Soy un poco claustrofóbico. Entonces, ¿qué hago acá, encerrado en una entre las casi 70 salas de escape que hacen furor en la ciudad de Buenos Aires, frustrado por no poder resolver los acertijos? Quizá sea el deseo de acoplarme a la masa: durante los últimos cinco años, estos juegos, en los que solo hay que escapar de una habitación resolviendo una cantidad de enigmas, hicieron estallar su popularidad en todo el mundo, llegando a abarcar —según registros del Escape Room Directory— alrededor de tres mil opciones inspiradas, en su mayoría, en ficciones de terror y casos policiales. Es un domingo lluvioso de invierno, y acá estamos, con un grupo de aficionados al escape en la sala El conjuro, inspirada en la serie de películas de terror y que se basa en una niña poseída por el diablo.
Qué miedo ya desde antes de ingresar. El game master —el sujeto que nos guía y aporta hasta cinco pistas por hora— nos lee una nota que dejó la supuesta nena: “Mami, papi, estoy bien. El cura estaba alterado y tuve que escapar de él”. Esta experiencia de inmersión deriva de un videojuego de origen japonés (Escape Room) que, en 2007, se trasladó a una experiencia vivencial. “Muevan los cuadros, inspeccionen los cajones”, instruye el game master: los objetos no expuestos tienen mayor utilidad que los visibles y proveen códigos numéricos para ingresar en candados y botoneras. Silvana —una de mis compañeras— analiza cómo ordenar unas cifras que encontró en la nalga de una muñeca descabezada. Inserta la sigla en un candado y lo que viene después no se puede contar con detalle para “no espoilear la trama” —suplica el encargado—, pero incluye algo parecido al clímax de Poltergeist.
Otro día estamos en la sala La casa del pirata —de la firma Juegos mentales— y la actriz Luján Duarte, con su estilo pedagógico dulce, postula el objetivo: encontrar ocho puntos cardinales, una lista de colores y otra de direcciones. Entonces, se abre una ventana y deja ver a seis patitos, a los cuales les arrojo unas piedras que encontré en la biblioteca. Caen tres y se abre una compuerta a otra sala. Allí, hay un bote y un barril repleto de monedas, un tubito de cartón y una especie de válvula. Aburriría detallar la cantidad de orificios que asedié inútilmente con el tubito. “Memoria y retención de cada pista son fundamentales para salir dentro de los 60 minutos”, humilla la guía, que me percibió disperso y desmemoriado.
No soy el único inútil. Y, si no, fíjense en —llamémosle— Paula, en pleno panic attack, en una sala que remeda una prisión de máxima seguridad. La vemos (pobre chica) desde el control, que concentra los monitores desde los cuales se vigila cada una de las salas. Ella se niega a encerrarse en una celda, tópico inexcusable en Prisión de máxima seguridad. Tras apretar el botón rojo para que la saquen, la consoló su game master, como a una nena chiquita: “Todo es de utilería, no te va a pasar nada grave”.“La mayoría no completa el desafío”, confiesa Juan Maraia, otro game master consultado.
Díganselo a Silvana, mi compañera en El conjuro, que quedó anulada después de que el animatronic de la nena poseída casi la rozó cuando trinó y se apareció tras lo que parecía la apertura victoriosa de un candado mediante un código que resultó endemoniado. Se cumple la hora: “No pudimos”. En todo el mundo, la hora va de los 30, en Buenos Aires o Lima, a los 80 dólares de Tokio o Ámsterdam. Cada ciudad impone un estilo a sus salas de escape: según me cuentan, las de Buenos Aires le ponen empeño a la lógica y el juego de ingenio y las barcelonesas —que lideran el escalafón de fanáticos europeos— juegan todas las cartas a la ambientación sonora y visual.
En Tokio hay susto, miedo y participación de compañías actorales completas, lo cual exige un apto médico y consentimiento firmado antes del ingreso. En Los Ángeles, la ciudad de Disneyland, se hace con 3D y realidad virtual. Nuestra maratón se termina en Baño de sangre —de la firma Malasia—, donde vestimos casacas y gorras del FBI y estamos —según dicta la trama— encerrados junto a un asesino serial en un ambiente de dos por cuatro metros, a oscuras. El aullido de las víctimas, desde el parlante, nos predispone al cosquilleo entre las piernas o a la boca abierta. Como con las películas de terror, la salsa picante o la montaña rusa, este morbo es placentero y subordina el sufrimiento a la adrenalina.
Según cuenta Mario, encargado de Escape Room, el éxito estriba en “la posibilidad de desconectarse por una hora del celular, aprender algo y volver a la infancia”. El sitio Trip Advisor las calificó como actividad sugerida N° 1, en numerosas ciudades. ¿De qué hablaba? “Están generalmente bien ubicadas —señala esta página que induce al turismo global—, son indoor, a precios accesibles y estimulan un ocio hecho de cooperación y actitud proactiva”. Hasta las corporaciones empezaron a acudir a las salas para evaluar a sus empleados. “Concurren con psicólogos —asegura Fernando Broese, de la firma Salí del Molde— y siempre se llevan una sorpresa: descubren que el empleado se comporta de manera diferente a lo esperado. Está el introvertido, el líder positivo, el obstaculizador (…). Alguien encuentra un objeto en un rincón y si, en vez de comunicarlo y compartirlo con el grupo, se lo queda para él y trata de descifrarlo solo, ¡eso dice mucho sobre una persona!”.
Artículo originalmente publicado en la edición 64 de la revista Avianca