Por: Isabela Puyana. Lucía, Camila y Fernanda, tres niñas venezolanas de seis, siete y ocho años eligieron el color de medias que más les gustó. Se quitaron la tierra de los pies y las estrenaron con el entusiasmo de quien recibe un gran regalo. Las desfilaron ignorando el hambre y el agotamiento con el que venían desde Cúcuta y cada una opinó sobre cómo se veían con las medias puestas. Encima de ellas se pusieron unas chanclas playeras, los únicos zapatos que consiguieron para caminar los 125 kilómetros que aún les restaban de camino. Las condiciones extremas de frío de las montañas santandereanas y las llagas en los pies tras días de caminar, hacen que, lejos de lo que cualquiera pueda pensar, las medias sean el artículo más preciado para los caminantes venezolanos. La salida de Pamplona rumbo a Bucaramanga es un punto vital en el trayecto de los migrantes que hasta ese momento han andado más de tres días a pie huyendo del hambre y la pobreza extrema en Venezuela. El lugar es una bomba de gasolina en la que la Cruz Roja adaptó un pequeño conteiner de atención básica, donde les ofrecen agua, un chequeo médico elemental y les ayudan a situarse en el mapa. Es un paso importante del camino porque es el único lugar formal donde los migrantes encuentran al menos una mano durante todo el trayecto hacia Bucaramanga, ciudad de paso de la mayoría de venezolanos que se mueven hacia Perú y Ecuador con la esperanza de conseguir un trabajo. Le puede interesar: Adiós Venezuela, la marcha de la infamia En ese punto había filas interminables de personas que lucían delgadas, sudadas, que se arropaban con cobijas, toallas, manteles o cualquier prenda que los protegiera. Sus pieles parecían quemadas, sus bocas estaban rotas y ensangrentadas por el frío, y sus ojos lucían irritados por el polvo de la carretera. Estaban a un costado de la vía de Pamplona buscando llamar la atención de una joven que entregaba las pocas medias y cobijas que quedaban de algunas ayudas que un grupo de personas donó para facilitarles el trayecto. La mujer bajita y delgada se perdía entre una multitud agitada que ansiaba zapatos o algo de comer. Ella estaba sobrecogida por una imagen de cientos de manos suplicantes, y preocupada por las pocas medias y sacos que quedaban en la bolsa negra y que ya no parecían reproducirse como por milagro. Fue entonces cuando perdió la respiración por un momento y lanzó un grito entrecortado: “Necesito que me muestren quién tiene llagas en los pies, solo al que tenga llagas o que esté descalzo puedo darle medias, me quedan muy pocas”. La mayoría de los migrantes venezolanos llega con lesiones graves en los pies. Casi nadie tiene zapatos, o se les destruyen en el camino por los cientos de kilómetros que tienen que andar en las carreteras, montañas empinadas, caminos abiertos, barrizales y desiertos. En el trayecto buscan un aventón que acorte las distancias, pero en muchas ocasiones ese auxilio no llega, ni siquiera si hay niños en brazos, porque la policía, a veces en compañía de Migración Colombia, detiene los carros, buses o mulas que llevan personas indocumentadas y suelen poner comparendos. Por los cambios extremos de temperatura, y las condiciones sobrehumanas del viaje, los migrantes llegan con fiebre y deshidratación, muchos niños presentan síntomas de desnutrición y las mujeres embarazadas arriban con dolores en el cuerpo e inflamación en sus extremidades. Puede leer este especiela multimedia: Los hijos del éxodo Este es el caso de Liliana Romero, una joven de 19 años que con ocho meses de embarazo se lanzó a la travesía de llegar a pie a Bogotá desde Valencia, su ciudad natal en Venezuela. Llevaba tres días de camino, pero síntomas de fiebre e inflamación la obligaron a detenerse a un costado de la carretera en el Páramo de Berlín, un punto alto y frío de una de las montañas de Santander. Liliana tomó la decisión de partir acompañada de su esposo, con dolores intensos en la pelvis y en las piernas, sin una chaqueta o unos zapatos que le permitieran resistir el trauma de una caminata insufrible, pero con la ilusión de encontrar mejores condiciones médicas para la llegada de su hijo. Antes de huir de Venezuela, la joven sufrió desde que se enteró que estaba embarazada por las noticias que a diario le llegaban sobre el mal estado de las clínicas en su país y no entendía cómo iba a tener a su bebé en esas condiciones. Todos los días y en todas partes se hablaba sobre la falta de medicinas, escuchaba que los doctores se habían ido, y que las enfermeras eran quienes practicaban los partos. Pero un día, sentada en la sala de su casa, su mamá llegó llorando a contarle que una mujer de su barrio que había salido a tener a su bebé había muerto en el parto. Ese mismo día Liliana Romero y su esposo decidieron iniciar una nueva vida en Colombia. “Ahora que estoy en Colombia y que tengo la esperanza de que mi hijo nazca en mejores condiciones, también siento con tristeza que dejé a la mitad de mi vida allá. Se quedaron mis padres, se quedó mi hermano, ellos son mi apoyo y me dolió mucho dejarlos”, cuenta la joven acariciando su barriga. Como Liliana, la mayoría de los migrantes dejan una historia en su país. Una familia, un hogar, amigos de los que se despiden con la incertidumbre de no saber si algún día volverán a verlos. Salen huyendo desesperados, intentando encontrar opciones para sobrevivir. Estos son los rostros de algunos migrantes que andan por las carreteras de Santander, sin saber exactamente qué les deparará su paso por Colombia. Estas son sus historias.