Pide que la identifiquen como Carmenza. Así se llamaron su mamá y su abuela, las dos mujeres más importantes de su vida. Las tres vivieron en Barquisimeto, una ciudad del centro de Venezuela donde la vida solía ser amable, y el sol, generoso. “Un buen lugar para criar hijos”.
Lo era, se lamenta Carmenza, hasta que el dinero comenzó a escasear, y hacer un mercado, incluso con lo más básico, se convirtió en una suerte de hazaña diaria para millones de familias. La mujer, hoy de 35 años, trigueña y de ojos claros, llegó a Colombia en 2015. Lo logró transitando por una serie de trochas improvisadas en un tramo cercano a La Guajira mientras dejaba el alma en Barquisimeto: sus dos pequeños hijos, de 10 y 12 años, al cuidado de su mamá.
Cuando salió de Venezuela, hacía solo unas semanas su abuela había muerto de un cáncer. Años después, la tragedia se repetiría con su madre.
Tras arribar al país, vivió durante unos meses en Medellín y luego se instaló en Bogotá, donde otros migrantes venezolanos también intentaban reiniciar su vida, lejos de la carestía y la crisis asfixiante de su país. “A fin de cuentas, yo tenía experiencia como enfermera y creía que podía dedicarme a lo mismo en Colombia, pensaba que con un título profesional sería más fácil trabajar. Y mi meta era traerme a mis niños cuanto antes. No soportaba la vida sin ellos”.
Pero cuenta Carmenza que los únicos trabajos que consiguió en Colombia, y mal pagos, fueron de empleada doméstica o atendiendo tiendas o panaderías. “Y se me hizo muy duro mantenerme aquí y, además, poderle enviar recursos a mi familia, que sabía que también la pasaba mal. Había días en los que se acostaban a dormir solo con un café en el estómago porque no había para más”, relata.
En medio de esa angustia, una amiga venezolana le mostró una alternativa que lo cambiaría todo. “Ella se había embarazado para una pareja, acá en Bogotá, que llevaba varios años intentando tener bebés, pero el señor tenía problemas de fertilidad. Ella me dijo: ‘Pagan bien. Lo que me hice con eso no lo habría ganado ni en varios meses’. No le dije que sí de una, me dio miedo; pero en medio de esa crisis tan tremenda la idea me quedó sonando. Ese día supe que no eran pocas las venezolanas que conseguían dinero extra de esa manera, que eran contactadas directamente por las familias; algunas con parejas del mismo sexo, que tenían ese problema, algunas de ellas de extranjeros”.
Finalmente, aceptó participar en un proceso de gestación subrogada o alquiler de vientres en 2017. Carmenza cuenta que había hecho sus prácticas en Venezuela en una reconocida clínica de fertilidad “y más o menos sabía del tema, pero me puse a investigar más. Qué requisitos pedían, qué me podían preguntar”, cuenta.
Desde entonces, ha gestado cinco bebés. “Cuando comencé en esto, me pagaban unos 3.000 dólares. Después del segundo bebé, aprovechándose de mi necesidad, me daban solo 2.000. ‘Usted es muy bonita, pero una colombiana cobra más barato’, me decían. Pero, era aceptar esas condiciones o no tener cómo enviar dinero a mi casa”.
El primer embarazo, cuenta Carmenza, fue el más duro. “Lloraba mucho. Aborrecía lo que estaba haciendo. ¿En qué momento terminé metida en esto?, me preguntaba una y otra vez. Hay gente que cree que uno hace esto por placer, pero nada más alejado de la realidad”.
Revive la polémica
El papa Francisco agitó de nuevo, a comienzos de este año, el debate alrededor de los vientres de alquiler en el mundo. Lo llamó una práctica “deplorable” y, en su discurso anual sobre las amenazas para la paz global y la dignidad humana, aseguró que “la vida de un recién nacido no puede ser un producto comercial”.
Para el pontífice, “un hijo es siempre un don y nunca el objeto de un contrato” e instó a la comunidad internacional a “prohibir universalmente esta práctica”.
Francisco ya había expresado antes la oposición de la Iglesia católica a lo que describe como “úteros de alquiler” y destacó que algunos países prohíben esa práctica, como España e Italia.
En contraste, la gestación subrogada comercial es legal (es decir, existe legislación que la regula) en países como Rusia, Ucrania, Israel, Georgia, Kazajistán, Bielorrusia y en algunos estados de Estados Unidos.
Otras naciones también la recogen en sus leyes, aunque solo si se realiza de forma altruista, como ocurre en Canadá, Reino Unido, Grecia, Australia, Brasil, Uruguay, India y Sudáfrica.
En Colombia, el propio Gobierno presentó un proyecto de ley en marzo del año pasado que buscaba abrir la puerta para regular esa práctica en Colombia. Lo hizo acogiendo una sentencia de la Corte Constitucional que exigía reglamentar el tema.
La iniciativa fue impulsada por los misterios de Justicia y de Salud, entidades que advirtieron en su momento que en Colombia el pago por alquilar un vientre oscila entre 17 y 19 millones. En contraste, en Estados Unidos y Europa Occidental pueden llegar a costar entre 400 millones y más de 600 millones de pesos. Esa es la razón por la que muchas parejas de extranjeros deciden optar por mujeres latinoamericanas para cumplir su sueño de convertirse en padres.
Tal como lo reveló SEMANA en un reciente informe, alquilar un vientre en Colombia es tan fácil como encargar una encomienda por internet. El comprador debe tener en su cuenta, como mínimo, 35 millones de pesos y correr con el riesgo de que la inversión no entregue resultados.
En las redes sociales abundan las ofertas. Hay agencias que arman los paquetes o mujeres que caminan solas en la turbulenta negociación. El precio se fija con base en las exigencias del cliente frente a la apariencia de la madre: edad, peso, color de piel y experiencia.
Carmenza misma cuenta que durante todos sus embarazos las familias que la contactaron la ayudaron con la manutención de sus hijos, que ya viven con ella en la capital del país, y le regalaban mercados. “Piensa que es más de un año y medio en el que uno pone casi en pausa su vida. No puedo trabajar para evitar lesiones o accidentes que puedan afectar el embarazo, no puedo tener relaciones sexuales, no puedo estar con otras personas, no puedo limpiar, salir a hacer mercado. Las familias buscan que uno extreme los cuidados”, explica la enfermera.
Hoy, a sus 35 años, esa práctica es cosa del pasado. A su edad, ya no la buscarían para eso. Pero, dice que otras venezolanas que han llegado al país cobran ahora de 6.000 a 10.000 dólares por todo el proceso, la mitad al empezarlo y el resto al finalizar. Algunas, incluso, se ofrecen para ser madres en sus redes sociales. “Yo misma lo hice en Facebook”, donde existen muchos grupos que promueven la gestación subrogada.
Esta práctica con el tiempo se ha complejizado, pues “el negocio ha crecido tanto” que ahora hasta existen intermediadores que exigen unas comisiones muy altas para contactar a las familias con una mujer dispuesta a alquilar su vientre.
Lo que preocupa, asegura la venezolana, “es que muchas mujeres se prestan para ello sin tener la más mínima idea de lo que van a vivir, por ejemplo, desde el punto de vista psicológico. Alquilar tu vientre te deja marcada para siempre, pero lo haces por pura necesidad. Y he conocido casos de chicas que después de ser madres se pierden con los bebés y no los quieren entregar. También, historias de padres y madres que contratan a una madre para tener un solo hijo y, si se da un embarazo múltiple, después no lo quieren recibir y esos niños quedan abandonados”.