector. “Montmartre y este apartamento son el reflejo de lo que somos”, resume la pareja, que ya se acerca a los 70 años de vida, 33 en el barrio.El amor fluyeA pesar de que el amor ya no se da cita en el Puente de las Artes, sigue presente en los 13 kilómetros del río que atraviesa la capital. Están en el deseo onírico de los viajeros, en la vida misma de la ciudad y sus bares escondidos, las terrazas resplandecientes, los parques frondosos, los muelles, las callejuelas tímidas y los bulevares. En el Sena, en la embarcación Dame de Canton, un junco chino construido con diseños del siglo XVII y que ha recorrido todos los continentes, Alexandre y Glenn hicieron la fiesta con la que formalizaron una relación de una década.Junto a otro ícono de la seducción, el Moulin Rouge, vive Pauline, de 26 años y proveniente de Angers, en el occidente francés. Allí ha permanecido durante el último año, acomodándose a los precios altos, las superficies pequeñas, las mudanzas constantes y las búsquedas prolongadas de un techo, tan usuales en París. Y allí ha encontrado el amor en relaciones breves en las que no interesan candados eternos ni promesas perdurables.
Su primera relación larga en la capital francesa fue justamente su arrendatario, treintañero locuaz y esbelto que conoció el día de la firma del contrato.Según una encuesta de 2017, el 43 por ciento de los parisinos no tiene pareja permanente. “Por ahora estoy bien así. No quiero una relación seria. Quiero concentrarme en mis proyectos y disfrutar de mi vida”, dice Pauline.
Mapa de la atracción
Muchos pasos por esta vieja ciudad también dejan rastrear relaciones que parecen haber estado allí desde siempre. Al llegar a su estudio parisino en una tarde invernal, Hélène fue sorprendida por una carta deslizada debajo de la puerta. “¿El vecino al fin me declara su amor?”, se preguntó esta estudiante de letras. Cumplía 19 años, era el 5 de marzo de 2010 y la primavera se anunciaba, ineluctable, en la yema de los árboles. Las líneas anónimas de la epístola le indicaban que tenía que dirigirse inmediatamente a la librería Album, en el bulevar Saint-Germain, y dar su nombre al vendedor. Un número de celular “tan solo en caso de emergencia” aparecía al final. No era el vecino. Hélène reconoció la escritura y el teléfono de Jean-Christophe, estudiante de canto lírico que había conocido en Caen, en el norte de Francia, y con el que salía en los últimos meses. Ella, morena, de cabellera espesa y ojos negros, evocaba un retrato del Egipto romano.
Él, alto, de rostro cuadrado y siempre elegante, hubiera podido pasar por un vikingo dandy. París se les ofrecía, con sus dos millones y medio de habitantes, esplendorosa y vasta, fascinante para dos jóvenes artistas vagabundos. Errar por sus calles era tan natural como dormir. Hélène todavía no lo sabía, pero el juego que Jean-Christophe le proponía en su misiva no era más que un recorrido por esta vieja ciudad.Luego de algunos segundos de aturdimiento, Hélène aceptó el reto y fue a tomar la línea 10 del metro en dirección al bulevar Saint-Germain, a algunos pasos de la Universidad de la Sorbona. “Soy Hélène”, le dijo al vendedor de Album, quien le entregó sin vacilar una carta y un afiche de Audrey Hepburn.
El nuevo documento le pedía dirigirse al bar Le Gribouille, en el barrio central Le Marais. ¿Una mala copia de una comedia romántica? No había tiempo para preguntas. Hélène atravesó la Isla de la Cité, con su Notre Dame dominante, pasó al frente del Ayuntamiento de París y entró a Le Gribouille. Al darle su nombre al mesero, él le sirvió una gran copa de Borgoña Aligoté, su vino preferido, con una carta de amor y nuevas instrucciones. Hélène, quien ya no solo estaba aturdida por sus sentimientos confusos, sino también por el vino blanco, debía ir ahora a una floristería del distrito X, en el norte de la ciudad. En el metro escribió con ardor un poema.
“Seguramente no eran grandes versos”, recuerda con algo de pena. En la nueva parada recibió una planta y una nota que le pedía dirigirse, en el mismo barrio, a la calle Eugène Varlin, donde vivía Jean-Christophe, y pronunciar al frente del intercomunicador del edificio las palabras: “Todo estaba dicho”. “Hacía poco que salíamos y sabía que él me iba a esperar en el apartamento. Me daba un poco de miedo”, cuenta Hélène. Al llegar al frente del edificio, apretó el botón del intercomunicador y pronunció la fórmula secreta. La puerta se abrió y ella subió dos pisos. En el interior, ninguna señal de Jean-Christophe. Los compañeros de apartamento del cantante la esperaban para servirle algo de comer y de beber. Luego, le pidieron que entrara al cuarto de su novio. “¿Estará allí finalmente?”, se preguntó Hélène. Tan solo vio un CD sobre un escritorio.
Al ponerlo en el equipo de sonido, escuchó la voz grave de Jean-Christophe entonar a ritmo de blues “Tout était dit” (Todo estaba dicho), de Jean-Jacques Goldman: “En cada uno de sus gestos una confesión, un secreto en cada actitud”.La próxima parada indicada en la última carta era la cúspide del Arco del Triunfo. Desde la cima, bajo sus ojos, 12 avenidas desembocando en el arco napoleónico como ríos lineales, una dama de hierro bautizada Eiffel, del París del siglo XIX, con sus manzanas multiformes y el plateado barrio de negocios la Défense a lo lejos. En la cima, Jean-Christophe y algunas palabras de afecto embriagadas y torpes. En la cima, el amor. ¿Y luego? L’Escale, un bar que quedaba en la calles de Trois Frères, en la colina Montmartre, vio entrar a los dos amantes y beber mojitos durante toda la noche. Ocho años después, Hélène sabe que ese juego apasionado no habría podido ocurrir en ninguna otra ciudad. Hasta hoy, es el amor de su vida.
Texto: Sergio Peñaranda, periodista colombiano. Colaboró en París como corresponsal de la revista Semana
Artículo publicado originalmente en la revista Avianca edición 57