Su techo forrado de una paja dorada, tan lisa como las crines de un caballo, baña de sombra los muros bahareque de la casa que, desde lejos, parece un enorme terrón de barro recortándose contra las colinas. Ella misma es un objeto de museo, una pieza del pasado que sobrevive a la intemperie desde hace más de 120 años, cuando se construyó. Su interior le hace juego al exterior. Allí, entre paredes teñidas por el humo del fogón de leña, se encuentra un lugar único en Colombia: el museo campesino de Gachancipá, que promete un viaje al pasado entre vasijas de barro, piedras de moler, viejos almanaques, herramientas y semillas que, de no ser por su dueña, quizás estarían extintas.   Esa persona nació en la casa hace 73 años. Se llama María Lilia Jiménez, hila en huso, prepara las mejores tortas de la región y unas sopas que han ganados varios concursos. “Sumercé, yo aprendí a cocinar viendo a mis abuelas. Primero salía a buscar la leñita y atizaba el fuego mientras ellas cocinaban. Yo las veía y les preguntaba por cómo se hacía una receta o la otra”, cuenta María Lilia. Las abuelas le revelaron el secreto para preparar mantecadas, tortas de zanahoria, sopa de indios, cuchuco de maíz, dulce de hibias y hasta arequipe de cubios.   Si bien la cocina le llegó por herencia, su manía de coleccionar no se la debe a nadie más que a ella misma. Desde joven guardaba objetos que para otros no eran sino trastos jubilados, los mismos que hoy admiran quienes llegan al museo que María Lilia y su hija, Yadira, inauguraron en 2017 y que, desde entonces, se ha convertido en un atractivo turístico de la región.   Yadira conoce bien el sector turístico. Manejó la unidad de negocio de turismo del Castillo de Marroquín y luego trabajó en un restaurante en Cajicá cuyo 60 por ciento de la clientela eran turistas. Cuando perdió el trabajo, decidió echar a andar una idea que tenían con su madre desde hacía un tiempo: crear un museo que mostrara cómo eran las casas campesinas antiguas. “Yo veía —cuenta Yadira— que había muchos museos temáticos en las ciudades, pero en el campo no existía ninguno”. Aunque al principio la idea parecía descabellada, pronto la colección que había resguardado demostró lo contrario.  

El maíz es una de las varias semillas que resguarda María Lilia en botellas de vidrio, donde mejor se preservan. © Jhon Buitrago Para María Lilia y su hija, las piezas más valiosas son las piedras de moler el maíz, la chucula y la panela, y las pilas, también de piedra, en las que servía la comida a las vacas y los cerdos. En el museo se encuentran prendas de vestir a la usanza de la década de 1950, ollas de barro para diferentes usos, herramientas de agricultura e incluso una habitación intacta, con su pequeña cama de cuja, una suerte de colchón hecho de juncos en el que los campesinos solían dormir.   María Lilia usó muchos de los objetos que hoy exhibe el museo, como las ollas barro donde se ordeñaba o las que servían para cocinar el arroz. “Recuerdo que se rompían cada rato por la pega que quedaba en el fondo”, cuenta.   El espacio también exhibe imágenes religiosas, cartas, escrituras, boletos del tren y también del autoferro, que era, según María Lilia, “más elegante. Viajaba de Gachancipá hacia Sogamoso o a Belencito. Había cuatro clases: primera, segunda, tercera y cuarta. En la primera clase los asientos eran suavecitos, sumercé, como los de los buses, pero en la cuarta la gente se sentaba en tablas bruscas, ordinarias. Para que el viaje no fuera tan incómodo, los señores extendían sus ruanas sobre las tablitas y así iban siempre más cómodos”.     Desde 2018, el Museo Campesino empezó a recibir al año a unos mil estudiantes de colegios privados de Bogotá, Chía y Cajicá. También a universitarios de las universidades como La Sabana, la Manuela Beltrán, Los Libertadores y el Colegio Mayor de Cundinamarca. Además de algunos extranjeros, en especial ingleses y norteamericanos.  

De sus abuelas aprendió a cocinar las recetas que hoy pocos conocen, como el dulce de hibias. © Cortesía Yadira Jiménez. El museo ha logrado varios reconocimientos de la alcaldía y de varias entidades privadas por su trabajo en el rescate de patrimonio material e inmaterial de la región. Además, María Lilia fue nombrada por el Gobierno guardiana de las semillas de Colombia. Porque afuera de la casa de bahareque, María Lilia conserva el mayor de sus tesoros: su huerta. Allí crecen frutos cuyas semillas ella resguarda en frascos de vidrio desde hace 50 años, cuando su padre murió. En su retazo de tierra se da el maíz cabuyo, con el que se solían hacer los envueltos y el cuchuco de maíz, además de seis tipos de papa criolla, cinco variedades de cubios y varias de hibias. “De las hibias amarillas y rojas hago un dulce. Se cocinan, se amasan, se endulzan con azúcar y canela, se dejan enfriar hasta que espesen y queda delicioso”, cuenta esta mujer, y aunque imaginar el postre sea una tarea difícil, la manera en que la describe provoca a cualquiera.   El museo campesino ha sido golpeado por la pandemia. Por varios meses permaneció cerrado y solo abrió en septiembre, cuando varias familias llegaron luego de leer alguna de las notas que publicaron varios medios del país sobre el lugar. Hoy, madre e hija viven de las tortas que María Lilia hornea al calor de la leña hirviendo. Como los grandes museos y demás lugares turísticos, esperan que pronto los visitantes  vuelvan para ofrecerles un buen almuerzo al abrigo de una casa que mantiene vivo el pasado campesino de Cundinamarca. Quienes quieran visitar el museo o pedir una torta hecha por las manos de María Lilia, pueden contactar a Yadira aquí: 310 306 5762 o en hola@elmuseocampesino.org. También puede visitar su página web, www.elmuseocampesino.org   Te puede interesar: PÓDCAST | Objetos de paz: una iniciativa artística para hablar de reconciliación