Al igual que ocurre en otras islas, en República Dominicana creemos que somos el centro del mundo y nos alteramos cuando comprendemos que el origen de algunas palabras no es nuestro. Es deprimente cuando, leyendo libros de extranjeros, me topo con palabras que suponía eran endémicas, como los nombres de algunas aves y de ciertos reptiles. Pero no soy el único.
Recuerdo el comentario de un mesero a un amigo colombiano donde afirmaba que en República Dominicana nos referimos a todas las cosas con la palabra ‘vaina’. Cuando este le replicó que en su país era igual, el mesero se puso serio, dio la media vuelta y no volvió a atendernos.
A esa actitud ofendida acá la conocemos como ‘quille’, que es una palabra que sugiere la imagen de un cristal que se quiebra. Nos ‘quillamos’ porque creemos que dichas palabras nos pertenecen y conforman nuestra identidad. Sin embargo, la razón de que el vocabulario dominicano haya crecido se debe a la cantidad de arcaísmos, galicismos y anglicismos que lo componen.
De estos, hay cada vez más anglicismos, debido a la influencia de los Estados Unidos, de los ‘dominicanyork’ y del ‘spanglish’. Como existe un gran repertorio de palabras me voy a decantar solo por una: ‘josear’, que viene del inglés hustler y que habla del acto de conseguir dinero en actos delictivos. Además, ‘josear’ le da identidad al término y hace pensar que la palabra hace alusión a un José desempleado que se dedicaba a buscársela por las calles.
También está ‘pariguayo’, que proviene de party watcher y que refiere Junot Díaz en su novela La maravillosa vida breve de Óscar Wao. Acá se plantea que el término surge cuando, en la ocupación estadounidense de 1916, los marines iban a las fiestas y se quedaban viendo de lejos a los dominicanos que bailaban. Hoy, ‘pariguayo’ es uno de los insultos más fulminantes de nuestra cultura, ya que saca a relucir uno de los peores defectos que puede tener un dominicano: no saber bailar.
Particularmente, yo tengo varias palabras favoritas: ‘tabaná’, que es una bofetada; ‘bufeo’, una especie de broma; ‘macuteo’, que es un soborno; ‘jamona‘, que se refiere a una solterona; ‘chichí’: un bebé; ‘caballá’: decir disparates, y ‘jumo’, que es cuando uno llega al límite de su borrachera. Otra que me encanta es ‘chin’, que refiere a poquito o a una fracción reducida de algo. Cuando uno dice: “dame un chin”, el sonido de la palabra es tan determinante que no es necesario buscar su etimología para comprender lo que se está pidiendo.
Lo mismo ocurre con el juego fonético ‘pin pun’, que usamos para dar a entender que dos personas se asemejan. Hay dos palabras que se contraponen: ‘chepa’ y ‘fucú’. La primera alude a la buena suerte, mientras la segunda se relaciona con la mala suerte. Por ejemplo, en el país se cree que los huesos de Cristóbal Colón tienen un fucú, o sea, que están azarados, lo que le pareció tan misterioso al poeta ruso Evgueni Evtushenko, que en los ochenta tituló uno de sus libros con este nombre, pero cambiando la ‘c’ por la ‘k’, que supongo es una influencia soviética. Hay palabras que pueden avergonzar a los extranjeros.
Se da el caso de que aquí, en ciertas regiones, aún se usa la palabra ‘polla’ para referirse a las señoritas. Y también están las que nos salvan la vida. Un amigo me contó que retornaba una noche a su apartamento del Bronx en Nueva York. De repente escuchó pasos a su espalda. Lo estaban siguiendo. Se volteó y confirmó que se trataba de dos grandulones. Emprendió a correr, pero al minuto resbaló y fue a dar al pavimento. Antes de caer, voceó ‘¡pipo!’, que es una típica interjección dominicana. Al escucharla los presuntos asaltantes, en vez de atracarlo, lo auxiliaron y le explicaron que también eran dominicanos y que nunca en la vida atracarían a un compatriota.
Artículo publicado originalmente en la edición 58 de la revista Avianca