Las instituciones colombianas, como la mayoría de las latinoamericanas, están inspiradas en el sistema presidencial norteamericano. Sin embargo, no todos los aspectos de este son aplicables a las realidades de esta parte del hemisferio. Uno de estos puede ser la figura de la Vicepresidencia. En Estados Unidos esta oficina existe desde la firma de su Constitución en 1789 y se ha aplicado con tres criterios.El primero es puramente geográfico. Como el país del norte tiene un sistema federal, la escogencia del vicepresidente estaba diseñada para darle al presidente una representación regional que no encarnaba. El segundo es estratégico: la cooptación de un rival recientemente derrotado en las elecciones primarias para sanar las cicatrices de la campaña. Mientras que el tercero compete a la ideología: invitar a un dirigente con ideas distintas para así ampliar el espectro programático de la campaña.En Colombia, curiosamente, esas tres combinaciones ya han sido ensayadas. En 1994 Ernesto Samper escogió como compañero de fórmula a Humberto de la Calle, que había sido su oponente en los comicios internos del Partido Liberal. Cuatro años después Andrés Pastrana, considerando que el voto de la costa Caribe era indispensable para su victoria, optó por Gustavo Bell, exgobernador del Atlántico. En esa misma línea de balance regional, el político antioqueño Álvaro Uribe Vélez sorprendió al designar al periodista bogotano Francisco Santos Calderón como su segundo de a bordo para las elecciones de 2002. Este recorrido histórico termina con el actual mandatario Juan Manuel Santos quien, como miembro de la burguesía colombiana, para darle un toque popular a su campaña seleccionó a Angelino Garzón, representante de la clase trabajadora. No obstante, en ninguno de los casos arriba mencionados las cosas funcionaron del todo bien. En medio del proceso 8000 la eventual caída del presidente Samper implicó la llegada de De la Calle a la Casa de Nariño. Esta situación generó una tensión entre ambos que desembocó en una evidente animadversión. El que debía ser 'compañero de fórmula' se convirtió en adversario y enemigo. En cuanto a Pastrana y Bell siempre hubo entre ellos una excelente relación, pero los conocedores de la política coinciden en que el vicepresidente no le aportó un solo voto a la aspiración pastranista. La culpa no reposa en el dirigente costeño: en Colombia el número dos tradicionalmente tiene un valor electoral nulo. Todo lo contrario a Estados Unidos: origen histórico de la figura. Si el norteño John F. Kennedy no hubiera nombrado al sureño Lyndon B. Johnson, el joven heredero de Boston no habría pisado la Casa Blanca.La siguiente dupla, Uribe Vélez y Santos Calderón, es uno de los pocos casos de relativa armonía. Al contrario de las expectativas iniciales, el vicepresidente Santos desempeñó a cabalidad las tareas que le asignó el primer mandatario. Especialmente aquellas relacionadas con la diplomacia, las giras internacionales en busca de apoyo a las políticas de seguridad desplegadas por el gobierno y las relaciones con el mundo de las Organizaciones No Gubernamentales y la sociedad civil. El perfil del 'vice' creció tanto que se empezó a discutir el despegue de una carrera electoral hacia varios cargos, entre ellos, una eventual aspiración a la Alcaldía Mayor de Bogotá. La asociación marchó bien hasta el episodio de la carta en la cual Santos acusó al exsenador Álvaro Araújo y a su padre de paramilitarismo y secuestro y que desembocaría en la salida del gabinete de la canciller María Consuelo Araújo. La salida del vicepresidente del círculo íntimo del presidente Uribe le habría costado el haber sido considerado dentro de los eventuales sucesores para las elecciones de 2010. Lo paradójico es que hoy, desde su micrófono en RCN Radio, Francisco Santos es uno de los defensores más acérrimos e incondicionales del legado y del cuerpo ideológico del uribismo. Para la actual fórmula presidencial Santos-Garzón el resultado tampoco ha sido el mejor. Aunque los dos son diplomáticos al respecto, el vicepresidente se ha convertido en una rueda suelta, pues considera que no ha sido nombrado sino elegido por votación popular. Por esa razón mantiene su propia línea, con frecuencia no totalmente coincidente con la del gobierno. Tanto Santos como Angelino están de acuerdo en que la mejor ruta para la feliz disolución de ese matrimonio político sería la designación de este último en la presidencia de la Organización Internacional del Trabajo (OIT). Existe otro riesgo intrínseco en la selección del vicepresidente que afortunadamente no se ha presentado en los 20 años de historia reciente de la figura. Cuando los perfiles se escogen con el criterio de compensar al aspirante a la Presidencia, se presenta la posibilidad de que ocupe la máxima oficina ejecutiva del país una persona totalmente ajena tanto al gusto de los votantes como al manejo del difícil tinglado del Estado. Si bien la Vicepresidencia no es una dignidad extraña a los sistemas políticos latinoamericanos, los tres criterios operativos expuestos también se aplican a los países vecinos. Un ejemplo reciente es el del exvicepresidente argentino Julio Cobos, que se convirtió en uno de los más fuertes opositores a quien fuera su jefe de fórmula, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Más lógica era la figura anterior que contemplaba el ordenamiento constitucional colombiano: la Designatura. Elegido por una negociación entre el presidente de la República y el Congreso, el designado era un personaje que reemplazaría al primer mandatario en caso de ausencias. Su principal crítica es su mayor fortaleza: el origen político y no electoral garantizaba que el potencial sucesor contara con la bendición del ocupante de la Casa de Nariño. No se registran, en más de un siglo de designados, mayores conflictos entre estos y los jefes de Estado. En la Asamblea Constituyente de 1991 la Vicepresidencia surgió como una alternativa de sucesión más democrática. Al ser elegido en la misma dupla del presidente de la República, el segundo de a bordo gozaría de una mayor legitimidad en el momento de sustituir a su cabeza de fórmula. Para los defensores de la Designatura, un vicepresidente generaría mayores costos de funcionamiento y debilitaría al primer mandatario. Aunque esto último no se ha presentado en Colombia, la ventaja del origen popular zanjó el debate constituyente a favor del regreso de la Vicepresidencia, eliminada desde 1905. Todo lo anterior hace pensar que esta experiencia institucional, traída de la revolución norteamericana, ha creado más problemas que soluciones. En el caso colombiano los vicepresidentes no han servido electoralmente ni han sido claves en el desarrollo de las administraciones. Su única y real función es la enunciada en el artículo 202 de la Carta Política: "Reemplazar (al presidente) en sus faltas temporales o absolutas". La parafernalia creada alrededor de este cargo ha sido un costo sin mayor utilidad. Lo realmente necesario es crear un mecanismo transparente y legítimo para seleccionar la persona que llene este vacío presidencial sin acompañarla con burocracias costosas, funciones ambiguas y el riesgo permanente de la conspiración. Como sentenció John Garner, trigésimo segundo vicepresidente de Estados Unidos, "mi cargo no vale un balde de tibios escupitajos".