El dragón

Una mujer y su hija, que no debe tener más de diez años, compran a la entrada del Mausoleo de Mao Zedong dos flores amarillas, el color que representa el respeto a los muertos. Aún no he visitado el cuerpo embalsamado del Gran Timonel, a pesar de haber estado innumerables veces en la Plaza Tiananmen, la Ciudad Prohibida, y al pie del huabiao, esa enorme columna de piedra blanca con nubes como alas que lleva en lo alto un dragón: el símbolo del emperador, del poder, de los personajes excepcionales.

El tono de piel rojizo, la ropa sencilla y su fuerte acento, delatan a los chinos que han venido de las regiones y del campo para visitar al centro político e histórico de su país. Me gusta verlos posar, orgullosos, para las fotografías que se toman frente a los grandes símbolos que enmarcan la Plaza Tiananmen.

Madre e hija dejan sus dos flores amarillas entre los cientos que cada día depositan quienes hacen la peregrinación hasta el cuerpo embalsamado de Mao y, sin querer, recuerdo lo que me dijo una amiga, Wang Haijing, cuando contó que su abuelo la había traído aquí a los nueve años: “Me dio mucha lástima, porque en la cultura china los muertos descansan cuando los entierras. Al ver su momia pensé que a Mao no lo dejaban descansar”.Es privilegio de los niños acceder a cierta tonalidad de la verdad.

El zorro

La leyenda cuenta que la torre ha estado embrujada incluso antes de que, al pie de ella, la policía encontrara el cadáver de Pamela Werner. Se llama la Torre del Zorro porque el espíritu de este animal ronda de noche para seducir y encantar a los hombres, despeñándolos por abismos de locura y miseria. Ahora llega el crepúsculo.

La mejor vista de la Ciudad Prohibida se logra desde lo alto del monte Jingshan | Foto: Getty Images

Lars Ulrik Thom, un historiador danés de cabello negro que hace recorridos turísticos, nos conduce por la base de la torre y la muralla.  Es la esquina suroriental de las fortificaciones de la vieja Beijing, construidas hace unos 500 años, durante la dinastía Ming. Justo al interior de esta muralla quedaba la Legación Extranjera, un barrio de casas europeas, reservado para personas como Pamela Werner y su padre, un exdiplomático y sinólogo británico.

Colindando la Legación Extranjera se hallaban los barrios bajos, donde a principios del siglo XX se prostituían rusas que huyeron de la Revolución Bolchevique, y fue allí donde por última vez alguien vio con vida a Pamela Werner.

Los antiguos barrios bajos son hoy callejones residenciales de pálida luz blanca, construcciones pequeñas, tiendas de víveres y vecinos que conversan casi a los gritos en la puerta de los patios, mientras fuman y beben cerveza, o juegan xianqi, el ajedrez chino. Durante mis primeros seis meses en Beijing viví en una casita como estas, y me cautivaba la vida de pueblo que aún se respira en el corazón de una megalópolis global.Mientras recorremos la penumbra bajo la mirada curiosa y algo divertida de los residentes, Lars dice que la muerte de Pamela Werner sacudió a una Beijing que ya se hallaba al filo de la navaja.

Era enero de 1937 y las tropas japonesas amenazaban con invadir la ciudad desde el norte, lo cual en efecto sucedió seis meses más tarde.Antes de terminar el recorrido, Lars señala una hilera de construcciones de un piso que podrían tener 100 años, y serán aplanadas dentro de poco para construir un reluciente edificio de oficinas. “La demolición de los lugares que nos disparan recuerdos genera una suerte de ‘reinicio’ cerebral”, dice Lars, el historiador. No hay ciudades en el mundo que cambien tan rápido como las de China.

El panda

“Tú eres como mi padre. A ti no te gustan los cambios”, me dice con cierto tono de burla Wang Haijing, la fundadora y presidente de Panda Consulting, cuando le explico que estoy desasosegado porque tumbaron la hilera de tiendas frente a mi hogar donde había una fotocopiadora y una ferretería.A Haijing le apasionan los cambios. Pertenece a la trepidante generación de chinos que nació después de 1980, y quiere devorar el mundo que le estuvo vedado a sus padres.

Aprendió portugués en Manaos. Luego estudió español en Barcelona. Regresó a Beijing para trabajar en China Files, una oficina de comunicaciones y agencia de periodismo donde fuimos colegas, y después viajó a Italia para aprender italiano. Ahora fundó una startup para acercar a las empresas chinas y latinas.Haijing tiene nariz aguileña y un lunar cerca a los labios. Habla rápido y el volumen de su español atrae miradas. Una anciana con un costal tan grande como ella no nos quita sus ojos de encima.

A menudo pienso en lo que han visto los ojos de esta otra generación. La que nació a inicios del siglo XX y hacia el fin de la China imperial, cuando las mujeres aún se deformaban los pies y los hombres llevaban trenza manchú. La que respiró la República, padeció la invasión japonesa y la guerra civil, y temió o celebró la llegada de un comunismo que se ha reinventado como economía de mercado.Identifico a un lado de la carretera la escultura de los dos osos panda, adulto y osezno, que me indica dónde bajarme cuando voy al Distrito 798. Muchos artistas emergentes buscan lugares menos costosos, turísticos y “gentrificados” para sus talleres, pero el 798, con sus galerías de estructura metálica, sus tiendas de diseño en callejones apretados, y esculturas como los guerreros de terracota con flores que reinventó Zhu Bingren, sigue siendo el corazón palpitante del arte en Beijing. Es además un lugar idóneo para tomar café con Haijing y ponernos al tanto de nuestras vidas.

Beijing / Foto de Getty Images | Foto: Beijing / Foto de Getty Images

El pato

Procuro no parecer nervioso. Es la primera vez que salimos a cenar con mi suegro, que ha venido desde California. No lo conozco, pero he leído su autobiografía: una intensa historia de supervivencia digna de una saga cinematográfica. Pao Sien-kwei nació en Nanjing —que traduce “la capital del sur”— en 1930, cuando esta era la capital de la República de China, y huyó con su padre y su madrastra de la invasión japonesa. Pasaron años viajando de un extremo del país al otro, hacia las montañas occidentales, la China profunda, mientras el ejército agresor avanzaba tierra adentro.

Cuenta que en muchas oportunidades debieron montar autobuses que a causa de la escasez de gasolina tenían motores que funcionaban a vapor. Abro la puerta y le cedo la entrada a Quanjude, una de las cadenas de pato pekinés más tradicionales de la ciudad, donde en un día pueden llegar a servirse 5.000 patos. En las paredes de su reluciente salón central, cuelgan fotografías en blanco y negro de la vieja Beijing, “la capital del norte”. Los muros grises, los carros de culi, las trenzas manchú.

El señor Pao es de baja estatura, incluso más que yo, y de pocas palabras, pero cuando le hablo de su libro sus ojos se iluminan. También, al momento en que llega el pato color cobre y de piel brillante. Es su plato favorito. “Cuando yo era joven prefería el pato de Nanjing, que se cocina hervido y con mucha sal —dice—. Ahora prefiero el de Beijing. Sabe mejor, pero no puedo comerlo muy seguido por la grasa”. Quanjude se inauguró en 1864, cuando Yang Renquan, un vendedor de patos, le compró a un cocinero imperial retirado la receta del pato lacado. La primera mención de este plato data de 1330, en un libro de recetas.

Beijing / Foto de iStock | Foto: Beijing / Foto de iStock

El pato se infla para separar la piel de la carne y se cubre con una melaza que, durante la cocción en un horno de ladrillo, se endurece. Ahora el cocinero procede a cortar las rebanadas de carne con piel para servir un plato, y las de solo piel crujiente para el otro. La mesa está llena de verduras, salsa negra dulce y las tortillas de arroz en las que se envuelven los bocados. Cada cena de pato lacado es un despliegue de elementos, y tomo nota mental de la diferencia entre este espectáculo y la infancia descrita por mi suegro en su libro, cuya hambre y privaciones no cesaron con la victoria china sobre los japoneses en 1945, pues luego vino la guerra civil entre nacionalistas y comunistas.

La vida comenzó a dar un vuelco para Pao Sien-kwei cuando nombraron a su padre funcionario de la embajada de la República de China en Estados Unidos y emigró como adolescente en 1947, dos años antes de la victoria comunista. Pao hizo su vida al otro lado del océano Pacífico y jamás imaginó que, 65 años más tarde, su hija retornaría al viejo país.

El camello

El hombre que me ve llegar desde el fondo de la cuadra, mientras fuma frente a un restaurante vacío, se ríe y me pregunta si estoy perdido. Los laowai, es decir nosotros los extranjeros, no venimos a estos barrios de trabajadores. Le explico que quería visitar el vecindario y mi respuesta parece divertirle aún más. Su cabello rasurado le da aspecto de puercoespín a una cabeza regordeta. Dice que su nombre es Meng.Hoy decidí que tomaría la línea 4 del metro hasta una de las últimas estaciones del sur, en la localidad de Daxing. Luego abordaría un autobús al azar, a ver dónde llegaba. Al costado de una avenida, a manera de entrada al barrio, vi un mural donde había pintada una mezquita y representaciones infantiles de musulmanes Hui, como se conoce a los chinos que practican el Islam.

BaiduMaps me ubicaba en Zhenyazhuangcun y entré a un callejón sin aceras bajo lánguidos cables de electricidad. Pasé frente a un grupo de jóvenes delgados con gorros de rezo, que reían mientras le ayudaban con señas a un vecino que no lograba girar en U dentro del estrecho callejón. Era un Honda negro, casi blanco por el polvo, y el conductor no parecía muy preocupado por darle topes contra los muros de ladrillo color crema. Zhenyazhuangcun exhibe una sugerente simbiosis cultural. Beijing fue la última parada en la Ruta de la Seda, y la frontera entre los Han y las etnias de las estepas, como los mongoles y manchúes.

Es una ciudad de encrucijadas y aquí se nota quizás más que en cualquier otro lugar. Hay ancianas con hiyab en la entrada de las casas y letreros en una ondulante caligrafía que los chinos llaman xiaoerjing —escritura de niños—, y cuyo origen es la mezcla de la grafía arábiga y la china.Tengo hambre. Son las tres de la tarde y no he almorzado. Le pregunto a Meng si el restaurante está abierto.—¿Quiere comer? Siga, siga. No me sienta en una de las mesas estilo cafetería, sino que atravesamos la cocina pequeña y llegamos a la parte familiar de su casa: un espacio con suelo de baldosa que integra salón y comedor. Meng me invita a una mesa redonda, me trae una cerveza, porque no todos los musulmanes chinos observan la abstención sobre el alcohol, y me sirve jiaozi de cordero, porque todos observan la abstención del cerdo.Sobre una de las paredes cuelga un calendario y la imagen de este mes es una hilera de camellos cruzando dunas bajo el naranja de la tarde.

Durante las dinastías Ming y Qing, cuando Beijing era la capital imperial, no se les permitía a los comerciantes musulmanes que venían de la Ruta de la Seda instalarse dentro de la ciudad amurallada, y crearon pueblos al sur, como Zhenyazhuangcun, donde si bien no sobrevive ninguna construcción antigua, persiste la religión. El camello fue el animal que comunicó a China con el mundo, y los emperadores, a manera de homenaje, lo eternizaron como uno de los animales de piedra que decoraría sus tumbas.Cuando termino y quiero pagar, Meng se niega a recibir dinero. Insiste: es una invitación. Me acompaña hasta la puerta, donde me indica cómo salir del vecindario, porque él sigue pensando que estoy perdido.

Por:

Santiago Villa, periodista colombiano. Ha escrito para El Tiempo, Arcadia, Letras Libres, Gatopardo y China Files. Vivió cuatro años en Beijing.

Artículo publicado originalmente en la edición 70 de la revista Avianca