Hoy, Alexander Neumann ha elegido una de las cinco bicicletas que ha restaurado. Nada, por donde cruzan pedalista y aparato, desentonaría en las calles elegantes del barrio de Lehel; nada, entre cicla y hombre, desentonaría en todo Múnich, una ciudad donde tantos torsos se mueven sobre dos ruedas…
Nada, claro, salvo sus intenciones. Habría que preguntarse, al menos, el porqué de la tabla bajo el brazo, como ocurre de tanto en tanto en las avenidas de este lugar del sur de Alemania, tan lejos del mar y de la playa, donde pedalean gentes con trajes de neopreno como si fueran a la conquista de alguna ola indomable.
En realidad, sí hay una ola; una sola, única. Y fría. De no más de 15 grados centígrados en verano. Torrentosa, como si las aguas, desembocadas, huyeran de los túneles bajo el puente que acaban de cruzar. Es el Englischer Garten (el Jardín Inglés), 400 hectáreas en el centro de Múnich pobladas de árboles, salpicadas de picnics, sembradas con alguna que otra música e interrumpidas por un canal llamado Eisbach que se alimenta de un brazo del río Isar. Allí, tras el puente, un rápido forma la ola qué conquistar sobre el ‘río de hielo’ (eso significa Eisbach en alemán), de doce metros de ancho en el parque urbano más grande de Europa.
El lugar es magnético. Sobre la ola, surferos apenas cruzando los 20, otros por encima de los 60, un cocinero de Ecuador residente en Múnich, un kitesurfista de Colombia, gente de Asia o del resto de Europa, algún millonario local, la hija del alcalde y varios estudiantes… Un día de suerte pueden aparecer el once veces campeón del mundo, Kelly Slater, o figuras como Gabriel Medina o Rob Machado.
Alexander, fotógrafo y camarógrafo alemán con raíces brasileñas, ya empapado, atina una palabra: “¡Genial!”. A uno y otro lado del canal, los surfistas urbanos de Múnich se saludan con el puño y esperan el momento de su encuentro gélido para cabalgar la welle, la Eisbach welle, donde hace un poco más de medio siglo, en la década de 1960, se inventó el River Surfen sobre tablones de madera, cuerdas amarradas al puente, instantes difíciles de equilibrio y una lidia particular: la policía —era ilegal—.
Hoy, en lo que alguna vez fueran los jardines del rey Ludwig II, se ensancha esta singular comunidad de surfistas de aguas dulces que, dicen ellos mismos, puede estar entre las dos y tres mil personas.—Nos conocemos entre todos y tenemos ya nuestras tradiciones —cuenta Alexander en tanto agarra su tabla, fabricada a mano y con materiales ecológicos en los talleres muniqueses de Riot Surfboards—. Eso nos da un estilo y conforma parte del sentido de esta forma de vida. Cada uno respeta a quienes tienen más experiencia, por ejemplo, y en cada lugar de surf hay un granpy (veterano)”.
Sí, el lugar es magnético. Alexander cree que la ola le cambió los días, que le trajo amistades, trabajo, relaciones… Una manera de estar en Múnich y de conectar lo montaraz y lo citadino. Mira, fijo, y sonríe: “Amo esta ciudad”.¿Y cuando hay nieve? Ahí es que el ecuatoriano Jhinson Cedeña usa pequeños martillos para abrirse paso en la escarcha de la periferia y se enfunda su traje especial del invierno, con el que también logra sus trucos.¿Y cuando es de noche? Faroles auxiliares sobre el puente.
Artículo publicado originalmente en la edición 74 de la revista Avianca