El coronavirus es un patógeno impredecible. Las personas de mayor edad, sexo masculino y con comorbilidades tienen más riesgo de enfermarse severamente. Pero nadie sabe a ciencia cierta cómo lo atacará. La periodista y presentadora Maritza Aristizábal lo comprobó en su familia. El virus llegó por la puerta menos esperada y afectó a sus abuelos, sus padres, sus tíos, sus primos, las parejas de estos y sus hijos. En total 25 miembros contrajeron la infección, aunque ella cree que la cifra es mayor, pues otros enfermaron pero no se hicieron la prueba de diagnóstico.
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Eso sucedió a mediados de julio, pero solo ahora contó la historia en su columna del diario La República. De hecho, ella parecía la más expuesta porque por su trabajo en el Canal RCN debía salir a diario y hacer reportería, bajo riesgo permanente. Por eso en abril decidió aislarse de todos para trabajar sin afectarlos a ellos.
En ese mes vino el primer golpe. Su abuelo materno, Jorge Quintero, de 83 años, quien sufría de epoc, una enfermedad obstructiva del pulmón, tuvo que ser hospitalizado en Medellín. Ante los síntomas lo ingresaron con sospecha de covid-19 y lo aislaron en el pabellón de pacientes de coronavirus. “Nadie pudo volver a hablar con él”, dice Maritza.
En efecto, un martes de abril la familia amaneció con la triste noticia de que había fallecido. Solo después de la cremación llegó el resultado de la prueba: era negativa. Ella se sumió en una gran tristeza porque nadie pudo despedirlo ni hacerle un velorio. Por su historia clínica supieron que él a diario pedía una sola cosa: “Quiero ver a mi familia”.
La muerte de su abuelo la dejó en un limbo. Y cuando ya estaba adaptándose a vivir sin su presencia, pasó lo que ella más temía. Un día un tío sintió malestar y cansancio. Otro perdió el gusto y el olfato. Ese malestar se convirtió en gripa y una semana después un tío que había visitado a sus abuelos paternos, Octavio y María, confirmó la infección por covid-19. Las malas noticias empezaron a desatarse una a una.
La suya es una familia paisa tradicional muy católica, afectuosa y unida. En total hay 100 miembros: diez hermanos y cada uno tiene por lo menos tres hijos, y esos hijos ya tienen los suyos. Tienen tal cercanía que varios de ellos viven en un mismo edificio de Ciudad Salitre, en Bogotá. Los abuelos en el cuarto piso, unos tíos en el quinto, otros en el octavo y sus padres en el noveno.
Todos ellos siguieron viéndose porque no tenían contacto con nadie más. Incluso los tíos que no vivían en el edificio visitaban con frecuencia a los abuelos porque se sentían protegidos en esa burbuja familiar. Pero el astuto virus se coló por cualquier rendija. “Pudo ser que mi tío estuvo en contacto con algún domiciliario o que se infectó cuando fue al colegio a recoger las guías de sus hijos”, dice ella.
Eso ya no importa. En menos de una semana había por lo menos 25 contagios. Y lo más grave, la larga lista incluía a Nelcy, su mamá, quien acababa de salir de un tratamiento de cáncer que la dejó con medio pulmón y media tiroides. Su hermana Valentina y Óscar, su papá, hijo de Octavio y María, también resultaron positivos. Ella, de 84 años, era hipertensa y sufría osteoporosis. Él, de 87, tenía hipertensión, cáncer y una deficiencia coronaria. Solo por su edad quedaban en ese grupo aterrador en el que la covid es más letal. Ellos no podían contagiarse.
Tras sus resultados llegaron los de sus hijos, nietos, bisnietos, nueras, yernos y cuidadores. Todos positivos. Se habían pasado el virus unos a otros. Las cosas empezaron a complicarse cuando al esposo de una prima lo hospitalizaron por insuficiencia respiratoria. “Parecía difícil pensar que esa familia iba a salir invicta”, dice. Y luego vino el golpe más duro. Dos días después Nelcy, su mamá, reportó signos vitales a punto de desplomarse. Tuvieron que hospitalizarla inmediatamente, pues con su condición de sobreviviente de un cáncer y con el sistema inmune suprimido cada minuto contaba.
La ambulancia tardó una hora en llegar. Las cifras, que aterraban a Maritza, le decían que una mujer como ella tampoco podría sobrevivir. “No se imaginan lo que fue tratar de verla a la entrada de la Fundación Santa Fe para decirle algo con la terrible angustia de que esa podría ser la última vez".
Empezaron días difíciles. La tragedia que todos los días contaba en el noticiero había tocado su puerta y ella no tenía de dónde aferrarse. La ciencia no estaba de su lado. Además tenía que pensar en los otros miembros de la familia que no sabía si iban a empeorar o a mejorar.
Recuerda que vivía en una montaña rusa, pero aun así optó por no contarle a nadie porque sintió el peso del estigma y no quería que la gente dijera “cómo fueron de irresponsables”. Tampoco quería ser la víctima. Pero cuenta que en pleno trabajo se le salían las lágrimas sin que pudiera hacer algo para controlarlas.
El esposo de su prima alcanzó a tener la remisión escrita para cuidados intensivos, pero milagrosamente mejoró su saturación de oxígeno. De ahí en adelante fue recuperándose. Su mamá, en cambio, estuvo muy mal los primeros días y la angustia de no poder saber de ella era insoportable. A eso se sumaban que los abuelitos, aunque monitoreados, desarrollaron un cuadro depresivo porque nadie los visitaba.
Un día ella ya no pudo más y les reveló a dos personas del canal la angustia que vivía. Les dijo que ella iba a tener que entrar en cuarentena y contagiarse para cuidar a sus papás. “Mi mamá estaba en cuidados críticos y sus fuerzas le alcanzaban para contestar eventualmente una llamada corta para no fatigarse”.
Y así cada día que transcurría era más angustioso que el anterior. Un día un médico la llamó: “Su mamá ya está fuera de peligro, pero es un milagro que esté viva”. A los abuelos les repitieron la prueba y salió negativa, y así poco a poco todos empezaron a recuperarse.
Desde ese momento, ella llama esta historia ‘los 25 milagros’ porque “revirtieron cualquier estadística y contra todos los pronósticos, las comorbilidades o la edad vencieron al enemigo más poderoso que tiene hoy la humanidad”. Esta historia habría tenido un final feliz de no ser porque hace poco más de una semana el abuelo Octavio falleció de un infarto. Según sus conclusiones, la covid lo mató indirectamente porque él tenía que cambiarse una válvula, pero por la pandemia tuvo que posponer esa cirugía.
Ahora en sus columnas editoriales está escribiendo los aprendizajes que le ha dejado la pandemia. El más importante, que a pesar de todo la vida sigue y en medio de esa dificultad es importante seguir en contacto con los seres queridos. “El aislamiento está dañando la salud mental de todos. Lo entendí con mis abuelitos. De uno no me pude despedir y del otro sí y eso marcó una gran diferencia en el duelo. Lo que está viviendo la gente es terrible”, concluye.